La mercantilización de la agricultura: impactos y alternativas
Hacia un nuevo modelo alimentario
- Dosier
- Oct 21
- 12 mins
Desde mediados del siglo xx, la agricultura ha sufrido más transformaciones que en los últimos 10.000 años. Ha dejado de ser un bien común para convertirse en una mercancía. La producción intensiva se concentra cada vez más y el medio rural queda despoblado. La solución vendrá del diálogo entre el conocimiento científico y el tradicional, de la agroecología.
El cultivo de alimentos, es decir, la agricultura, es una actividad milenaria que ha permitido a la humanidad garantizar, entre otras cosas, su propia reproducción. También ha permitido el intercambio entre diferentes regiones del mundo y generar las bases de lo que hoy conocemos como desarrollo. Sin embargo, en los últimos 60 años —sobre todo a partir de la introducción del mercado agrícola en las reglas del libre comercio— la agricultura ha sufrido más transformaciones que en los 10 000 años anteriores. Estas transformaciones vienen derivadas de múltiples procesos, pero destaco aquí dos fundamentales: por un lado, el nacimiento de la sociedad industrial, que no habría sido posible sin otras transformaciones previas que facilitaron la “acumulación originaria”, tal como la describía Karl Marx: el cercamiento de las tierras comunales de uso agrícola y su posterior privatización y mercantilización; y, por otro lado, el papel que ha tenido el conocimiento científico en una sociedad industrializada en la que el progreso se identifica con el avance tecnológico y el ser humano —en particular “el hombre”— se percibe como capaz de controlar la naturaleza desde un enfoque absolutamente antropocéntrico y androcéntrico; una sociedad que desecha, por considerarlos atrasados, el resto de los conocimientos que coexisten con el científico, y que son aquellos que nos han permitido evolucionar, hasta el día de hoy, en sintonía con la naturaleza.
El cambio de la agricultura campesina a la agricultura industrial no ha sido voluntario ni pacífico, sino forzado y violento.
En relación con el discurso, todo ello confluye en un hecho fundamental: la agricultura y todos los recursos necesarios para producir alimentos pasan de ser un bien común a una mercancía, y la alimentación deja de ser un derecho humano para ser regida por los mismos patrones que la lógica mercantil. Pero hay un elemento que no siempre tenemos en cuenta cuando hablamos de los cambios que nos han llevado al punto actual, y que es importante recordar: en todas las transformaciones sufridas en la agricultura ha habido, y sigue habiendo, violencia. Es decir, el cambio de la agricultura campesina a la agricultura industrial no ha sido voluntario ni pacífico, sino forzado y violento. Desde la violencia ejercida para expulsar al campesinado y privatizar las tierras comunales —que permitió el paso de la Edad Media a la Moderna—, hasta la violencia actual en los procesos de acaparamiento de tierras, la lucha contra la reproducción y el uso de las semillas locales, y la privatización del agua; o una violencia más sutil frente al uso de los conocimientos tradicionales y la subordinación de la agricultura al resto del sistema alimentario, mediante una organización institucional y jurídica que discrimina (y criminaliza, en algunos contextos) a la agricultura campesina.
Las consecuencias son realmente desastrosas, a varios niveles. Junto a esas consecuencias, también podemos pensar en los desafíos a los que se enfrenta la agricultura en todo su conjunto. Vamos a considerarlo en varios bloques:
Bloque ecológico
En todo el mundo, la industrialización y la globalización de la agricultura, fruto de la mercantilización, han provocado que la producción de alimentos, en lugar de ser una actividad desarrollada en equilibrio con la naturaleza, sea un sector fundamentalmente extractivo. Así, los procesos de deforestación asociados al avance de la agricultura y la ganadería industrial, o la degradación de los suelos asociada al avance de los monocultivos, ponen en peligro la propia producción de alimentos. Según datos del IPCC (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, 2019), la erosión de los suelos agrícolas es entre 10 y 100 veces mayor que la capacidad de formación de nuevo suelo.
El cambio climático es otro desafío importante al que se enfrentan los sistemas agroalimentarios desde una perspectiva ecológica. Por un lado, han de cambiar las prácticas agrarias y de consumo de alimentos (fundamentalmente, reducir el desperdicio alimentario y el consumo de proteína de origen animal) para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero asociadas a los sistemas alimentarios, que en estos momentos son, de media, un tercio del total de las emisiones. Por otro lado, el propio cambio climático reduce la productividad mundial. Sabemos que en los últimos años esta se ha reducido en un 5% en todo el mundo, mientras que en el Mediterráneo los modelos prevén una reducción del 17% en los próximos años. Vinculado a ello, hay que considerar la menor disponibilidad de agua y la mayor frecuencia de fenómenos extremos.
