“Quería mostrar la Barcelona de quienes lo tienen más difícil”
- Entrevista
- Pliego de cultura
- Mayo 20
- 14 mins
Belén Funes
Belén Funes es directora de cine. Su primera película, La hija de un ladrón, ha sido galardonada, entre otros, con el Goya a Mejor Dirección Novel y el Gaudí a Mejor Película en lengua no catalana. En su ópera prima, Funes narra un fragmento de la vida de Sara (Greta Fernández), madre soltera de veintidós años que aspira a algo que ella llama “una vida normal”: un hogar para su hermano pequeño y su bebé, un empleo para llegar a fin de mes y tal vez volver con su exnovio y padre de la criatura para formar una familia sin que su propio padre, un criminal acabado de salir de la cárcel, lo eche todo a perder.
Formada en la ESCAC, Belén Funes (Barcelona, 1984) encabeza una nueva ola de cineastas catalanas, mujeres y jóvenes. Como directora de cine, ha decidido enfocar su mirada hacia la otra Barcelona, la de los márgenes. La hija de un ladrón es una obra profundamente política, sobria e inteligente que marca un nuevo estándar para el futuro del cine social en nuestros lares al contagiarlo de la mejor tradición europea de autores como Ken Loach o los hermanos Dardenne. Hablamos en el Bar Amsterdam de Ciudad Meridiana, una localización que aparece en el filme, justo al salir de la parada de Torre Baró y al lado del piso de protección oficial en el que vive el personaje de Sara. Igual que en su cine, en el discurso de Funes se mezclan la realidad y la ficción, y la visión de qué debería mostrar una cámara concuerda con su idea política de cómo debería ser el mundo.
No recordamos películas que se desarrollen en Ciudad Meridiana. ¿Tienes alguna relación personal con el barrio que explique esta elección?
Crecí en Ripollet y venía muy a menudo a Ciudad Meridiana a visitar a gente que se había mudado aquí. A parte de esta relación personal, quise situar la acción de la película aquí porque me gustaba lo que transmite este barrio, estos edificios tan altos que expresan estéticamente la solidaridad vecinal que vemos en la película. Además, quería mostrar una Barcelona distinta de la que solemos ver en el barrio de Gracia o en el Paseo de Gracia: es una Barcelona muy legítima, pero no es la única que existe.
¿Echabas de menos algo en el cine español que hayas logrado mostrar con tu película?
Tengo referentes muy importantes del cine social español. Barrio (Fernando León de Aranoa, 1998) es una película que me encanta. También me entusiasman Días contados (Imanol Uribe, 1994) o Historias del Kronen (Montxo Armendáriz, 1995). Me apetecía hacer una película en espacios que aparentemente no son cinematográficos y que no acostumbramos a ver en el cine, a pesar de que forman parte de nuestras vidas. Me atraía la idea de que la acción de una película transcurriera en los márgenes de la ciudad porque me parecen territorios inexplorados y muy interesantes. A parte de la amabilidad de la gente, de cómo nos recibieron y nos ayudaron a hacer la película, Ciudad Meridiana es un lugar muy interesante para vivir y muy bonito.
¿Qué has descubierto sobre este barrio mientras hacías la película?
He descubierto lo mismo que he intentado plasmar: existe un tejido social que a la gente le sirve de colchón cuando tiene problemas. Yo había escrito una serie de conflictos en un guion, y al venir aquí me di cuenta de que todo era verdad, que todo ello estaba ocurriendo. Este país ha sufrido una crisis salvaje: determinados estratos sociales que eran de clase media se han convertido en clase superviviente. De pronto, vi que todo esto es real, que todavía ocurre y que en muchos lugares la situación solo es sostenible gracias al apoyo vecinal.
¿Es política la decisión de mostrar esta Barcelona?
