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No son genios. El teatro contemporáneo polaco a través de Lupa y Warlikowski

Jue 16/05/2024 | 23:00 H

Por Paula Blanco Barnés. Actriz e investigadora

El año 1989 significó un punto de inflexión para la historia, la política, la sociedad, la cultura y el teatro polacos. Con la celebración de sus primeras elecciones parcialmente libres, Polonia se convirtió en el primer país democrático del bloque del Este.

La inauguración de esta nueva era tuvo un doble efecto en la realidad teatral polaca: supuso, por un lado, la explosión de una ola de libertad creativa, acompañada de la creencia de que se iniciaba una etapa en la que se podría arriesgar artísticamente y, por otro, la aparición del teatro comercial. Esto comportó la proliferación de propuestas destinadas a complacer y entretener al espectador, una figura que, con la incursión del capitalismo, pasó a ejercer un nuevo rol. El teatro se convirtió, cada vez con mayor frecuencia, en un lugar donde pasárselo bien después de la jornada laboral, una actividad más de ocio y consumo.

Así, durante la década de los noventa se produjo el fin de lo que podríamos denominar teatro político, es decir, aquel teatro que se había enfrentado desde —como mínimo— el siglo XIX, de manera más o menos explícita, a los diversos regímenes que habían mantenido Polonia, primero, repartida entre varios imperios y, más adelante, privada de libertad bajo la ocupación nazi y la dictadura comunista. Sin embargo, en un contexto político y cultural como el polaco, el teatro ha sido históricamente un espacio de resistencia y, a pesar de las enormes transformaciones que ha experimentado el país desde finales del siglo XX hasta la actualidad, una parte importante de sus artistas ha decidido desafiar las presiones del capitalismo y mantener sus creaciones al margen del mandato del consumidor, confiando en que su arte tiene una función que va más allá del esparcimiento.

Una de las figuras más destacadas que surgió durante este periodo de transición y que se ha mantenido como referente artístico tanto en el ámbito nacional como en el internacional es Krystian Lupa. Este creador irrumpió en la escena teatral polaca en los años setenta con montajes que expresaban su preocupación por cuestiones existenciales y con un estilo absolutamente diferente en relación con lo que se estaba haciendo entonces. Probablemente por eso, no gozó de reconocimiento entre la crítica y fue más bien tratado con hostilidad, pero su persistencia y singularidad lo convirtieron en uno de los pocos directores preparados para afrontar artísticamente la era postsoviética. Lupa apuesta por un teatro libre de mentiras para hacer frente a una nueva realidad —el voraz capitalismo liberal— que expulsa del arte y el pensamiento todo lo espiritual, y concibe el teatro no como un espacio para pasar un buen rato o para ir a buscar diversión sino como un lugar peligroso para el espectador, donde deben plantearse retos intelectuales y éticos, un espacio para el ritual, fuera de la cotidianidad y sus distracciones. Estos principios también afectarán a su concepción del trabajo del intérprete, que no debe “hacer ver”, sino que tendrá que “vivir”.

Se considera a Lupa como el “padre fundador” de una nueva generación de creadoras y creadores que comenzarán a dirigir durante los noventa y la primera década del siglo XXI. Su teatro se convertirá en fundamental para la historia de la escena polaca, pero su legado va más allá de sus producciones, ya que, además de director y escenógrafo, Lupa ha sido maestro y profesor de varias generaciones de estudiantes de teatro. Entre sus discípulos se cuenta Krzysztof Warlikowski. Puede hablarse de ciertas características que forman parte del teatro de quienes siguieron la “línea Lupa”, tanto desde un punto de vista estético como temático. En sus puestas en escena, la música, la escenografía, la iluminación y el audiovisual están entretejidos de forma muy significativa con el trabajo de los actores; son un elemento más del juego dramático y no funcionan solo como herramientas para apoyarlo. La figura del dramaturgo, por otra parte, adquiere una gran relevancia y las propuestas teatrales empiezan a mezclar sin complejos textos escritos para la escena con adaptaciones de textos clásicos o procedentes de la narrativa.

Al mismo tiempo, suele trabajarse con material generado a partir de teatro documental. La mezcla y la disolución de límites entre géneros se convierten en la clave en este nuevo teatro. Asimismo, existe una voluntad de disolver la frontera entre los temas de las obras y las experiencias personales de actores y espectadores. La escena es tratada como un espacio que requiere el coraje de desnudarse no solo físicamente sino también íntegramente y en el que el actor a veces puede llegar a romperse. El espectador es, a menudo, llevado al límite de la incomodidad. No se rehúye el aburrimiento sino más bien al contrario: se considera una parte indispensable de cualquier proceso que conlleve un estado de verdadero tránsito. El teatro —tanto el recinto como la vivencia— es un lugar para el peligro, por lo que busca ser incómodo y desagradable, así como provocar desasosiego en el espectador para romper con sus patrones de pensamiento.

Hace ya décadas que el público de la Península está acostumbrado al teatro polaco y que celebra la llegada de sus producciones llenando las plateas y alabando el talento de sus artistas, calificados frecuentemente como “genios”. Si obviamos el contexto y las condiciones en las que se desarrolla este teatro, lo que hacemos es tratar como excepciones esas obras y a las personas que las crean sin tener en cuenta que están inscritas dentro de un marco determinado que permite y fomenta su crecimiento. Polonia ha sabido proteger su teatro de las lacras del liberalismo y mantener —transformándolo y adaptándolo a las necesidades de cada época— un teatro de la resistencia y antiburgués que no establece una relación de complacencia con su público sino de desafío y provocación.

Así, hay que celebrar la ocasión de acoger, en un escenario como el del Teatre Nacional, la última producción de Warlikowski, pero es urgente preguntarse qué estamos haciendo desde las instituciones para defender un ecosistema cultural que no se rija por los resultados económicos para que aquí también florezcan los “genios”.

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