Urbanismos flexibles
- Dosier
- Oct 18
- 22 mins
NOTA: Este artículo es uno de los trenta y siete textos que forman parte del libro Shaping Cities in an Urban Age, editado por Ricky Burdett y Philipp Rode. El libro es la tercera y última incorporación a la serie Urban Age, publicada por Phaidon en colaboración con la London School of Economics y Alfred Herrhausen Gesellschaft.
La Carta de Atenas de 1933 ofrece una visión atractiva, fácilmente digerible y optimista de la ciudad eficiente, sin contradicciones desordenadas y abierta al futuro. Pero las ciudades no son máquinas. Son productos de la sociedad humana: indeterminados, imprevisibles y frágiles. Un siglo después, las prescripciones espaciales de la Carta definen en gran parte la realidad construida de las ciudades contemporáneas.
Gran parte del diseño urbanístico que se aplica en el mundo sigue los principios del modelo tecnocrático de la Carta de Atenas. Es un modelo homogéneo, de talla única, que aporta soluciones simples a las presiones del crecimiento. Su aplicación ha dado lugar a una fragmentación funcional del espacio urbano en zonas industriales, deportivas, residenciales o de negocios, a menudo separadas por vías rápidas que, en lugar de comunicar, separan. Existe un consenso emergente entre los urbanistas sobre la necesidad de revisar las soluciones formales que promueven la segregación y el aislamiento para favorecer un urbanismo por agregación que facilite entornos más elásticos y permeables al cambio.
Actualmente las ciudades se crean y se recrean a un ritmo más rápido y a una escala mayor que nunca. Desde sus inicios, el proyecto Urban Age ha captado la variada dinámica de tales cambios. Las diferentes voces de este libro dan cierta textura a los efectos que ejercen estos cambios sobre las personas, los lugares y el medio ambiente de ciudades de todo el mundo. Pese a la creciente complejidad y especificidad de la condición urbana, se da una uniformidad genérica en las realidades espaciales, arquitectónicas y urbanísticas que se construyen sobre el terreno. El siguiente ensayo explora los orígenes de estos modelos, presenta una crítica a su rigidez y falta de complejidad y esboza un urbanismo más incremental y flexible que aborde la indeterminación del cambio urbano.
Los rascacielos distribuidos a intervalos regulares, separados por espacios muertos y amplias calzadas, divididos en zonas funcionales rígidas —centros de negocios, zonas industriales, parques comerciales y de ocio, distritos administrativos, barrios residenciales—, definen muchos paisajes emergentes de ciudades nuevas o existentes. Songdo en Corea del Sur, Gurgaon en India y Kigali en Ruanda poseen muchas de estas características, igual que las ciudades dormitorio de la periferia de Estambul, Ciudad de México y Kuala Lumpur. Incluso la megarregión metropolitana de Jing-Jin-Ji, de planificación centralizada, que acoge a ciento veinte millones de personas en los alrededores de Pekín, se basa en un lenguaje visual, espacial y funcional que se ha vuelto familiar, e incluso común.
Así pues, ¿de dónde proceden estas ideas y por qué son importantes? Su origen se remonta a un modelo ideológico y espacial de hace al menos ochenta años. Fuera de la profesión arquitectónica, la Carta de Atenas es un documento relativamente oscuro. Concebida en 1933 en el crucero SS Patris, en ruta hacia Atenas, por el Congrès International d’Architecture Moderne (CIAM) —un grupo de elite de arquitectos y urbanistas modernistas, formado mayoritariamente por hombres occidentales, que se reunieron regularmente entre 1928 y 1959—, la Carta es un manifiesto para la ciudad funcional. Altamente influida por el tratado anterior de Le Corbusier sobre la Ciudad Radiante y sus propuestas para el Plan Voisin de París, las noventa y cuatro recomendaciones de la Carta no se publicaron en inglés hasta el final de la Segunda Guerra Mundial en 1946.
