Las horas muertas
- Relato
- Oct 24
- 12 mins
Papá nos preocupa. No esperábamos que fuera a hacerlo. Nos lo había ido insinuando de tanto en cuanto, con segundas, esos subterfugios tan suyos, pero no le hicimos caso. En nuestra defensa, diré que nadie le hace demasiado caso a su padre cuando este acaba de jubilarse. Menos, aún, si se pasa el día en casa. Los jubilados son bombas de desestabilización familiar. El hombre no sabía cómo matar el tiempo y ahora nos preocupa, como iba diciendo.
Antes era previsible. Él venía de trabajar, maldita fábrica, leñe de trabajo, estoy harto de Sugranyes, cualquier día le diré quién soy, sí, sí que lo haré, y se quedaba adormilado frente a la televisión hasta la hora de la cena. Pero se acabó. Pasaban las primeras semanas sin Sugranyes ni diez horas diarias de maldita fábrica y Papá se arrastraba por casa como un muerto viviente. Hacía cosas, claro, ya contribuía, ya, pero maquinalmente. Pero es que ahora tiene un proyecto que nos asusta un poco.
A todos nos hubiese gustado que Papá empezara a pescar, como la mayoría de los jubilados de la calle. Pescar una trucha de una libra hace feliz a cualquiera menos a Papá. Además, debería haberse sentido orgulloso cuando el abuelo, el padre de Mamá, de repente lo había empezado a ver con otros ojos. Ahora lo consideraba uno de los suyos, del club de los mata-el-tiempo. Eso lo habilitaba para dar consejos de verdad, ya podía hablar de política con propiedad y, sobre todo, ya podía pescar truchas. Pero es evidente que Papá nunca había encontrado el sentido a las palabras tiempo libre, no sabía cómo abordarlas. En casa creemos que debemos buscar las causas en su pasado remoto.
Agotaba las horas en la parroquia del pueblo, la barría, pulía los metales nobles y lustraba los zapatos del rector. Si bien esto podría ser una afición, era más bien una actividad por eliminación.
Sabemos por nuestra tía, la hermana de Papá, que de niño no tuvo aficiones destacables u obsesiones, de las que salen a la luz cuando se rememora a alguien. Fuera de la escuela y de casa, agotaba las horas en la parroquia del pueblo, la barría, pulía los metales nobles y lustraba los zapatos del rector. Si bien esto podría ser una afición, era más bien una actividad por eliminación. No corría por las calles como los demás niños, no le interesaban los balones, ni las bicicletas ni las trampas para pájaros.
Creemos que tanta parroquia le modeló definitivamente el carácter. De hecho, la liturgia y el susurro parroquial podrían haber esculpido una afición real, Dios. Visto así, ahora ninguno de sus hijos ni yo misma tendríamos problemas con él, porque no existiríamos. Pero el camino del Señor se trastocó cuando le tocó ganarse el pan. Con apenas dieciséis años, recibió su primer sueldo como sereno de la fábrica de tapones de corcho, donde su abuelo tenía un cargo medio importante, y de esa empresa ya no se ha movido hasta su jubilación. Cincuenta años en la fábrica pasando por todos los cargos de abajo.
Mamá entró en la fábrica con dieciocho años. Dice que se enamoró de Papá porque lo conoció de noche, en la penumbra de la taquilla. Cuando ella salía de trabajar, tarde, porque limpiaba las instalaciones, y él ya estaba haciendo guardia. Cada noche, el equipo de chicas de la limpieza se perdía por las calles. Entonces Papá se encargaba de cerrar las puertas con llave. Una noche, Mamá y otra chica tuvieron que quedarse a hacer un par de horas extraordinarias. Al terminar, cuando iban a salir, vieron a aquel muchacho taciturno que, cosa rara, esperaba fuera de la taquilla. Como Mamá era moderna, fumaba, se acercó para pedirle una cerilla. La otra, que no era tan moderna, hizo mutis sin esperarla, y él, al ver venir a nuestra futura y querida Mamá, se refugió en su imperio de dos por un metros. Mamá, sin embargo, siempre calla aquí el relato de su enamoramiento con Papá. Ni los hijos, ni me parece que las pocas amistades que tienen tampoco, nadie, pues, sabe cómo progresó el idilio hasta el sí, quiero. Ya casados no hicieron ningún viaje. Él, aparte de hacerse construir la casa, solo destinó un sobreesfuerzo de horas para comprar el coche que desde entonces lo ha llevado y lo ha traído del trabajo: un Wick 145.
Por supuesto no nos ha faltado nunca nada, y se lo agradecemos. Papá no es de los que gastan en extras, pero ha procurado que lo tuviésemos todo cubierto. Hoy por hoy, él dice que si se ha acabado la fábrica también se han acabado el coche y lo demás. En fin, este “lo demás” está vacío de contenidos, porque no hay un “lo demás” real.
Hasta aquí no pasa nada. En casa, todos podemos hacer lo que queramos mientras no perjudiquemos al resto. Es tan grande la casa y la vida es tan cara, que aún no nos hemos emancipado. Mi hermana puede practicar claqué en su habitación y a unas horas determinadas. Mi hermano es un gran aficionado al boxeo y las pesas y a veces monopoliza el garaje. Y yo toco el violín de tres cuartos, todo en casa, pero Papá ha rebasado los límites. Mamá entiende que tiene que dejarlo en paz, porque, de hecho, es lo único que hace. Qué cantidad de cosas y cositas.
Si Papá nos contase qué hace y sobre todo por qué lo hace, por raros que fueran los motivos, es obvio que todos intentaríamos hacer un esfuerzo de comprensión. Lo queremos cosa mala, en bloque, porque el hombre ha sido y es un gran padre. Incluso, si quisiera, lo ayudaríamos. Sea como fuere, Papá ha decidido cerrar a cal y canto sus intenciones y eso agrava la inquietud familiar. Mira que solo necesitaríamos una reunión, nada, después de comer, y con cuatro palabras, conociéndolo, seguro que todos nos quitaríamos un gran peso de encima. Pero parece, podría llegar a ser, peligroso.
Al principio diré que fue curioso, casi divertido, dada la novedad. Lo que no entendíamos es por qué no había empezado en el garaje, que hay más espacio. Nuestro tío dice que no lo hizo allí porque no había calefacción. Todos opinamos a sus espaldas, con miedo de herirlo, de pisarle las intenciones desconocidas. No queremos, y también lo hacemos por Mamá, cortarle las alas que acaba de estrenar. Aun así, se mire por donde se mire, su única ocupación invade nuestras zonas, progresivamente, físicas y mentales. Ya he dicho que en casa cada cual hace lo que quiere. Por norma, ha habido un respeto por el espacio vital de los demás. Papá, esto tan básico, parece no entenderlo ahora. Solo por poner un ejemplo: la yaya Montse encontró el cajón de la máquina de coser lleno de bielas. Sus madejas y agujas de media aparecían en la despensa.
No lo sé. A veces comentamos mis hermanos y yo que Mamá es la única persona que no le da importancia. Hablando claro, ella tiene una habilidad única para teñir de normalidad todo lo que toca. Recicló los tapacubos para hacer escurridores, y aprovechó las gomas para construir unos balancines para las primas. Pero aún no sabemos qué hará Mamá con la carcasa; quizá una caseta para el perro, aunque solo tengamos un gato y los dos peces de mi hermana. Ahora lo principal es entrever los motivos de la operación. Queremos saber qué mecanismos ocultos operan en la mente de Papá, el hombre que desmonta el Wick 145 en el comedor.
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