Los públicos de la cultura, ¿invitados de piedra?
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- Abr 23
- 13 mins
La crisis de los públicos culturales ha convertido a los espectadores en un bien muy preciado. Los gestores se esfuerzan por seducirlos e incluso algunos espectadores reclaman ampliar sus atribuciones. En el argot de la gestión cultural, se ha pasado de las políticas de acceso —que la gente pueda ir al teatro— al acceso a los medios de producción —que pueda hacer cosas en escena—. Quizás la solución es que el público pase de invitado de piedra a autor de su propia historia.
Hace años que se habla de los públicos de la cultura. En este artículo, y por deformación profesional, se hará referencia mayoritariamente a los públicos de las artes escénicas, pero es una problemática que afecta a otras disciplinas artísticas (cine, música, artes visuales…). Y digo problemática porque a menudo se ha visto así, “el problema de los públicos”, como si el público tuviera un problema que no afectara a los demás agentes del ecosistema cultural, como los artistas o los gestores. Lo resumía así Jordi Oliveras, activista cultural y responsable del proyecto Indigestió, en una tertulia en 2015: “En ámbitos diferentes se repite la idea de que es necesario formar públicos para la cultura. Se hace desde el sector de los empresarios de la cultura y también desde algunos entornos de creadores, diciendo que es necesario transmitir a la gente las claves para poder relacionarse con la producción cultural. A menudo se dice que hay mucha producción y de calidad, pero que el problema es el público”.
Así pues, hace años que este tema ocupa numerosas jornadas profesionales, debates, políticas públicas, programas europeos, y artículos y comentarios en publicaciones especializadas y generalistas. Este año se cumplirán diez años de la creación, por parte del Instituto Catalán de las Empresas Culturales, del Área de Públicos, donde se diseñan y desarrollan estrategias de promoción de los públicos culturales (también llamada “creación de públicos”). Desde esta área se impulsan las subvenciones para actividades profesionales, cuyo objetivo es precisamente este, fidelizar e incrementar los públicos culturales en Cataluña.
Parece, pues, si tanto espacio ocupa, y tanta gente y tantos organismos se dedican a ello, que el problema es de los importantes. Y por lo que dicen los estudios, es una cuestión general (europea, al menos, no solo de aquí) y que no tiene que ver con las barreras económicas (no voy al teatro porque no tengo dinero), sino más bien de interés (no voy al teatro porque no me interesa o porque no tengo tiempo para ir, que es decir lo mismo, porque, a la gente que dice esto, nunca le faltan cosas para hacer).
Un ejemplo: a finales de 2022, desde Agost Produccions, organización especializada en la mediación cultural, realizamos un taller de sensibilización artística para alumnos de bachillerato de un centro educativo del barrio barcelonés de La Bordeta, que se acompañaba y se completaba con una salida al teatro, a ver un espectáculo creado y pensado para el público joven. Pues bien, todos los alumnos participaron en el taller (básicamente, porque tenía lugar en horario lectivo y estaban obligados), y poquísimos acudieron a la sala aquella noche, aunque el teatro les regalaba las entradas. De nuevo, esto no va de dinero. Es como si esos jóvenes de primero de bachillerato tuvieran algo grabado a fuego en su subconsciente que les decía “esto que me están diciendo no va conmigo”.
En este contexto, y para dar algunos ejemplos más, durante el año 2022 se celebraron un par de encuentros sobre públicos culturales en La Muriel, un espacio situado en el barrio de Gràcia que gestionan el actor Pau Roca y su compañía Sixto Paz. Lo que encendía la mecha de los debates era inevitablemente la crisis de públicos en los teatros después de la pandemia. Jaume Forés (de Núvol, el digital de cultura), presente entre el público, apuntaba que, antes de la pandemia, entre un 27 y un 28% de la población decía que, como mínimo, una vez al año iba al teatro. Tras la pandemia, este porcentaje ha descendido hasta el 20%. También entre el público, el emprendedor cultural Andreu Rami (del digital Teatre Barcelona) recordaba un dato demoledor que se desprende de la última encuesta del Instituto de Cultura de Barcelona: las artes escénicas interesan a un 6% de la población de Barcelona. Hay un 94% de la población de la ciudad que ni regalándole las entradas y poniéndole una alfombra roja va al teatro. El actor Pau Roca, desde la mesa de ponentes, afirmaba: “Yo hablo con muchos amigos que van poco al teatro, una o dos veces al año, y tengo la sensación de que no van porque la gente necesita ‘recuperar vida’”. Y seguía, “y esto ocurre principalmente por el reencuentro en los bares, en los restaurantes, en las salidas con amigos fuera de la ciudad…”. Sin embargo, Roca se mostraba optimista, y afirmaba: “Esta gente volverá”.
Según los datos de la Associació d’Empreses de Teatre de Catalunya, así ha sido: durante el primer trimestre de la temporada 2022-2023 se ha producido un incremento del 8% de espectadores (o, lo que es lo mismo, 700.000 espectadores más) respecto al mismo período de la temporada anterior.