El Plan Voisin se diseñó para “salvar la ciudad industrial del desastre”. Como otras ciudades importantes de Europa y Estados Unidos, París se había convertido en una megalópolis superpoblada. En 1861 su densidad máxima era similar a la de algunos distritos actuales del centro de Shanghai. La velocidad y la escala de la ola de urbanización del siglo xix fueron menos pronunciadas que las que estamos presenciando a principios del siglo xxi. Los centros industriales en expansión de Londres, Liverpool, Glasgow, Chicago y Nueva York concentraron la nueva clase obrera urbana en unos barrios sin servicios, en los que vivían familias enteras en una habitación, el trabajo infantil era algo común, la esperanza de vida entre los hombres jóvenes era muy inferior a los treinta años y el humo del carbón envenenaba la atmósfera. Diferentes épocas, lugares y escalas, pero unas condiciones ambientales y humanas que no difieren mucho de las de los barrios marginales de Bombay, Nairobi o Yakarta.
En la década de 1920, los barrios céntricos como el de Marais de París estaban congestionados y plagados de enfermedades. La salud pública era una gran preocupación. La generación emergente de arquitectos y urbanistas respondió a este problema con nuevas y radicales soluciones inspiradas en la era de la máquina: electrificación masiva, automóviles, construcción industrializada y ascensores. La visión de Le Corbusier aprovechó al máximo las nuevas tecnologías para mejorar la calidad de vida de los habitantes de las ciudades. Sustituyó una amplia sección de islas densas preindustriales con una falange cuadriculada de dieciocho bloques de pisos cruciformes, espaciados regularmente en un vasto campo urbano verde. El aire fresco podría circular a través de las ventanas abiertas. Cada habitante tenía vistas y acceso a luz natural. Los coches y los peatones circulaban eficientemente a diferentes niveles, de modo que el plano inferior quedaba libre para el tráfico rápido. La gente vivía en pisos tranquilos, bien iluminados y modernos, lejos del ruido y los malos olores de la industria y el tráfico intenso.
Mientras que Le Corbusier se hizo famoso por reclamar la “muerte” de la calle oscura e insalubre en forma de corredor de dos lados, que representaba las carencias de la ciudad preindustrial, la Carta iba mucho más allá. “El caos ha entrado en las ciudades”, declaraba, pero podría domarse. Desplegando un conjunto de instrumentos técnicos e imponiendo unas normas urbanísticas estrictas, el nuevo orden urbano regulado y eficiente traería consigo unos sistemas urbanos más saludables, eficientes y productivos. Es un mensaje tan atractivo actualmente como lo fue para los urbanistas y políticos de mediados del siglo XX.
Ideología y forma
La Carta estaba redactada en un estilo accesible, en forma de manifiesto. Su paradigma tecnocrático era claro e inequívoco. Argumentaba que “las cuatro claves de la planificación urbanística son las cuatro funciones de la ciudad: vivienda, trabajo, ocio y transporte”, y que todas las nuevas ciudades deberían planificarse en consecuencia, eliminando de golpe la compleja estratificación de múltiples actividades que define la vida y las transacciones urbanas. Estipulando que “los bloques de pisos se sitúen con una gran separación entre sí de forma que se libere suelo para grandes espacios abiertos”, se eliminaba la calle y todas las interacciones humanas asociadas que fomentan el comercio y la cohesión social y generan una sensación de conexión. Para ser suficientemente modernas, la Carta recomendaba que “las calles se diferencien según sus funciones: calles residenciales, paseos marítimos, carreteras, vías rápidas”, y que “las intersecciones más transitadas deben diseñarse para el paso continuo de vehículos, utilizando diferentes niveles”, priorizando las necesidades de los vehículos rápidos por encima de las personas. Pese a su creencia colectiva en el progreso y la mejora social, los autores de la Carta eran inequívocos en su actitud hacia la pobreza concentrada: “Los barrios marginales insalubres tienen que derribarse y sustituirse por espacios abiertos”.
Un efecto secundario de la reducción funcional promovida por la Carta de Atenas ha sido la erosión del ámbito público. El potencial de transacciones cotidianas y encuentros no planificados ha disminuido, a menudo eliminando la esencia de la vida de la ciudad y mitigando la experiencia urbana cotidiana. Su aplicación ha fomentado la especulación del suelo y una creciente guetificación.
