De la comunidad imaginada a la comunidad de práctica
- Dosier
- Ene 19
- 14 mins
Las ciudades pueden adoptar iniciativas que impliquen a los habitantes en comunidades de práctica, sobre la base de hacer, crear y compartir cosas juntos, como una base de identidad que puede aportar un auténtico sentido de pertenencia.
La sociedad de mercado democrática está en crisis. Desde Brasil hasta Filipinas y desde Hungría hasta los Estados Unidos de América, los votantes recurren a figuras autoritarias que promueven el miedo y el odio para ofrecer a sus seguidores un sentido de identidad y empoderamiento. En muchos lugares, la inseguridad económica provoca un deseo de relatos fáciles del tipo “nosotros contra ellos”. Pero vemos que el populismo nacionalista gana un apoyo sustancial incluso en democracias sociales más ricas como Dinamarca o Suecia. La diversidad de países en que aumenta el populismo etnonacional nos obliga a reconocer que parte del problema es que, para muchos, el pluralismo y una sociedad abierta, diversa y cosmopolita contribuyen demasiado poco a ofrecer un sentido de identidad y de destino compartido.
Hemos visto alianzas de ciudades que pretenden cooperar frente a otro reto mundial: la crisis climática. ¿Puede hacer algo, una alianza de ciudades, para contrarrestar esta amenaza a la democracia? Aquí argumentaré que sí, que esta vía existe: puesto que son más cercanas a los ciudadanos que los gobiernos nacionales o regionales, las ciudades pueden adoptar iniciativas que impliquen a los habitantes en comunidades de práctica, sobre la base de hacer, crear y compartir cosas juntos, como una base de identidad que puede aportar un auténtico sentido de pertenencia, más que de la comunidad imaginada de identidad etnonacional.
Permítanme empezar, no obstante, con lo que veo como el origen de la crisis democrática. Uno de los grandes hitos del surgimiento de la identidad nacional en la Europa del siglo xix fue permitir a regiones y principados dispersos sustituir las identidades locales y religiosas por la idea emergente de un Estado democrático, sometido al imperio de la ley, y al respeto hacia los derechos civiles y políticos, inicialmente, y posteriormente hacia los derechos económicos y sociales. El siglo xx vivió algunas de sus peores pesadillas cuando el nacionalismo se torció. Pero también impulsó el sentido de destino compartido necesario para construir algunos de los éxitos igualitarios y democráticos más maduros en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Entonces las sociedades cristianodemócratas, socialdemócratas e incluso angloamericanas liberales organizaron sus asuntos económicos alrededor del Estado administrativo, con una ocupación estable en grandes empresas gestionadas por figuras de autoridad, administradores públicos y gestores privados, que se ven reflejadas en unas familias tradicionales encabezadas por hombres.
Esta denominada “Edad de Oro” del capitalismo occidental se hundió en la década de 1970 por varios motivos. Una característica importante de los últimos cuarenta años ha sido la erosión del Estado nación como principio organizador, que ha perdido su centralidad ante fuentes competidoras. Externamente, la globalización, el cosmopolitismo, los derechos humanos universales y el internacionalismo trasladaron la economía, la identidad y la política desde el Estado hacia el ámbito regional y global. Internamente, el papel de la población nacional se fragmentó y se redujo a las mismas tres dimensiones. La desregulación y la privatización (economía), el pluralismo, los derechos civiles y el individualismo (identidad) y la dependencia cada vez mayor del ordenamiento privado reflejan los efectos de la internacionalización. La crisis económica de hace una década expuso las tensiones creadas por esta estructura, su desigualdad excesiva, su creciente inseguridad económica y su fracaso a la hora de dar a la gente un verdadero sentido de identidad. El nacionalismo económico autoritario y el mayoritarismo iliberal parecen ofrecer una opción internamente coherente a sus partidarios invirtiendo las tres dimensiones de los mercados, la identidad y la política.
¿Qué alternativa hay, y qué tiene que ver esta alternativa con las ciudades? ¿Cómo reincorporamos los mercados a las relaciones sociales, sin volver a caer en las categorías de solidaridad patriarcales y etnonacionalistas, como hacen los nacionalistas económicos? ¿Cómo conservamos el espíritu antiautoritario, pluralista, abierto y cuestionador que floreció en las sociedades abiertas a partir de la década de 1960 sin provocar una profunda crisis epistemológica y de identidad que parece tener un papel tan central en el resurgimiento del tribalismo xenófobo y la búsqueda de figuras de autoridad tribales propias de la política del nacionalismo económico? ¿Y cómo traducimos estas ambiciones abstractas en una agenda política práctica?
