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La arquitectura

Adrià Goula

Cualquier edificio —y especialmente aquellos que ofrecen una escala humana— debe lidiar con el «problema» de la monumentalidad, es decir, tiene que plantearse cómo aterriza sobre el espacio público y en la memoria de los lugares.

Porque, aunque parezca que las ciudades lo soportan todo, que son una suerte de patchwork de buenas y malas soluciones, de intentos fallidos y exitosos, cada vez hay formas más rotundas de expresar la empatía o el absentismo ante los paisajes constructivos que nos rodean.

En su celebrado ensayo Los ojos de la piel, Juhani Pallasmaa impugnaba la dictadura de lo óptico como fundamento de la arquitectura, reivindicaba una experiencia háptica que valorase otro tipo de sentidos, fundamentalmente el oído y el tacto. Para demostrarlo, el arquitecto finlandés establecía una ingeniosa comparación entre el valor de trademark que se otorga a las fachadas y la relevancia que en verdad poseen los tiradores, los pomos y las manijas, los cuales pueden entenderse como un estrechar la mano a los edificios por parte de sus habitantes o de quienes los visitan.

Las urbes se resisten o bien se encaminan a ser parques temáticos de arquitectura. El high-tech convive con el residuo histórico, la vivienda funcional con el conglomerado sin calidad.

Aparte de su fotogenia y de su peso en la morfología física de las ciudades, las construcciones originan un relato que percute por igual en lo simbólico y en lo cotidiano, traen al más acá de la experiencia diaria el más allá de las técnicas materiales, son capaces de establecer alianzas o de resultar alienantes.