En conjunto, las noventa y cuatro recomendaciones de la Carta se resumen en una visión sincrónica de la ciudad, en la que la forma coincide perfectamente con la función, en la que los problemas sociales pueden resolverse con soluciones técnicas, en la que las personas que viven en condiciones de hacinamiento y superpoblación, sin servicios básicos, se alojan (voluntariamente o a la fuerza) en condiciones dignas con agua corriente y electricidad. Es una visión atractiva, fácilmente digerible y optimista de la ciudad eficiente, sin contradicciones desordenadas y abierta al futuro. Pero las ciudades no son máquinas. Son productos de la sociedad humana: indeterminados, imprevisibles y frágiles.
Es la certeza unidimensional de este enfoque, su fórmula “orientada a la solución”, aplicable a cualquier sitio, en todo momento, la que atrajo y sigue atrayendo a los líderes urbanos, los inversores y los urbanistas. Para un alcalde es mucho más fácil recalificar unos terrenos agrícolas para construir un parque empresarial o viviendas, por ejemplo, que dotar de nuevas funciones zonas ya existentes y urbanizadas, con unos patrones de propiedad y unos intereses creados establecidos. Es técnicamente menos laborioso instalar cables eléctricos y alcantarillas en terrenos vírgenes, aunque sean remotos e inaccesibles desde los emplazamientos donde se encuentran los centros de trabajo, escuelas, hospitales y tiendas. Para los constructores es más cómodo instalar sus diseños de pisos y oficinas “en serie” en emplazamientos que no estén limitados por la legislación vigente, los derechos de luz, las restricciones de densidad y los intereses de la ideología NIMBY (“Not in my backyard”).
Ha pasado casi un siglo, pero las prescripciones espaciales de la Carta definen en gran parte la realidad construida de las ciudades contemporáneas. Estambul y São Paulo siguen construyendo ciudades dormitorio en la periferia; muchas ciudades indias fomentan centros comerciales, parques empresariales y centros de atención telefónica periféricos; se idean nuevos centros de negocios espectaculares para New Cairo, Kigali y las ciudades nuevas de Kazajistán y Vietnam. Y Ciudad de México y Bombay siguen construyendo pasos superiores para conectar nuevos distritos monofuncionales. Pese a la importante inversión que se realiza en China y en Corea del Sur en infraestructuras de transporte público y de vivienda, el carácter de los barrios residenciales hiperdensos sigue siendo desconectado, anónimo y vacío de vida urbana cotidiana. Además de su separación funcional, muchos de estos proyectos están diseñados como enclaves, sistemas urbanos cerrados incapaces de asumir cambios incrementales, tipos de edificación inflexibles limitados por espacios públicos sin vida.
Un efecto secundario de esta reducción funcional ha sido la erosión del ámbito público. En consecuencia, el potencial de transacciones cotidianas y encuentros no planificados ha disminuido, a menudo eliminando la esencia de la vida de la ciudad y mitigando la experiencia urbana cotidiana. La estricta separación de funciones, la priorización del coche y la eliminación de lo indeterminado y lo inesperado han dado paso a un género urbano genérico que, efectivamente, impone un cierto orden, pero a la vez es inflexible y quebradizo, reduce el nivel de complejidad y niega el propio sentido de urbanidad y el potencial de la condición de ciudad.
Si bien la Carta termina con la exhortación de que “los intereses privados deben subordinarse a los intereses de la comunidad”, su aplicación ha fomentado la especulación del suelo y una creciente guetificación. Por ejemplo, el enorme complejo de oficinas de los años ochenta de Canary Wharf, al este de Londres, se concibió como un enclave recalificado que, si bien crea puestos de trabajo, está gravemente aislado de los barrios circundantes. En Buenos Aires, Puerto Madero sigue los mismos principios espaciales excluyentes, mientras que el proyecto olímpico “patrimonial” de Río de Janeiro se está convirtiendo finalmente en una urbanización segregada (escondida tras unos muros) en lugar de una parte de la ciudad abierta, conectada y diversa.