Su fundamentación es política: la inquietud de mostrar la Barcelona de quienes lo tienen más difícil. Habíamos llegado a un momento en el que parecía que el cine catalán era sinónimo del cine de Cesc Gay. A mí me encantan sus películas, En la ciudad me flipa. Pero este cine muestra un estrato social completamente distinto del que yo quería mostrar. Había cineastas que se movían por unos ambientes determinados y me apetecía ir a otros espacios. Coincido mucho más con la forma de escoger localizaciones de directores como Isaki Lacuesta o Isa Campo, y quería hacer un retrato de esta otra gente.
“El concepto de normalidad cambia según con quién hables. Lo que es normal para nosotros —techo, familia, empleo— es toda una epopeya para personas como Sara”.
En la película, cuando esta “otra gente” debe definirse a sí misma, lo hace diciendo que son “gente normal”.
Esto nace de un momento muy emocionante para mí, de cuando vi Rosetta (1999) de los hermanos Dardenne. Hay una secuencia en la que la protagonista está en la cama y se dice a sí misma que su nombre es Rosetta, que tiene un amigo y que es normal. Me impresionó mucho ver a aquella niña que lo único que quería era la normalidad, y me hizo pensar en qué quería decir ser “normal”. El concepto de normalidad cambia según con quién hables y por dónde se mueva. Me di cuenta de que lo que es normal para nosotros —tener un techo, una familia y un empleo— es una epopeya para mucha gente como Sara, la protagonista de mi película. Existe un muro alrededor de la clase media que no deja entrar a mucha gente, se ha vuelto casi infranqueable. Eso es lo que Sara se repite como un mantra todo el rato para ver si así, a base de repetírselo, su vida termina siendo normal. En realidad, su vida es extraordinaria en el mejor y en el peor de los sentidos. Este personaje tiene unas aspiraciones tan pequeñas que a mucha gente le pueden parecer insignificantes, pero para mí expresaban todo el peso del momento que nos ha tocado vivir.
¿Los discursos que dicen que ya hemos superado la crisis no tienen nada que ver con lo que has observado?
Ni con lo que he observado, ni con lo que me explica la gente, ni con lo que se vive en el barrio de mis padres, ni con nada. La crisis, ni ha terminado ni terminará pronto, y solo ha servido para que las clases que ya tenían problemas tengan todavía más.
¿La gente de Ciudad Meridiana se siente dejada de lado por Barcelona?
No he podido hablarlo con ellos, pero si pienso en mi pueblo, Ripollet, que es una localidad de 46.000 habitantes que no tiene ni estación de tren y para cogerlo hay que ir a Cerdanyola… Si eso no es tener a una parte de la gente abandonada, ya me dirás tú qué es. En este gran sistema que es el capitalismo, el centro lo ocupan unos pocos mientras la mayoría se queda en los márgenes. Esto se ve en términos de movilidad e infraestructuras, pero también en términos sociales. Se abandona a mucha gente porque no encaja en los cánones de macho hombre blanco y sus privilegios. Sara siempre repite que ella es normal, pero si la miras desde cerca en seguida te das cuenta de que esta chica es de todo menos normal. Tiene una discapacidad auditiva que no le impide hacer lo que tendría que hacer si no la tuviera, es madre soltera, tiene dos trabajos… Su épica es tan extraordinaria que da pena que diga que es normal. Debería decir “soy la puta hostia”.
¿Cómo construiste el personaje de Sara?
Para escribir a Sara nos entrevistamos con chicas que se habían encontrado en circunstancias similares. El momento clave fue cuando una chica que se había quedado embarazada en un centro de menores me contó que, cuando caía la noche y apagaban las luces, sacaba a su bebé de la cuna y se lo metía en la cama con ella. Eso no se puede hacer porque se supone que malcrías a la criatura, pero aquel era su momento favorito del día porque era cuando se sentía menos sola, las únicas horas que sentía que había alguien a su lado. Después de todo el día consumida por la angustia, era el momento en el que respiraba. Sentí que la película que estábamos haciendo era la de esa chica y aquel bebé. Empezamos a escribir la película a partir de aquella imagen. Luego apareció Greta Fernández, la actriz protagonista, le quemamos el pelo y, de pronto, ya era Sara.