Para responder a ello, voy a tomar como inspiración la primera experiencia de internet en general y la de la producción entre iguales basada en los procomunes en particular: software libre y de código abierto, Wikipedia, periodismo ciudadano. También voy a tomar el hecho de que la promesa inicial de estos grandes proyectos como modelos de transformación de la sociedad se ha estancado, y como agenda política práctica voy a tomar el modelo emergente de intercambio de ciudades, en particular la idea de un partenariado público-procomún en el ámbito municipal.
El objetivo general de la ciudad de ofrecer espacio, formación e intercambio de experiencias a una amplia gama de proyectos de voluntariado, colaborativos o basados en procomunes contribuye a fomentar un modelo de producción económica basado en un sentido del destino compartido.
Cuando el software libre y de código abierto se presentó a la conciencia pública a finales de los años noventa, era un fenómeno “imposible”. Había miles de voluntarios colaborando en el desarrollo de algunas de las infraestructuras de software más complejas en el modelo de un procomún: cualquiera podría contribuir, nadie tenía derechos exclusivos de uso, adaptación o distribución del software, y la mayoría de las personas que colaboraban en él no cobraban por hacerlo. Que esta infraestructura con una misión fundamental se construyese sobre un modelo principalmente de voluntariado, totalmente no propietario, en competencia directa con las mayores compañías de software del mundo, era un misterio absoluto para la visión imperante de la economía de la época. Cuando pocos años más tarde empezamos a ver Wikipedia, las primeras versiones del periodismo ciudadano, la cultura de los fans, todo como parte importante de nuestra información, las comunicaciones, el conocimiento y el entorno cultural, el fenómeno de la producción entre iguales empezó a parecer un verdadero nuevo modelo productivo, que se resistía tanto al modelo jerárquico del capitalismo gerencial como a la implacable mercantilización de todo en el neoliberalismo. Por fin teníamos (o, al menos, así lo escribí entonces) un nuevo modelo productivo, que incorporaba la producción en las relaciones sociales y nos ofrecía nuevas vías para ser seres humanos productivos, para crear y compartir las necesidades básicas de la economía de la información en red.
La otra cara de las tecnologías
A finales de la primera década del siglo xxi, el mercado y el Estado, de maneras diferentes pero relacionadas, volvieron para reconcentrar el poder y canalizar internet hacia estos modelos más antiguos. El teléfono móvil y la tienda de aplicaciones, los servicios en la nube, la red social que implementa la vigilancia omnipresente para el marketing, la emergencia del “big data” y su transición hacia la inteligencia artificial, cada una de estas tendencias generó una dinámica centralizadora que situó a las principales empresas de plataformas en posiciones de control. Mientras tanto, también surgió el Estado como una amenaza. Edward Snowden expuso la vigilancia sistemática de Estados Unidos y de otros países democráticos. La amplia censura de China, los mecanismos de control social emergentes que utilizan la reputación en línea y las operaciones de propaganda e información de Rusia volvieron a demostrar que las tecnologías de liberación podían convertirse, en cambio, en vectores para un abuso estatal sistemático. Los esfuerzos reiterados por construir soluciones y la mayoría de las personas remedios puramente descentralizados y basados en la tecnología para contrarrestar las iniciativas de las empresas estatales y las grandes compañías han funcionado de manera parcial e imperfecta. El software de encriptación de código abierto como Signal y sistemas como Tor ofrecen una protección real a los usuarios. Pero la idea de que, llegando primero a la superioridad tecnológica, el software libre podría proteger a los usuarios de las depredaciones del mercado y del Estado, no se materializó ni mucho menos en el efecto generalizado que los primeros defensores creían y esperaban que tendría.
Viendo este ciclo reiterado de promesa y fracaso —de sistemas jerárquicos centrados en el Estado, sistemas de mercado “puro” y sistemas cooperativos basados en los procomunes—, hemos llegado a comprender la falibilidad de todas las instituciones humanas, y eso exige que desarrollemos un nuevo enfoque para reorganizar las relaciones sociales de producción, política y significado. No podemos anhelar nostálgicamente la autoridad del Estado gestor y administrador de todo. Hoy en día, esta vía parece llevar hacia el autoritarismo. No podemos seguir cerrando los ojos y depender de los mercados neoliberales. Eso solo puede traer inseguridad, alienación e inestabilidad política. Tenemos que encontrar maneras de integrar lo mejor del Estado, el mercado y los modelos de iguales basados en los procomunes para que entre ellos controlen sus respectivas carencias y, en particular, hay que reincorporar la producción económica en las relaciones sociales.