Muchas de estas intervenciones tipológicas, sobre todo las que tienen lugar en zonas del mundo de urbanización rápida, son un resultado directo de la legislación urbanística basada en la ideología de la Carta de Atenas. Las normativas de zonificación, que determinan la extensión y el tipo de urbanización, promueven activamente la designación de zonas industriales, educativas, de ocio, comerciales y zonas francas segregadas, junto a los omnipresentes centros de negocios, barrios residenciales y centros comerciales. Distritos urbanos enteros del núcleo o la periferia de Kuala Lumpur, Yakarta, Nueva Delhi y São Paulo se organizan en sectores funcionales diferenciados, con frecuencia separados por amplias vías rápidas, rotondas de proporciones heroicas y grandes extensiones de aparcamientos en superficie. Mientras que los nuevos suburbios residenciales de Shanghái, Shenzhen y Cantón proporcionan viviendas modernas a la clase media china emergente, los bloques de pisos repetitivos ampliamente espaciados generan una falta de márgenes activos junto a las carreteras de gran tamaño, y su carácter diurno sin vida está determinado por las normativas municipales concebidas en la época posterior a la Segunda Guerra Mundial.
Replantear el debate urbano
Las condiciones y las fuerzas que configuran el entorno urbano han cambiado drásticamente desde mediados del siglo xx. El aumento exponencial de la urbanización y la globalización, el fuerte ascenso de la migración y el crecimiento informal, los efectos transformadores de las nuevas tecnologías de la información, el impacto sobre el cambio climático, la conciencia de la escasez de recursos y el profundo aumento de la desigualdad han afectado a la dinámica del crecimiento urbano. Ante un conjunto tan complejo e interconectado de causas y efectos, existe un paradigma reduccionista que interpela a cualquiera que tenga la responsabilidad de “hacer lo que es debido”. En esta ideología, las ciudades se consideran “problemas” que hay que “solucionar”, en lugar de unos metabolitos frágiles que hay que modelar, dirigir y cuidar. Es el paradigma, y no solo las soluciones, lo que debe plantearse.
El tiempo es fundamental para el crecimiento urbano [véase Sennett, p. 128-35]. Deben pasar generaciones para construir la profundidad y la riqueza espaciales, sociales y culturales que hacen que las ciudades atraigan flujos de personas, bienes, dinero e ideas. Igualmente importante es la capacidad del tejido edificado de una ciudad para absorber la rotación urbana y adaptarse. Desde su concepción en 1811, la tipología de cuadrícula y de construcción de Manhattan, en Nueva York, ha mantenido una variedad de actividades, desde almacenes industriales hasta viviendas sociales, estudios de artistas, bancos y casas de moda. La transformación del paseo marítimo de la ciudad se debe tanto al diseño resistente de los edificios y la forma urbana como a las políticas de recalificación del alcalde Bloomberg. El éxito comercial y popular del High Line se basa en una intervención relativamente sencilla consistente en adaptar una línea ferroviaria en desuso. El efecto democratizador de la distribución de las calles de Manhattan ha sido fundamental para aumentar la capacidad de reacción de la ciudad ante los choques radicales que han sufrido sus sistemas económico, social y estructural durante un cierto periodo. Sin embargo, pese a los retos de la gentrificación y de los precios inmobiliarios exorbitantes, Nueva York no se divide en comunidades cerradas inaccesibles; se mantiene, espacialmente, como una ciudad abierta.
Ante un conjunto complejo e interconectado de causas y efectos, hay un paradigma reduccionista que interpela a cualquiera que tenga la responsabilidad de “hacer lo que es debido”. En esta ideología, las ciudades se consideran “problemas” que es preciso “solucionar”, en lugar de unos metabolitos frágiles que hay que modelar, dirigir y cuidar. Es el paradigma, y no solo las soluciones, lo que debe plantearse.
