Una alimentación para una buena vida

Il·lustració © Riki Blanco

El sistema alimentario actual —nuestra forma de producir, transformar, distribuir, vender, consumir alimentos y gestionar sus desperdicios— crea enfermedades, desigualdad y pobreza, y degrada la base ecológica del planeta. En Barcelona existen barrios donde el 23% de la población sufre inseguridad alimentaria, es decir, falta de acceso a una alimentación adecuada. Por lo tanto, no se trata solo de alimentar a la población, sino también de garantizar su derecho a una alimentación sostenible.

Se calcula que alrededor de 3000 millones de personas en el mundo sufren problemas de malnutrición, de las cuales más de 820 millones pasan hambre, una cifra que va en aumento. A escala global, el 21,9% de niñas y niños sufre retraso en el crecimiento debido a su dieta, mientras los niveles de obesidad y sobrepeso alcanzan cifras récord, con una afectación del 38,9% de la población adulta. La incidencia de la obesidad y el sobrepeso aumenta en poblaciones con una situación socioeconómica precaria; por ejemplo, el 65,2% de los barceloneses con renta muy baja sufre exceso de peso, así como el 70,2% de las barcelonesas sin estudios. Este coste es personal pero también colectivo: se calcula que el coste directo de tratar el sobrepeso en España asciende a 1950 millones de euros anuales.

Diferentes estudios muestran una tendencia clara: la falta de recursos conlleva un cambio en la dieta, al sustituir alimentos nutritivos, como fruta y verdura, por alimentos baratos con alto contenido calórico. La diferencia de coste entre una dieta sana y otra inadecuada en el Estado español puede suponer una diferencia de más de 100 euros por semana. No es de extrañar que en ciudades como Barcelona existan barrios donde el 23% de la población sufre inseguridad alimentaria, es decir, falta de acceso a una alimentación adecuada.

Al mismo tiempo, el sistema alimentario es esencial para la vida, pero también es crucial para nuestra economía. El gasto en alimentación de los hogares españoles es superior a 105 000 millones de euros al año, de los cuales un tercio se produce fuera del hogar. La industria agroalimentaria es el primer sector industrial europeo y, en el Estado español, el 14,1% de las personas trabajadoras están empleadas en el sector agrario y servicios vinculados, como la industria, el transporte y la distribución de productos agroalimentarios. Sin embargo, los beneficios económicos del sistema alimentario se concentran desproporcionadamente en algunos eslabones específicos de esta cadena a costa de otros, como, por ejemplo, el sector de la producción agrícola o el pequeño comercio. Las consecuencias se observan de forma clara: entre 1999 y 2009 desaparecieron el 23,2% de las explotaciones agrarias en el Estado español y, aunque entre 2009 y 2016 la tendencia fue menos acusada, desaparecieron el equivalente a diecisiete explotaciones al día. En contraposición, se calcula que diez comercializadoras de alimentos gestionan el 90% del transporte mundial, diez empresas son responsables del 90% de la transformación de alimentos y el 30% de las ventas (distribución) está controlado por diez corporaciones. En este contexto de concentración creciente, es importante fomentar la diversidad y el establecimiento de relaciones más justas en el sistema alimentario, incluidas las relaciones laborales, ya que una parte importante de los trabajos dentro de la cadena agroalimentaria son precarios e inestables, e implican largas horas y sueldos bajos, como el de camarero/a, repartidor/a de comida a domicilio o recolector/a de fruta.

Modelo productivo intensivo

El planeta y sus recursos limitados también están bajo presión debido a nuestras dietas y al modelo productivo intensivo que nos proporciona alimentos. El sistema alimentario es una pieza clave de la situación de emergencia climática actual, ya que produce un tercio de las emisiones totales de gases de efecto invernadero. En la actualidad, el 33,1% de las pesquerías de todo el mundo están explotadas por encima de sus niveles sostenibles, y en el caso del Mediterráneo, el mar más sobreexplotado del mundo, esta cifra asciende a más del 62%. Se calcula que el 70% de toda el agua que se extrae de acuíferos, ríos y lagos se usa en la agricultura, en muchas ocasiones sobreexplotando estos recursos.