Y es aquí donde las ciudades se pueden convertir a la vez en laboratorios y en líderes motivadores. Diversas ciudades compartieron sus experiencias durante la cumbre Sharing Cities Summit el 12 de noviembre en Barcelona, unas experiencias que empiezan a dar una idea de las prácticas cooperativas basadas en los procomunes. Aquí solo ofreceré una muestra de las prácticas presentadas.
La plataforma Decidim
El sistema Decidim de Barcelona aprovecha una plataforma de software libre para aumentar la participación de los ciudadanos en la gobernanza de la ciudad y los proyectos municipales. En primer lugar, la misma plataforma de Decidim es un modelo de partenariado público-procomún, en la que la ciudad financia el desarrollo de una plataforma de software libre de código abierto que queda disponible para que la utilice cualquier otra ciudad o unidad de gobierno democrática. La misma plataforma ha permitido a decenas de miles de ciudadanos realizar más de diez mil propuestas para proyectos y planes estratégicos por toda la ciudad, debatir sobre ellas y votarlas, con cierto grado de participación en la gestión presupuestaria.
El proyecto DECODE de Barcelona, con financiación europea, presenta una instancia en la que los procesos participativos pueden informar sobre un partenariado público-procomún en el que el objetivo del proyecto es producir un sistema con financiación pública de protección de la identidad y la privacidad que puedan utilizar los ciudadanos como una vía para aportar datos sobre sí mismos sin exponer todo el rastro de su comportamiento. El proyecto, aún en desarrollo, ofrece un modelo para que las ciudades aprovechen sus recursos fiscales y de convocatoria para ayudar a crear fuentes de resistencia basadas en los procomunes frente a modelos emergentes del marketing conductual basado en la vigilancia.
Finalmente, el objetivo general de la ciudad de ofrecer espacio, formación y intercambio de experiencias en una amplia gama de proyectos de voluntariado, colaborativos o basados en procomunes contribuye a fomentar un modelo de producción económica basado en un sentido del destino compartido y el compromiso mutuo, no como conceptos abstractos, sino en proyectos conjuntos concretos, como las cooperativas de movilidad, la financiación colectiva o la información turística de la ciudad, y orienta a los ciudadanos hacia este modelo.
En lugar de vernos a todos como unos egoístas moralmente idiotas, el nuevo modelo presupone que la mayoría de las personas, si tienen la oportunidad de ser honestas y cooperativas, se comportarán efectivamente como tales.
Otro ejemplo es la carta de bienes comunes de Bolonia. En este proyecto, la ciudad ha creado una oficina de imaginación cívica para crear y supervisar un marco fluido que permita a los ciudadanos reunirse, proponer un proyecto para el barrio o la ciudad y cooperar entre sí, con el permiso y la coordinación del ayuntamiento cuando sea necesario, para aportar unos bienes comunes. Milán, a su vez, ha creado recientemente un programa según el cual los ciudadanos pueden lanzar campañas de financiación colectiva para inversiones con un impacte social, y el ayuntamiento iguala el importe aportado por las donaciones de particulares, empresas locales y ONG para crear proyectos de impacto social que mejoren el entorno urbano. En Suecia, una iniciativa nacional, Sharing Cities Sweden, comparte experiencias entre diferentes ciudades. Malmö, concretamente, presentó en la cumbre Sharing Cities Summit un proyecto centrado en la sostenibilidad económica. Se adjudicaron permisos de uso del suelo a los promotores que presentaron proyectos, en algunos casos con participación ciudadana, centrados en alcanzar una sostenibilidad asequible con espacios e instalaciones compartidos, en lugar de reproducirlos en cada piso. En este caso, se trataba principalmente de utilizar el poder urbanístico del ayuntamiento para crear espacios diseñados específicamente para un uso de la vivienda más colaborativo y compartido.