“Me interesaba mucho que fuera el personaje quien te introdujera en su realidad, que no fuera el espectador quien la invadiera con su cámara y esperara dentro”.
El pelo quemado de Sara se ve mucho. ¿Por qué la filmáis tanto desde atrás, hasta el punto de que casi le vemos la nuca tanto como la cara?
De entrada, porque no me gusta mucho la idea de que todo deba filmarse desde la frontalidad. Me parece que deberíamos dejar eso de lado. Además, me interesaba mucho que fuera el personaje quien te introdujera en su realidad, que no fuera el espectador quien la invadiera con la cámara y esperara dentro. Era una forma de permeabilizar la realidad de Sara para que fuera ella quien explicara los lugares por los que se movía. Fue una decisión que se tomó con la directora de fotografía para mantenernos muy fieles al estilo y al personaje, para no violar su intimidad y que fuera ella quien nos dijera: “Ven, entra, yo te llevo”.
Una decisión importante de la película es que nunca conocemos del todo el mundo del que hablas. No se explica el pasado de Sara, qué pasó con su padre, con su exnovio… todo queda fuera de campo.
Rodé ese momento, pero luego no lo monté. Mientras lo filmábamos, todo el equipo notaba que algo chirriaba. Habíamos rodado una película que transcurría en el presente, y en cuanto llegué a casa lo tuve muy claro: esa secuencia no formaba parte de la película. La rodé porque era como un salvavidas. Si el espectador desconectaba y no entendía nada, podía ponerla; pero prefería no hacerlo. A los actores les expliqué todo lo que había pasado para llegar hasta aquí, porque, evidentemente, yo sí lo sé, y fueron muy valientes. Eduard me dio: “No te traiciones, si crees que podemos explicar la historia desde el presente, debemos ser fuertes. Si quedan lagunas o cabos por atar, formará parte de la decisión ética. El público está harto de ver imágenes e interpretarlas”.
Una de las secuencias importantes ocurre en un juicio y parece basada en hechos reales.
Me pasé unas cuantas mañanas en la Ciudad de la Justicia: los funcionarios te dejan entrar muy amablemente a los juicios con audiencia abierta. Pero la secuencia de la película nace de una conversación con nuestro abogado, que nos explicó que en los juicios siempre se produce un interrogatorio en el que suele aflorar la emoción de la gente. Son preguntas muy íntimas, muy pequeñas, tan concretas que cuesta responderlas. Asistí a un juicio en el que obligaron a una chica a quitarse el bolso que llevaba antes de declarar. Que alguien te despoje de tus pertenencias para que hables… Me pareció increíble.
¿Cómo juegas con la fina línea que separa la ficción del documental?
Es el gran desafío de esta película: cómo mantener la sensación de realidad inventándotelo todo. En todo momento jugábamos a dejar las puertas abiertas para que entrara aire. La película está llena de gente que se interpreta a sí misma, desde limpiadoras hasta bármanes que también lo son en la vida real. Siempre utilizábamos localizaciones naturales. Solo una parte es inventada, y con el resto hacía falta ver si lo que inventábamos florecía en la vida real o no. Yo creo que todo floreció, pero podría haber muerto. Para un director, siempre es un reto jugar con estos híbridos, pero es la parte del cine que más me interesa.
¿Crees que el cine es una herramienta capaz de transformar la realidad, y la ficción la mejor herramienta para hacerlo?
“No hago documentales porque me parece un arte dificilísimo. Me asusta demasiado no tener a qué agarrarme”.