La participación de los espectadores va desde los encuentros entre público y artistas hasta la implicación de los públicos en las programaciones de los teatros.
Paralelamente a este movimiento de promoción cultural por parte de la política y los agentes del sector, en esta última década ha habido un segundo movimiento de llamamiento a la participación de los espectadores. Roberto Fratini, profesor del Institut del Teatre, dramaturgo y teórico del arte, se pregunta a qué responde esta ola, que es altamente compartida y consensuada en la sociedad: “Participación se ha convertido en un sinónimo de interactividad, de capacidad de estar juntos, de fomentar un cierto tipo de unión, cercanía o proximidad; porque participación es sinónimo de socialización, sede de un fecundo intercambio de experiencias, opiniones y sensaciones; porque la ‘participación’ es incluso un fenómeno festivo”. Este movimiento participativo se ha concretado en mil y un formatos y propuestas que van, por citar algunos ejemplos, desde los encuentros entre público y artistas hasta la implicación de los públicos en las programaciones de los teatros, la creación de asociaciones de espectadores, la presencia de no profesionales en la escena o los espectáculos de creación comunitaria, como el proyecto La gata perduda de ópera comunitaria que ha impulsado el Liceu y que se pudo ver el pasado otoño con la participación de más de 350 vecinos del Raval.
En resumen, en esta “era de la participación” en la que estamos inmersos, los públicos (o no públicos) han pasado a ser usuarios. O en el argot de la gestión cultural, se ha pasado de las políticas de acceso (que la gente pueda ir al teatro) al acceso a los medios de producción (que la gente pueda hacer cosas en escena). Pero ¿todo esto es real? ¿Es un compromiso de verdad con los públicos?
I Congreso de Espectadores de Teatro
Durante el pasado otoño se celebraron en Barcelona dos eventos internacionales de cierta dimensión y originalidad que situaban al espectador y al ciudadano en el centro del debate. Por un lado, un congreso de espectadores de teatro, cuyo objetivo era recoger las inquietudes, los retos y los anhelos del público escénico. Es decir, un foro sobre los espectadores, pero haciéndoles hablar, sin que los filósofos, educadores, gestores culturales o artistas monopolizaran el debate. Y por el otro, el segundo evento destacado fue Culturopolis, unas jornadas internacionales organizadas por el Ayuntamiento de Barcelona para reflexionar y pensar acerca de los derechos culturales. Ambos eventos compartían una misma agenda política, que pasa de nuevo por la participación cultural de los ciudadanos, el reconocimiento de la diversidad, la creatividad, el acceso a las prácticas culturales… Pero detengámonos en lo que fue ese singular congreso sobre los públicos escénicos.
El I Congreso de Espectadores de Teatro, organizado por Àfora-Focus y celebrado en el teatro Romea entre el 24 y el 26 de octubre de 2022, reunió a unas cincuenta personas de todo el mundo con el objetivo de recuperar la energía colectiva tras la pandemia. El comisario del congreso, Pepe Zapata, empezaba diciendo que los espectadores siguen siendo los grandes desconocidos y un enigma que todo el mundo quiere desvelar. Aparte de las conferencias y los talleres de especialistas y profesionales de las artes escénicas que sirvieron de marco conceptual —Zavel Castro, Roger Bernat, Antonella Broglia, Toni Jodar, Katya Johanson y Antonio Monegal—, el plato fuerte eran las intervenciones de los espectadores-congresistas, organizadas en cinco mesas de debate, y la lectura del Manifiesto de Barcelona de los espectadores de teatro, que elaboraron durante las sesiones de trabajo en línea previas a la llegada a Barcelona. Todos los materiales están disponibles en la web del Congreso.
Las mesas de debate demostraron que hay múltiples maneras de participación de los espectadores en el acto escénico, al tiempo que también se reivindicó el espectador que solo quiere ser receptor, que compra la entrada, va al teatro y regresa a su casa. Quizás faltó incluir este perfil de espectadores (que es de largo el más común) en el propio Congreso, para validar y reconocer su práctica y, de este modo, conectar con el pulso mayoritario de la sociedad.
Si tuviéramos que resumir los contenidos de las experiencias expuestas, podríamos decir que se vieron dos grandes tipos de participación de los espectadores: una de carácter más cívico o político, y otra de carácter artístico. En ambos ámbitos, el margen de crecimiento es enorme y las instituciones deberían aguzar el oído para que todo esto pudiera seguir desarrollándose. Escuelas de espectadores, comisiones ciudadanas de programación o asociaciones de espectadores que organizan actividades son algunos ejemplos de prácticas que van en la línea de incidir en una mayor implicación del público en lo que quiere ver, en la formación y el aprendizaje continuo, y en la voluntad de tejer alianzas y relaciones entre espectadores, entre iguales.