La famosa cuadrícula diagonal de Barcelona, con esquinas en forma de chaflán, implementada por Ildefons Cerdà entre mediados y finales del siglo xix, también ha superado la prueba del tiempo. Desarrollada por un ingeniero para fomentar la expansión de la ciudad y alojar a la emergente clase media, la estructura urbana se ha intensificado y enriquecido durante los últimos dos siglos, pero el paisaje urbano básico ha seguido igual, infinitamente adaptable al cambio. En el momento de redactar este documento, la alcaldesa de la ciudad explora formas de transformar conjuntos de nueve manzanas Cerdà del centro de Barcelona —de tres islas por tres islas— en zonas sin coches para adaptar la ciudad del siglo xix, concebida para los carros de caballos, a un modelo contemporáneo de urbanismo que reduce el tráfico y la contaminación y maximiza la sociabilidad.
La famosa cuadrícula diagonal de Barcelona implementada por Ildefons Cerdà también ha superado la prueba del tiempo. Desarrollada por un ingeniero para fomentar la expansión de la ciudad y alojar a la emergente clase media, la estructura urbana se ha intensificado y enriquecido durante los últimos dos siglos, pero el paisaje urbano básico ha seguido igual, infinitamente adaptable al cambio.
Londres ha seguido un proceso similar de adaptación metabólica a lo largo del tiempo, pero desde un punto de partida diferente. La primera megalópolis del mundo no tuvo nunca una planificación urbanística. Creció orgánicamente desde su antiguo núcleo romano, conectando primero pueblos rurales y después absorbiendo grandes fincas de terratenientes aristócratas en el período georgiano, antes de llegar a tener más de ocho millones de habitantes al inicio de la Segunda Guerra Mundial. Detrás del “desorden” urbano de Londres subyace una estructura espacial que se dobla y cede en respuesta a un cóctel muy británico de presiones del mercado, ambición colectiva y sentido de la justicia. Tanto es así que algunas de las políticas urbanísticas del alcalde de Londres se han descrito como “catch and steer”, o “capturar y dirigir”: un enfoque de diseño que cartografía y valora los activos urbanos existentes (pubs, viviendas, ríos, zonas de paso junto a los canales, estructuras industriales en desuso) como el punto de partida de un enfoque de la adaptación urbana basado en la técnica del collage que defienden estudios de diseño emergentes como Assemble, Witherford Watson Mann y East Architects. No obstante, al mismo tiempo Londres ha sido objeto de intervenciones radicales, financiadas en parte por capital extranjero, que han desfigurado literalmente la escala y el carácter de algunas de sus comunidades urbanas más frágiles, que se extienden desde la Isle of Dogs hasta la zona ribereña que sobresale a lo largo de la orilla sur del río Támesis.
En este contexto, la remodelación en curso de una gran área del este de Londres, galvanizada por los Juegos Olímpicos de 2012, ofrece un enfoque más maleable de un plan maestro urbanístico, un modelo “anti-Carta”, en efecto. Impulsada por la ambición política de paliar una de las desigualdades espaciales más duraderas de la ciudad —el profundo desequilibrio entre el oeste relativamente rico y el este marginado de Londres—, la visión del proyecto se enmarcó en un proyecto a largo plazo (entre veinticinco y treinta años), con un plan abierto y flexible que podría —y debería— adaptarse a diferentes usos y formas de construcción a medida que las circunstancias cambiasen y evolucionasen. Desde el primer momento, este proyecto, con una financiación pública de 10.000 millones de dólares, se diseñó para que fuera incremental y no un ejemplo estático de urbanismo rígido, en el que, como en la Carta, la forma coincide perfectamente con la función.