Finalmente, no podemos pasar por alto otros aspectos esenciales desde la dimensión ecológica, como son la pérdida de biodiversidad vinculada a la producción de alimentos (incluyendo aquí la agrobiodiversidad, es decir, las miles de variedades tradicionales y razas locales específicas de cada territorio), a la deforestación y el comercio internacional, o a la contaminación de agua y suelos, que agravan aún más el escenario al que nos enfrentamos. Todo ello en un contexto de limitación de recursos productivos (por ejemplo, tierra y agua) y de nutrientes (sobre todo de fosfatos, elemento a su vez con un considerable componente geopolítico).
Bloque social y demográfico
El principal impacto de la industrialización y globalización agrarias ha sido la pérdida de empleo agrario. Solo en la UE, entre 2005 y 2016 han desaparecido 4,2 millones de fincas agrarias, de las cuales el 85% eran fincas de pequeña escala, de menos de 5 hectáreas (datos de Eurostat, 2018). Esta cifra supone un goteo constante, una pérdida de aproximadamente 1100 fincas cada día, casi 50 por hora. Ningún sector económico ha sufrido una pérdida tan grande en tan poco tiempo. A la pérdida de población agraria por cierre de fincas debemos añadir la falta de relevo generacional a escala global y estatal.
Solo en la UE, entre 2005 y 2016 han desaparecido 4,2 millones de fincas agrarias. Ningún sector económico ha sufrido una pérdida tan grande en tan poco tiempo.
El último informe del Comité de Expertos de Seguridad Alimentaria de las Naciones Unidas (HLPE, 2021) alerta de esta problemática. Las y los jóvenes abandonan el medio rural, no tenemos relevo, y aquellos que quieren comenzar en la actividad se enfrenten a grandes problemas, el más acuciante, quizás, el acceso a tierra. Se abandona el campo, el medio rural queda despoblado y las personas nos hacinamos en las ciudades, un espacio con un metabolismo social y ecológico insostenible, depredador de recursos, altamente dependiente del medio rural y los recursos naturales, pero venerado por nuestra sociedad como la imagen del progreso. Las políticas contribuyen a ello, beneficiando a las ciudades en detrimento del medio rural.
Bloque tecnológico
Los desafíos tecnológicos a los que se enfrenta la agricultura son diversos, pero quizás el más grande sea el del enfoque. Nuestra civilización, como decíamos en párrafos anteriores, entiende que el progreso y el avance científico resolverán todos nuestros problemas, unos problemas que, no lo olvidemos, hemos generado nosotros mismos con la participación de un enfoque científico basado en la productividad y la supremacía del “hombre”.
En este contexto, el futuro de la agricultura pasa por la digitalización y nuevos desarrollos tecnológicos. Pero si aprendemos de lo que ha pasado en las últimas décadas, y tengo esperanza de que el ser humano aprenda de sus errores, el enfoque de más modernización ha contribuido a los retos ambientales y sociales planteados más arriba. Cuando hablamos de más tecnología y digitalización, deberíamos plantearnos a quién benefician estas tecnologías, si son necesarias, si ya existen prácticas, manejos y sistemas para resolver tales problemas, si son un elemento más de generación de dependencias de las y los agricultores o si, por el contrario, incrementan su dependencia de otros actores o su alienación por esta agricultura productivista altamente insostenible.
Por ello, cabría reflexionar si la propia ciencia, al menos en el contexto agrícola, necesita reinventarse. De hecho, la propia evidencia científica nos advierte de la necesidad de recuperar, respetar, valorar y construir soluciones a los problemas a partir del diálogo entre conocimiento científico y conocimiento tradicional, diálogo que es el pilar sobre el que se construye la agroecología. El reto es que, en nuestro contexto, este conocimiento tradicional —aquel que desarrolló las variedades y razas locales que conocemos hoy día (y que están desapareciendo) y garantizó una evolución en equilibrio con nuestros territorios— está en peligro de extinción. Las personas poseedoras de ese conocimiento son muy mayores y, sin su sabiduría, perdemos opciones de futuro.
Bloque político
En todo este contexto, lo que observamos es que existe un problema de legitimación política de la agricultura y la alimentación, a diferentes niveles. Por ejemplo, la Política Agrícola Comunitaria (PAC), considerada por algunos autores una de las principales causantes de la descapitalización del campo europeo, es cuestionada no solo por la sociedad (a la que hay que explicarle en cada nueva reforma por qué es una de las políticas europeas con mayor presupuesto), sino también por los propios agricultores y agricultoras. Estos se preguntan por qué los grandes terratenientes y agentes corporativos son los que se llevan la mayor parte de las ayudas de la PAC, o cómo la PAC es la causante de los bajos precios que perciben, lo que genera una dinámica de dependencia de la que les resulta imposible salir.