Yo haría documentales, pero soy demasiado cobarde. Me asusta demasiado no tener a qué agarrarme. No hago documentales porque me parece un arte dificilísimo. En cuanto al cine, no creo que pueda cambiar el mundo. Puede cambiar al espectador durante los minutos que dura una película, meterse en su cabeza y decirle “están pasando cosas y te las estoy contando”. A mí me ha pasado. Fui a ver I, Daniel Blake, de Ken Loach, y hay un momento en el que una mujer está en una asociación del estilo de Cáritas y se queja de que nunca hay tampones. Desde entonces, cada vez que se organiza el Gran Recapte [la campaña anual del Banco de alimentos en Cataluña], compro y doy tampones, ¡gracias a Ken Loach! Durante hora y media, el cine puede cambiar la percepción del espectador, levantarlo, conmoverlo, recordarle que están pasando cosas que quizás desconoce. Puede ocurrir que el cine cambie el mundo, como ocurrió con Rosetta, gracias a la que en Bélgica se hizo la llamada “Ley Rosetta” para la inserción de menores en situación de precariedad. Pero es difícil, muy difícil.
Amb l’auge de plataformes com Netflix, creus que l’audiovisual està virant cap a l’entreteniment i oblidant el compromís social?
Yo creo que se polarizará muchísimo. Tendremos cine de palomitas o de política disidente, sin punto intermedio. En el entretenimiento encontramos propuestas más trabajadas y otras que no lo están tanto, y estas últimas no me interesan. Hay toda una parte del cine que se esfuerza por conectar con el espectador y que al mismo tiempo quiere tratarlo como si fuera parte de la obra, no como un mero espectador. Esta es la parte que más me interesa del cine, con propuestas como Estiu 1983 (Carla Simón, 2018), que me encanta; y con otras todavía más arriesgadas, como El año del descubrimiento (Luís López Carrasco, 2020), u O que arde (Óliver Laxe, 2019), que está abierta a todo el mundo. En el futuro deberemos aprender a decidir cómo de abierta o cerrada debe ser la visión que nos dé el cine de la circunstancia que nos ha tocado vivir.
¿Qué piensas de la nueva hornada de jóvenes cineastas catalanas de la que formas parte?
“En el léxico de Sara no existe la palabra ‘feminista’. Pero claro que lo es: es una mujer fuerte y solidaria que se está emancipando de todos los hombres de su vida”.
Se me hace difícil sentirme parte de una ola. Yo me siento parte de un grupo de amigas, son todas colegas mías. Nos pasamos guiones, castings, colaboramos, ellas vienen a mis rodajes y yo voy a los suyos. No lo siento como una ola académica. Siento que son mis amigas y que son mis referentes, porque cuando tengo que fijarme en alguien, me fijo en ellas. Al mismo tiempo, es evidente que está pasando algo con el cine de mujeres. El otro día leía que este año la Berlinale se sostiene gracias al cine que están filmando las mujeres, que hacen las propuestas más interesantes. En Cataluña está pasando algo parecido gracias a la implementación de una política de género. Creo que la universidad tiene mucho que ver, porque allí eres un alumno, ni hombre ni mujer, y tienes unas notas y el género no es un factor determinante. Hemos empezado a empujar y tendremos que seguir empujando. A menudo me dicen que el personaje de Sara es muy feminista, y yo pienso que en su léxico ni siquiera existe la palabra feminista. Pero claro que es feminista: es una mujer con poder, fuerte, que cree en la sororidad y la solidaridad, y que se está emancipando de todos los hombres de su vida. Sara es uno de esos referentes que me gustaría llegar a ser y que posiblemente no seré porque carezco de su fuerza.
Una paradoja del cine social es que, a pesar de su voluntad transformadora eminentemente de izquierdas, muestra a gente como Sara y su entorno, personas y personajes que terminan votando a la extrema derecha.
Creo que la gente terminará votando a quien quiera. Jamás me atrevería a decir si un voto es válido o no. Pero veo un componente decididamente apolítico en Sara y en la gente como ella. Ya no creen en nada. Lo he visto con mis propios ojos: gente que no quiere votar porque no ve que ningún partido esté hablando de sus problemas y no se siente representada por nadie. Ahora está pasando: nos estamos olvidando de mucha gente. ¿A qué partido votaría Sara? Creo que Sara ni siquiera votaría, estaría trabajando. Forma parte de quienes no tienen tiempo ni de ir a votar.
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N115 - Mayo 20 Índice
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