Con más de treinta y cinco enlaces nuevos —puentes, carriles bici, zonas peatonales y orillas de los canales—, el antiguo depósito ferroviario, que hacía décadas que se había quedado aislado de la ciudad, se ha reincorporado al tejido del este de Londres. De forma intencionada, este nuevo pedazo de la ciudad —como gran parte de Londres— no se divide en zonas funcionales separadas. Hoy en día es posible caminar, ir en bicicleta o conducir por una parte extensa de la ciudad que históricamente había dado la espalda a su entorno. Solo se han conservado algunos equipamientos deportivos olímpicos, el Aquatics Centre, el velódromo y el estadio principal, que se han destinado a actividades cívicas y no olímpicas. El cavernoso complejo del Media Centre, que normalmente queda abandonado cuando el circo olímpico desaparece de la ciudad, se transformó en un centro de empleo tecnológico que ofrece miles de puestos de trabajo nuevos, muchos de ellos disponibles para los vecinos de la zona. Todos los demás equipamientos deportivos se diseñaron como estructuras temporales, que se vendieron y se trasladaron a otros lugares o bien se reciclaron una vez terminados los juegos, evitando el despilfarro de dinero, materiales y terrenos.
La posibilidad de adaptación posterior fue un factor fundamental del proyecto en múltiples escalas. Los puentes peatonales de grandes dimensiones, diseñados para el paso de cientos de miles de visitantes durante las semanas de los Juegos Olímpicos, se desmantelaron y se redujeron a una escala urbanísticamente más asequible para los nuevos habitantes de la zona. La Villa Olímpica se convirtió en viviendas de alquiler asequibles y privadas que actualmente acogen a más de diez mil personas en una parte de Londres donde se da una carencia de vivienda. Las casas adosadas y los bloques de pisos con patio se han dispuesto a lo largo de las calles y se han dispersado en diferentes agrupaciones, en vez de concentrarlo todo en una sola zona residencial de bloques uniformes, lo que refleja la naturaleza orgánica del ADN urbano de Londres.
Los diseñadores, promotores, inversores y responsables políticos se enfrentan a decisiones cada vez más difíciles sobre cómo intervenir en los paisajes físicos y sociales urbanos cambiantes. ¿Cómo puede mantenerse el ADN de la ciudad cuando sufre transformaciones profundas? ¿Para quién es la ciudad? ¿Cómo conciliar los intereses públicos y privados? Los urbanistas de Londres, París, Barcelona, Hamburgo y Nueva York se enfrentan a las mismas preguntas que los líderes urbanos de las ciudades africanas, latinoamericanas y asiáticas.
Más de cincuenta mil personas vivirán finalmente en esta zona cuando concluya el proyecto, hacia 2030. Cada barrio tiene —o tendrá— una escuela local y nuevas instalaciones sanitarias y cívicas, además de acceso al primer parque nuevo de Londres en más de un siglo. Para confirmar la naturaleza resiliente y flexible del plan, se ha reconfigurado una zona atractiva del lado del canal, destinada inicialmente a oficinas, como un barrio de las artes, que aportará universidades, museos y espacios escénicos a un lugar poco apreciado del este de Londres, una novedad que habría parecido inconcebible una década antes de los juegos de 2012.
El legado de los Juegos Olímpicos en Londres es un proyecto en curso, aún abierto. Quizás este sea uno de sus puntos fuertes. Pero el proyecto ha recibido fuertes críticas. La gentrificación y el aumento de los precios inmobiliarios han tenido un claro impacto y, a pesar de las cifras favorables, el debate sobre quién ha salido ganando en cuanto a empleo, salud y bienestar continúa. Desde una perspectiva urbanística, constituye un cambio notable en el paradigma de la creación de ciudades. Se trata de un ejemplo de urbanismo por agregación, en lugar de ruptura, que genera un marco de crecimiento sin ser excesivamente prescriptivo, basado en el Londonness o carácter londinense de Londres, así como la cuadrícula de Manhattan y el Eixample de Cerdà han interpretado y moldeado la dinámica del cambio en Nueva York y Barcelona durante muchas generaciones.