En todo el mundo, observamos otros procesos de deslegitimación. Un ejemplo sería el de la Cumbre de la Seguridad Alimentaria de las Naciones Unidas prevista para otoño de 2021, la cual, según algunas organizaciones de la sociedad civil y organizaciones agrarias, está siendo cooptada por las grandes corporaciones, que sustituyen a los actores legitimados para actuar en este nivel, como son el Comité de Seguridad Alimentaria de las Naciones Unidas o la propia FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación).
En definitiva, son los retos que plantean la internacionalización, la industrialización y la concentración de poder en unos pocos actores de la agricultura y la alimentación, y que se derivan, a su vez, de la transformación del alimento en una mercancía. En un reciente artículo (Jackson et al., 2021) mostrábamos la importancia de los enfoques y narrativas en el desarrollo de las políticas, en particular en la estrategia de la granja, a la mesa de la Unión Europea. Si en los últimos años las políticas se han desarrollado bajo una narrativa productivista en la que el alimento es considerado una mercancía, ahora surge la necesidad de enfocar la alimentación como un derecho humano o un bien común (SAPEA, 2020). Así, considerarla un derecho humano comporta desarrollar políticas que garanticen el acceso a la tierra, en particular de las personas jóvenes, o garantizar que las personas con pocos recursos puedan acceder a alimentos sanos y sostenibles. Y el enfoque del bien común exige desarrollar modelos de gobernanza que garanticen la participación de todos los actores, en particular de aquellos marginados y subordinados por el propio sistema alimentario industrializado, las y los productores a pequeña escala y las personas consumidoras.[1]
[1] No entramos en este artículo a desarrollar cómo la mercantilización de la agricultura (su industrialización, internacionalización y concentración de poder en pocas manos) ha tenido impactos en las personas consumidoras. Junto con la industrialización de la agricultura, se ha producido una industrialización del consumo, que ha supuesto un incremento de las enfermedades asociadas a una mala alimentación. En particular prácticamente una de cada dos personas en todo el mundo tiene algún problema con la alimentación (por defecto, por exceso, por desequilibrio nutricional, por contaminación, etc.).
La soberanía alimentaria otorga el poder a los campesinos y a la agricultura familiar, la pesca artesanal y el pastoreo tradicional.
La soberanía alimentaria
Pero no quiero terminar con esta visión tan desoladora. Existen alternativas políticas como “la soberanía alimentaria”, propuesta a mediados de los noventa por los campesinos y campesinas que forman parte de la organización internacional La Vía Campesina, y apoyada desde entonces por miles de organizaciones en todo el mundo. La soberanía alimentaria se define como “el derecho de los pueblos a alimentos nutritivos y culturalmente adecuados, accesibles, producidos de forma sostenible y ecológica, y su derecho a decidir su propio sistema alimentario y productivo”. Esto pone a aquellos que producen, distribuyen y consumen alimentos en el corazón de los sistemas y políticas alimentarias, por encima de las exigencias de los mercados y de las empresas. Defiende los intereses e incluye a las futuras generaciones. Nos ofrece una estrategia para resistir y desmantelar el comercio libre y corporativo y el régimen alimentario actual, y para encauzar los sistemas alimentarios, agrícolas, pastoriles y de pesca, para que pasen a estar gestionados por productoras y productores locales. La soberanía alimentaria da prioridad a las economías locales y a los mercados locales y nacionales, y otorga el poder a los campesinos y a la agricultura familiar, la pesca artesanal y el pastoreo tradicional, y coloca la producción alimentaria, la distribución y el consumo sobre la base de la sostenibilidad medioambiental, social y económica (Nieleny, 2007).
Entre los pilares de la soberanía alimentaria encontramos la agroecología. Un enfoque científico interdisciplinario que promueve el diálogo de saberes entre los actores del sistema agroalimentario y diseña sistemas alimentarios ecológicos con capacidad para regenerar los ecosistemas degradados por la agricultura industrial (por ejemplo, la regeneración de suelos, la biodiversidad o la captura de carbono). Un nuevo modelo de producción de alimentos que permita hacer frente a la actual crisis económica desde el campo, que revierta los fenómenos de despoblamiento y donde las nuevas tecnologías incorporen los principios de los conocimientos tradicionales.
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