La precariedad de los privilegiados
- Dosier
- Nov 19
- 15 mins
Son privilegiados, pero viven en precario. Son los que no tienen estabilidad laboral ni económica, y se apoyan en su vocación para aceptar trabajos mal pagados, con el privilegio de “tener lo básico y andar autoexplotándose”. Decirse a sí mismo “no, no puedo ni quiero”, podría ser una oportunidad de pasar de la queja a la conciencia, y de recuperar la libertad de creación aunque suponga volverse invisible.
–Sueño con las vacaciones. Es el único momento en que puedo ponerme al día y trabajar en lo que de verdad me motiva.
–Claro, eso no es trabajar.
Conversación con Sibila
Una mujer llamada Sibila[1] se quedó paralizada pensando en los trabajos que hacía. De ser uno, le habría proporcionado una respuesta clara a la pregunta “¿qué eres?”, un nombre con el que presentarse allí donde el trabajo se apropia de la identidad, una línea descriptiva en un perfil, una palabra tranquilizadora y concluyente: “Soy artista, investigadora, evaluadora, teleoperadora, gestora cultural, becaria, cuidadora, profesora, escritora, actriz, camarera, lectora...”. Hay momentos en los que Sibila teme que le resulte indistinguible lo abstracto de ese ser polifónico desde sus diversas prácticas y la excitación brutal de una vida imparable en tareas.
[1] Sibila es la protagonista de mi ensayo El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital (Anagrama, 2017). Este artículo está inspirado y parcialmente apoyado en las ideas desarrolladas en él.
A Sibila le dicen: “Tienes estudios y un techo. Eres una privilegiada, ¿de qué te quejas?”. Piensa Sibila que, efectivamente, ha podido estudiar y que a pesar de sus años sigue haciéndolo, mientras logra encadenar toda una diversidad de trabajos temporales, colaboraciones y tareas desdibujadas como empleo. Tareas que a veces tienen contrato y a veces no, que a veces están remuneradas y otras dicen estar pagadas con experiencia, visibilidad o prestigio. Si los empleadores son generosos, le darán un bello certificado con firma de verdad.
Sibila sabe pero prefiere no ahondar en cómo el capitalismo rentabiliza ese entusiasmo suyo que se ha convertido en carta de presentación de los trabajadores creativos, ese plus que ayuda al que contrata a diferenciar a quién está dispuesto a hacer más por menos, favoreciendo mantener los ritmos de la maquinaria productiva. La ansiedad es algo que Sibila lleva a solas, cuando siente que el tiempo de trabajo totaliza el que presuponía como tiempo de vida, que esa práctica plural a la que se dedica está construida de dispersión, agrado, sobreproducción competitiva y mucha precariedad, que con el capital simbólico no se come, que le cuesta rechazar, que lo que hace es cada vez más vacío, está más hueco, que corre el riesgo de quedarse en la pose, que no puede respirar.
Algunas personas aluden a esta como “la precariedad de los privilegiados” porque cuando se normaliza e hipervisibiliza la desigualdad extrema de quienes no tienen nada, privilegio pareciera ser “tener lo básico y andar autoexplotándose”. Esa precariedad vivible es la de quienes no tienen estabilidad laboral ni económica, y se apoyan en su vocación para aceptar trabajos gratis y agrandar currículum (esa cruel expectativa), fingiendo sentirse especiales mientras a solas se sienten frustrados y aplastados por el mundo. “Qué suerte tienes, dedicarte a lo que te gusta”, les dicen.
De los trabajadores intelectuales cabría esperar un posicionamiento de crítica social más activo, pero hoy los encontrarán angustiados por sus propios asuntos vitales.
Claro que la precariedad de quienes han podido estudiar está relacionada con esa otra que habla de la pobreza extrema, la marginación y la miseria que mata y sentencia. Pues el mantenimiento de la primera alimenta la parálisis de quienes están demasiado ensimismados en su vida laboral y personal y terminan por apagar su vida política, es decir, por desentenderse de los asuntos colectivos que asientan desigualdad. Porque de los trabajadores intelectuales cabría esperar un posicionamiento de crítica social más activo, un acompañamiento de responsabilidad colectiva, pero hoy los encontrarán angustiados por sus propios asuntos y vidas relativamente vivibles, torpes en la denuncia de esas otras vulnerabilidades de quienes no tienen en juego sus sueños sino su vida y su dignidad. La precariedad de “los privilegiados” es implacable porque anula los tiempos para la distancia crítica y los vínculos para una alianza reivindicativa.
El contexto neoliberal es un escenario idóneo, por cuanto incentiva la vida como una carrera individual y siempre competitiva donde pronto se deja de ver al compañero como aliado. Ayuda la sobreexposición constante en las redes, donde no es fácil mirar al de al lado estando nuestra vida creativa comprometida (y en ella el yo como marca) por el ahora online, escrutada veinticuatro horas. ¿Cómo soltarla de la mano si en ella descansa lo poco que moviliza con pasión esa vida precaria? Y si bien la maquinaria genera rápidas sensaciones de júbilo al compartir lo creado, también propicia la sensación de vulnerabilidad por exposición constante, de fracaso en directo, de imposibilidad, de disolución de la creación por caducidad extrema ante la implacable petición de actualidad, ingenio y novedad nunca saciada.