Estos ejemplos pueden compararse con iniciativas de otras ciudades de todo el mundo. En Europa, la extensión de Hamburgo hacia el puerto abandonado del río Elba ha dado origen al nuevo barrio de HafenCity, donde se abre una mezcla de edificios (residenciales, culturales y comerciales) en unas calles tradicionales y unos espacios públicos bien diseñados. El barrio de Orestaden de Copenhague aporta un desarrollo de alta densidad y diverso en una zona periférica actualmente bien comunicada por el transporte público. Ambos proyectos se basan en unos planes maestros relativamente abiertos, en los que los tipos, usos y densidades de edificación no están predeterminados, sino que se revisan y modifican según las realidades económicas, sociales y ambientales cambiantes. Partiendo de la experiencia positiva de muchas ciudades latinoamericanas desde finales de la década de 1990, la reciente iniciativa Reinventer Paris es un ejercicio imaginativo de acupuntura urbana en que proyectos individuales, como un albergue para inmigrantes, viviendas protegidas y espacios públicos, se sitúan en ubicaciones estratégicas para abordar la larga división social de la capital francesa entre el núcleo central rico y la periferia más marginada. [Véase Missika y Waller, p. 343-50].
Los autores del mundo feliz de la Carta de Atenas habrían considerado estos proyectos inimaginables. La falta de una visión moderna global, moldeadora y transformadora, en la que se elimina lo antiguo para dar paso a lo nuevo, se habría visto como un signo de debilidad por parte de los líderes urbanos, ante la oportunidad única de implantar unos cambios perdurables. En realidad, los autores no tendrían motivos para preocuparse. Los ejemplos más sutiles y flexibles de intervención urbana todavía constituyen un pequeño porcentaje de la construcción que se realiza. El modelo de talla única sigue siendo dominante, ya que aporta soluciones simples a las presiones del crecimiento y la rotación urbana.
Los diseñadores, promotores, inversores y responsables políticos se enfrentan a decisiones cada vez más difíciles sobre cómo intervenir en los paisajes físicos y sociales urbanos cambiantes. ¿Cómo se puede mantener el ADN de la ciudad cuando sufre transformaciones profundas? ¿Para quién es la ciudad? ¿Cómo conciliar los intereses públicos y privados? ¿Quién paga y quién gana? Los urbanistas de Londres, París, Barcelona, Hamburgo y Nueva York se enfrentan a las mismas preguntas que los líderes urbanos de las ciudades africanas, latinoamericanas y asiáticas, aunque los niveles de pobreza y los requisitos de infraestructura social sean de un orden de magnitud diferente. Sin embargo, las soluciones de diseño y de urbanismo, a menudo importadas a través de despachos profesionales y consultores internacionales, ofrecen unos remedios notablemente similares, cuyas raíces se remontan a mediados del siglo xx [véase Mehrotra y Vera, p. 222-9].
Desde 2005, el proyecto Urban Age proporciona una visión específica sobre la forma como cambian las ciudades, centrándose en las interacciones entre el aspecto físico y el social. A través de esta perspectiva, el proceso de urbanización parece incompleto, desordenado y orgánico. Sin embargo, muchas soluciones implementadas sobre el terreno son prescriptivas, finitas y rígidas. Para hacer frente a este desequilibrio, existe un consenso emergente entre los urbanistas sobre la necesidad de reexaminar y replantear los supuestos que fundamentan las prácticas urbanísticas en todo el mundo. Habría que cuestionar la separación funcional estricta de las actividades a favor de la agrupación de actividades múltiples en densidades más elevadas en lugares bien conectados. Sería preciso revisar las soluciones formales que promueven la segregación y el aislamiento a favor de entornos más elásticos que toleren la heterogeneidad y acepten el cambio. La creación de ciudades debería abarcar un marco temporal más amplio, con una abertura en el pasado y la anticipación de un futuro incierto.
En definitiva, el proyecto Urban Age reconoce que la urbanización es un proceso necesariamente abierto que es a un tiempo iterativo e incompleto. La comprensión de las prácticas urbanas actuales indica que es preciso alejarse de la rigidez del modelo tecnocrático y genérico modernista heredado de la Carta de Atenas, para acercarse a un urbanismo más abierto, maleable e incremental que reconozca el papel del diseño, el tiempo y el espacio para conseguir que las ciudades sean más habitables.
Publicaciones recomendadas
- Shaping cities Phaidon, 2018
- The endless cityPhaidon, 2016
- Living in the endless cityPhaidon, 2013
El boletín
Suscríbete a nuestro boletín para estar informado de las novedades de Barcelona Metròpolis