Un modelo económico sostenible y participativo
No me propongo presentar un análisis detallado o una crítica de los proyectos presentados en la cumbre Sharing Cities Summit en Barcelona el noviembre de 2018. En esta etapa inicial es demasiado pronto para suponer que cualquier proyecto individual sea la solución definitiva. Mi intención es más bien tomar las diversas presentaciones y hacer notar que, en conjunto, presentan una actitud hacia la gobernanza de las ciudades que podría constituir la base de un modelo económico sostenible e innovador que proporcione a sus participantes un sentido de identidad compartida a través del trabajo y de los actos conjuntos en comunidades de práctica.
En primer lugar, el modelo se basa en la participación y la transparencia continuadas entre el gobierno y sus ciudadanos, e insiste en ello. Esto es más difícil llevarlo a cabo en poblaciones más grandes, pero las ciudades, incluso las más grandes, ofrecen un nivel de gobierno que estas mismas ciudades demuestran que, de hecho, puede funcionar de una manera significativa y participativa.
En segundo lugar, el modelo rechaza la segregación neoliberal entre el ámbito político y el económico, y entiende que los mercados reflejan las relaciones de poder, que a menudo pueden fracasar, y que los ciudadanos que se unen como tales con el apoyo de sus representantes públicos pueden ejercer un contrapoder bastante fuerte para crear un modelo de producción más habitable y sostenible, que esté en una tensión creativa y en colaboración con los actores del mercado, en lugar de estar subordinado a él.
En tercer lugar, el modelo de partenariado público-procomún evita la nostalgia de un pasado dorado en el que los administradores autorizados sabían que era mejor para la población y gestionaban bien las cosas para todos. En cambio, la participación continua y una colaboración activa entre las instituciones públicas y las comunidades de práctica basadas en los procomunes prometen corregir algunas de las carencias conocidas de la Administración pública, sin recurrir a una lógica del tipo “los mercados se encargarán de todo”. Aquí, los poderes fiscales y reguladores de los gobiernos democráticos responsables se combinan con la auténtica legitimidad y la producción del conocimiento distribuido por parte de las comunidades de práctica, y trabajan juntos para resolver retos compartidos que pueden aportar un contrapeso importante a la lógica totalizadora de los mercados, por un lado, y a los errores y la estrechez de miras que en el pasado hemos visto asociados a las tecnocracias.
Por último, en cuarto lugar, el modelo municipal de partenariado público-procomún rechaza la visión estrecha de la humanidad que ejerció un papel central en el aumento del neoliberalismo desde los años setenta hasta la Gran Recesión. En lugar de vernos a todos como unos egoístas moralmente idiotas, el nuevo modelo presupone que la mayoría de las personas, si tiene la oportunidad de ser honesta y cooperativa, se comportarán efectivamente como tales. Y cuando nos encontramos, nos reforzamos mutuamente esta tendencia y generamos más sentido de destino compartido y más respeto y apoyo mutuos.
Todos juntos, estos elementos del modelo de partenariado público-procomún, en el que han sido pioneras diversas ciudades de la cumbre Sharing Cities Summit, empiezan a ofrecer los fundamentos de una auténtica alternativa al populismo etnonacionalista creciente que basa la identidad en un “nosotros” definido por el rechazo hacia “ellos” y apela a las figuras de autoridad y al corporativismo económico.
Los partenariados públicos-procomunes pueden ofrecer un modelo de producción socialmente integrado, en el que los participantes dan forma a un sentimiento de destino e identidad compartido mediante prácticas de confianza, cooperación práctica y consecución de objetivos productivos constatados. Integrando los procesos y plataformas participativos desarrollados en el mundo de la colaboración en línea, y manteniendo unas relaciones de aprendizaje continuo con comunidades de práctica basadas en los procomunes, los municipios pueden ofrecer una experiencia de ciudadanía más comprometida. Las empresas locales, por su parte, pueden relajar los vínculos y la presión implacable de la pura lógica del mercado y crear planteamientos sostenibles y con múltiples objetivos en colaboración con instituciones públicas y prácticas basadas en los procomunes. Experimentando con diversos modelos, colaborando políticamente para ganar espacio legal y compartiendo entre sí sus experiencias, soluciones técnicas y enfoques, una alianza de ciudades comprometidas en encontrar una solución a la próxima etapa de las sociedades democráticas puede contribuir de manera importante al desarrollo de esta fase.
Publicaciones recomendadas
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- La riqueza de las redes. Cómo la producción social transforma los mercados y la libertadIcaria, 2015
- The Penguin and the Leviathan: How Cooperation Triumphs over Self-InterestCrown Publishing Group, 2011
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