Hay dos tipos de participación de los espectadores: una de carácter más cívico o político, y otra de carácter artístico. En ambos ámbitos, el margen de crecimiento es enorme.
Fue interesante la defensa del modelo de escuelas de espectadores, que a menudo se ha acusado de elitista, apelando al deseo de autoformación y autoorganización de los propios espectadores, por iniciativa propia y sin responder a ninguna agenda política. Entre los asistentes, en la platea del Romea estaba Laura Dulcet, de la Associació d’Espectadors de Teatre del Mercat Vell de Ripollet, que hace más de 25 años defendió la recuperación de un teatro abandonado y la gestión cívica de la programación, en un municipio donde la parte porcentual del presupuesto municipal que se destina a cultura es, por habitante, la segunda más baja de Cataluña. La asociación de espectadores de este teatro, junto con la asociación El Galliner de Manresa, vinculada al teatro Kursaal, son las iniciativas de programación escénica ciudadana más importantes del país.
En cuanto a las actividades de carácter más artístico, en las mesas redondas del Congreso destacaron ejemplos de actividades más o menos formales de encuentros entre público y artistas, la presencia de los espectadores en los procesos de creación y, finalmente, la participación en la cocreación de espectáculos. Roberto Sánchez Piérola, espectador de Perú, señalaba la importancia de la parte social de los espectadores cuando van al teatro por encima de la artística. La gente —decía— a veces tiene más ganas de compartir qué le ha pasado y cómo se ha sentido viendo una determinada propuesta que analizando o conociendo cómo se ha construido el espectáculo. El enfoque de las actividades que citaba este espectador peruano es singular, porque habitualmente la aproximación que hace el público hacia los espectáculos es muy intelectual o racional y, en cambio, él defendía una aproximación emocional, que claramente tiene menos reputación en el ámbito social.
El Congreso finalizó con la lectura del Manifiesto de Barcelona de los espectadores de teatro, que incluía algunas demandas concretas, pero sobre todo reflexiones y preguntas en torno a la identidad, la representatividad y el rol del público: “¿Qué relación queremos tener con los artistas? ¿Qué significa responder a un espectáculo? Como espectadora, ¿es interesante conocer al artista después del espectáculo? ¿Cómo podemos hacer que el público tenga un papel más activo?”
¿De qué males sufre el público?
Más allá de los estudios y los informes sobre los públicos de la cultura, y según la experiencia en Agost Producciones de más de diez años en contacto con los públicos escénicos, podríamos decir que los espectadores sufren de algunos males (sobre todo cuando se relacionan con propuestas de creación contemporánea), y que esto explicaría el deseo de participación e implicación activa con el acto escénico.
Hace pocos días, en la revista Nativa se publicó un artículo del músico Kike Bela en el que se sincera así: “Como músico y creador de espectáculos, después de actuar nunca he tenido una charla nutritiva y crítica con los asistentes en torno a lo que acababan de ver”. ¿Por qué ocurre esto? ¿Cómo es posible que, a partir de una pieza artística, no pueda haber un diálogo constructivo? En el caso de las artes escénicas, una de las actividades estrella de participación del público son las charlas posfunción que se organizan después de los espectáculos entre la compañía y el público asistente. En la mayoría de los casos, la charla está mal diseñada, y esto provoca que afloren algunos de estos males. Básicamente, lo que sucede es que la relación sigue siendo jerárquica, en un momento en que el espectáculo ya ha terminado y que la obra ya no es del artista, es del público. El artista sigue ocupando el centro de la conversación y lo que normalmente hace es explicar la pieza, cómo se ha creado, qué es lo que pretendía decir… Además, el diseño está capado de facto, porqué ¿quién se atreverá a decirle directamente al artista algo negativo y en presencia de los espectadores-fans? Esto hace que el tono habitual de la conversación sea de adulación hacia la compañía, aparte de que el espectador habla utilizando grandes palabras para demostrar su cultura y ser escuchado por el resto. Exageraciones (pocas) aparte, ¿qué sentido tiene todo esto? Se lo preguntaban los espectadores del Manifiesto y, según parece, también los artistas.
¿Qué les ocurre a los espectadores? Si tuviéramos que elaborar un “retrato robot” del público de hoy, diríamos que es un conjunto de individuos (básicamente, mujeres) que asiste anónimamente a una sala para ver inmóvil y mudo lo que otros (políticos, gestores, artistas) han pensado para él y que sufre de varios males: no lo entiende, no se siente suficientemente intelectual, le gustaría ir más allá de la butaca y se siente utilizado (se le busca cuando se le necesita). Quizás la solución pasa por las iniciativas que se mencionaban en el Congreso de Espectadores, y por el hecho de que el espectador recupere terreno perdido en lo político (autogestión) y en lo creativo, que ha sido delegado a los políticos-gestores y artistas. De invitados de piedra a autores de su propia historia.
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