La desmesura sin tiempo
-¿Por qué no le has dicho que no puedes o que no quieres?
-He sentido que me iba la vida en ello y he aceptado.
Conversación con Sibila
Tiempo es lo que piden los dedos que teclean, conscientes de que lo necesitamos para responder a tanta demanda, y algo de más debiera quedarnos para seguir creando. Pero casi siempre gana el otro tiempo, el que piden las pantallas, las gestiones, las burocracias, las pequeñas tareas que multiplicadas llenan los días. Tiempo donde pagar el peaje de uso de tanto juguete social tecnológico, allí donde nos dejamos hacer, donde nos piensan y derivamos como adolescentes en un parque de atracciones.
Curiosamente, esta época en la que crece la sensación de falta de tiempo ante las demandas de trabajos precarios y vidas conectadas, es una época en la que cada vez se cobra menos. Ahora que todo se traduce numéricamente, los números también se han posicionado como el nuevo pago (no pecuniario). Números no canjeables por comida y casa, pero sí por visibilidad y, a veces, autoestima fugaz. Como si la posibilidad (también el deseo) de acumular más fuera un motor que nos mantiene alerta y motivados. Y esto ocurre al tiempo que crece la insatisfacción, porque la lógica exponencial de la red siempre pide más, aunque ese más solo suponga pasar de 2 a 4 likes o de 1.000 seguidores a 1.040. Así, la presión que sienten muchos entusiastas como Sibila se vuelve necesidad por estar y formar parte de la maquinaria. Pero también la maquinaria alimenta ese vínculo necesario como forma de insertar a las personas en el sistema, contabilizarlas para hacerlas operativas. Hacerlas operativas para poder pronosticarlas (solas y en conjunto).
Sin embargo, también ocurre ahora que el fracaso es objetivable y puede materializarse en secuencias de números cuando estos dejan de crecer y se estancan. Pero creo que en esa parálisis se esconde una forma de resistencia. La creación que logra libertad en su ejercicio no debiera temer recuperar su poder, incluso cuando esto supone ralentizarse, empequeñecerse o invisibilizarse a voluntad. No me refiero a un ejercicio de radical desconexión, sino a un posicionamiento libre desde una revitalizada agencia que nos permita usar frente a ser usados, socializarnos sin de-subjetivarnos en una lista de números o en la adherente masa online. Hacerlo frente a las fuerzas que atraviesan silenciosamente nuestras rutinas y hábitos en la vida cotidiana online, apropiándose no solo de nuestros tiempos, sino apagando lo que nos moviliza creativamente. Y me parece que dicha oscilación se apoya en la posibilidad de tener o no control subjetivo, control sobre la capacidad creadora.
Sucumbir a la idea de que solo los ricos pueden ser realmente libres para crear es algo a lo que cabe resistirse.
No es cosa fácil rechazar allí donde todo anima a aceptar, a sumar, a hacer sin descanso y, a ser posible, con entusiasmo. Si entonces alguien se dice a sí mismo “no”, que no puede, que no quiere, la cosa cambia. Porque este aparente fracaso frente al mundo podría ser una oportunidad de triunfo íntimo, al reconocer que necesitamos abandonarnos al tiempo vacío, al aburrimiento que nos permite salir del flujo del malestar y pasar de la queja a la conciencia, de la deriva a la concentración. No es cosa simple. Cierto que este posicionamiento no parece compatible con una vida sin dinero, sin trabajo remunerado. Pero sucumbir a la idea de que solo los ricos pueden ser realmente libres para crear es algo a lo que cabe resistirse.
Trabajo pagado
(…) debe ganar lo bastante para ser independiente de otro ser humano y comprar ese mínimo de salud, ocio, conocimientos, etcétera, necesarios para el pleno desarrollo del cuerpo y de la mente. Pero no más. Ni un penique más.(…) cuando haya ganado lo suficiente para vivir mediante su profesión, se negará a vender la mente por dinero.
Virginia Woolf (Tres guineas, 1938)
Me detengo a observar cómo un rico dice a Sibila: “Yo tengo dinero, pero tú tienes conflicto. Con el conflicto puedes crear”. Y Sibila piensa que de nada le sirve su conflicto si sigue cargando su espalda educada en el miedo. El miedo del pobre.
Porque la pobreza no solo ata una cuerda a la mochila de algunas personas, sino que las carga con piedras que animan a sucumbir a cada rato. Y creo que la superación de dificultades y las negativas para quienes se sienten subordinados por un sistema, son vividas como un plus de osadía y carácter que se ensalza por ser algo atípico y extraordinario. Como si las negativas que derivan del posicionamiento y la coherencia creativos solo fueran posibles desde la libertad de quien es rico o es valiente. ¿Dónde quedan los pobres temerosos o pusilánimes como Sibila? Me parece que esta osadía es algo construido, parte de un carácter alimentado especialmente en los roles masculinos de comportamiento, aquellos que han podido primar empleo frente a trabajo, vocación frente a responsabilidad, vida pública frente a vida privada.