El sector agrario es, en parte, responsable de la contaminación de aguas y suelos por nitratos, fósforo, pesticidas y patógenos, y estos procesos contaminantes se ven especialmente agravados por la intensificación de la ganadería. De hecho, las prácticas agrarias intensivas han contribuido de forma significativa a la degradación de suelos y la destrucción de hábitats naturales, así como a la disminución de la biodiversidad del planeta y a los procesos de extinción masiva de especies. La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) calcula que alrededor del 75% de la diversidad genética de los cultivos agrícolas se perdió durante el siglo xx. Cada vez más voces abogan por una transformación de estas prácticas agrarias hacia formas más sostenibles que regeneren nuestros recursos limitados y ecosistemas, como la agroecología. Sin embargo, el impacto de nuestro modo de alimentarnos no termina en el campo ni en nuestros platos, sino que, además, desechamos alrededor de una tercera parte de los alimentos producidos para el consumo humano, aproximadamente 1300 millones de toneladas al año, el equivalente a la producción del 28% de la tierra cultivada en el mundo.

Tal como muestran estos datos, los impactos socioeconómicos, políticos, ambientales y en la salud están relacionados y, por lo tanto, es necesaria una transformación integral del sistema alimentario.

Il·lustració © Riki Blanco Il·lustració © Riki Blanco

Alimentación sostenible

Muchas personas y colectivos se han planteado estas cuestiones desde hace tiempo desplegando nuevos paradigmas y propuestas con el objetivo de crear sistemas alimentarios que nutran sociedades sanas, igualitarias, democráticas y medioambientalmente sostenibles. Entre estas propuestas destacan el reconocimiento del derecho a la alimentación sostenible de todas las personas, es decir, el derecho de todo el mundo a alimentarse con dignidad y con alimentos que sean beneficiosos para las personas, los territorios y el planeta, ya sea produciéndolos o adquiriéndolos. La alimentación sostenible apuesta por productos de proximidad, de temporada y respetuosos con el medio ambiente, como los productos agroecológicos, ecológicos y de pesca sostenible, y por la reducción del desperdicio alimentario y los envases. Además, impulsa dietas saludables para las personas y el planeta, basadas en alimentos frescos, evitando productos ultraprocesados y promoviendo un menor y mejor consumo de carne.

La alimentación sostenible también se basa en relaciones justas dentro de la cadena agroalimentaria, en términos laborales, pero también a la hora de establecer precios y forjar relaciones con otros países de donde vienen muchos de nuestros alimentos. Este enfoque de la alimentación promueve y celebra la diversidad en nuestros campos, mesas y barrios, frente a la homogeneización de las dietas y nuestros entornos alimentarios. El espacio urbano y rural donde habitamos —nuestras casas, calles, colegios, lugares de trabajo o entornos digitales— ha de facilitarnos la alimentación sostenible. Para ello es necesario transformar el sistema alimentario con todas y para todas las personas, implicando especialmente a los colectivos más vulnerables e invisibilizados, y por tanto incorporando una perspectiva de género, clase, etnia y raza que permita poner a las personas más afectadas por este sistema en el centro de las decisiones. La visión política de la alimentación y el reconocimiento del derecho a decidir sobre nuestro sistema alimentario han sido impulsados durante décadas bajo el concepto de soberanía alimentaria por el movimiento social más grande del mundo, que agrupa a 200 millones de personas agricultoras en 81 países: la Vía Campesina. Según este movimiento, la soberanía alimentaria es “el derecho de los pueblos a alimentos nutritivos y culturalmente adecuados, producidos de forma sostenible, y el derecho a decidir su propio sistema alimentario y productivo. Es el desarrollo de un modelo de producción sustentable a pequeña escala en beneficio de las comunidades y el medioambiente.”[1]

Estos enfoques proponen un cambio drástico sobre el rol de los alimentos en nuestras sociedades, que pasan de ser una mercancía con la que obtener beneficios económicos a constituir un derecho a garantizar y un vehículo para generar salud, justicia social, prosperidad, y regenerar nuestros recursos y ecosistemas, es decir, un bien común a gestionar de forma colectiva. Este cambio de perspectiva reconoce a las personas como ciudadanas y no solo como consumidoras que “votan” a través del carro de la compra y su capacidad adquisitiva, sino que participan de forma activa a la hora de decidir cómo nos alimentamos, interviniendo en todo el proceso desde el campo hasta el plato.


[1] Para ver la definición de soberanía alimentaria y su origen: http://ow.ly/fvsq50FtQ3D

 

Políticas públicas valientes

Poner en marcha esta gran transformación y reapropiación del sistema alimentario para y por la ciudadanía requiere políticas públicas sistémicas, inclusivas y, sobre todo, valientes. En primer lugar, cambiar nuestra alimentación necesita de una perspectiva holística que incluya los diferentes eslabones de la cadena agroalimentaria del campo al plato, y también de las diversas áreas vinculadas a la alimentación, como economía, salud, educación, servicios sociales o planificación territorial. Solo entendiendo las conexiones entre estos elementos e involucrando a los agentes que trabajan en estos espacios a nivel comunitario, local, regional, nacional e internacional, seremos capaces de diseñar intervenciones que sean beneficiosas para las personas, los territorios y el planeta.

En segundo lugar, es necesario desarrollar políticas inclusivas que reconozcan la diversidad de situaciones que existen en el sistema alimentario. Cuando queremos realizar cambios en el sistema alimentario que promuevan la justicia social, es necesario considerar los aspectos económicos relacionados con la redistribución material, por ejemplo, a la hora de tener recursos que nos permitan acceder a alimentos sostenibles. Pero también es necesario reconocer la dimensión social y cultural de la justicia, que nos permite visibilizar que no todas las personas somos iguales.

Participación de la ciudadanía

Las políticas que buscan la inclusión y la equidad también requieren de la aplicación de la dimensión política de la justicia, es decir, la participación efectiva de las personas en la concepción y desarrollo de planes y programas. La participación de la ciudadanía es especialmente relevante debido al volumen de negocio que representa la cadena agroalimentaria y su capacidad asociada de influir en los espacios de decisión. En este sentido, hay estudios que demuestran cómo los conflictos de interés han dificultado la implementación de políticas públicas y recomendaciones para transitar hacia una alimentación más sostenible. Cada vez existen más iniciativas para participar en la cocreación de políticas, desde consejos alimentarios hasta representantes vecinales. Si queremos tomar medidas que promuevan la justicia social, es esencial aplicar el principio de “nada sobre nosotras sin nosotras es para nosotras.”

Por último, necesitamos políticas públicas valientes que pongan nombre a los problemas, identifiquen su origen y apuesten de forma decidida por implementar soluciones. Existe una evidencia muy amplia que define de forma clara los retos ambientales, sociales, sanitarios y democráticos vinculados a la alimentación tal y como se han expuesto aquí, y existen también soluciones que se han demostrado efectivas, desde la agroecología hasta el establecimiento de comedores escolares sostenibles. Es, por tanto, la hora de la acción decidida. Atrevámonos a dar respuesta a la pregunta “radical” de cómo sería nuestro sistema alimentario si pusiéramos a las personas y al planeta del que dependemos en el centro de nuestras decisiones. Alimentemos una buena vida, para hoy y para las generaciones futuras.

Publicaciones recomendadas

  • La alimentación sostenible: manual para ciudades.Ajuntament de Barcelona, PEMB, AMB Barcelona, 2020

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