Decir “no” tiene consecuencias. La primera, el malestar de aquel a quien se rechaza y la ruptura de un lazo posible para una red de apoyo futura. La segunda, la pérdida de visibilidad en un contexto donde nombre y prestigio se apoyan en ella.
Si Sibila fuera libre no tendría que ser valiente y diría que no sin mirar atrás. Pero si fuera libre quizá tendría un respaldo alimentado familiar y socialmente construido en años de autoconfianza o en dinero para vivir, y podría permitirse el lujo de ser más decidida en sus cosas, incluso de renunciar a muchas de sus cosas. Podría permitirse el sueño de desaparecer sin miedo y de hacer sin concesiones. Pero los pobres que han leído no siempre pueden fingir que no acumulan rencor. Las mujeres que han leído no siempre pueden fingir que trabajar con la mochila de la expectativa familiar no les importa. Quien más quien menos lleva su particular escalada larga y con frío frente a los caminos más lisos, a menudo más cortos, de tantos que se arropan en su mayor libertad o en sus linajes y, casi sin hacer, solo con ser, ya se les espera.
También decir “no” tiene consecuencias. La primera, el malestar de aquel a quien se rechaza y la ruptura de un lazo posible para una red de apoyo futura. La segunda, la pérdida de visibilidad en un contexto donde nombre y prestigio se apoyan en ella. Una visibilidad tiránica y exigente, actualizada constantemente, valiosa para quienes viven en la inestabilidad de necesitar ser vistos. Una visibilidad donde el escaparate ahora es inabarcable, alejada de los grupos acotados y reducidos de producción creativa de hace unas décadas, cuando los creadores podían contarse porque eran muy inferiores en número a la audiencia posible. Este contexto es anticipadamente un fracaso para toda visibilidad con pretensiones, pero es un escenario groseramente estimulante para un mundo creativo, donde la mayoría puede mostrar lo que hace. Parece que entonces es “la no contextualización de la expectativa” lo que frustra y duele, el engaño de una visibilidad como la de antes en un mundo como el de ahora.
De ahí que la visibilidad se comercialice con todo tipo de empresas que alimentan esta pretensión y la rentabilizan. Lo hacen mercantilizando al sujeto, ficcionando vidas, creando espejismos de influencia allí donde todo enfatiza la apariencia. Y claro que se corre el riesgo de dar por valioso algo sin conocerlo, meramente por estar en un lugar determinado. Cada vez más la mirada delega en el reducto de una portada o el posicionamiento algorítmico, despojando obras y autores del contexto de inmersión estética, crítica o política. Como si anulando, anticipando y creando la respuesta de quienes acceden a una obra, el éxito pudiera fabricarse con antelación por el mercado y el fracaso fuera el lugar de la acumulación entusiasta. En una entrevista en 1980 decía Foucault: “El nombre es una facilidad. […] Sueño con una nueva era de la curiosidad”.
Números no hacen palabras
Sibila es, como la mayoría hoy, trabajadora de la industria creativa y del conocimiento. Llama la atención sin embargo que estos trabajadores se presenten por un currículum no narrativo ni apoyado en el conocimiento adquirido, sino en un contenido aditivo, pongamos: 2 doctorados, 31 cursos, 15 artículos, o simplemente por un número de seguidores. Pareciera que los trabajadores trabajan para una sociedad que se dice del conocimiento, siendo más de la cuantificación, el ruido, la recolección y la apariencia.
Cabría preocuparse por el riesgo de neutralización y apagamiento crítico de estos trabajadores cuando se les orienta a acumular números moviendo información, no necesariamente generando conocimiento, a competir y sumar méritos, a gestionarse a sí mismos en lugar de a profundizar en una práctica intelectual o creativa.
En la universidad se asienten nuevas formas de precariedad que mercantilizan el saber, dificultan el conocimiento compartido, y naturalizan un lazo afectivo-laboral que prodiga la sospecha ante el compañero visto como rival.
La deriva mercantilista de la educación y el conocimiento se formaliza en relaciones de producción y reproducción científica que ceden la gestión del valor y el pensar a los rankings e indicadores métricos de productividad, a costa de diluir las posibilidades de afectación crítica del pensamiento reflexivo más lento, y gran víctima de este viraje. Es llamativo que, paralelamente y bajo luminosos carteles de excelencia universitaria, se asienten nuevas formas de precariedad, donde no solo se favorece la mercantilización del saber, sino que se dificulta el conocimiento compartido, naturalizando un lazo afectivo-laboral que prodiga la sospecha ante el compañero (también precario) visto como rival. Dado que se presupone, y tristemente se acepta, que “no hay trabajo ni garantías para todos”, se normaliza el individualismo competitivo y la impostura. Enfrentar esta tendencia urge a una sociedad que no puede aceptar el derrumbe y la cesión neoliberal y acrítica de ese motor de emancipación que son (debieran ser) universidad y educación pública.
Autoexplotación: analogía y tentativa
En este escenario que aquí les narro, cabe forjar una necesaria analogía entre las formas de trabajo y autoexplotación que hoy caracterizan nuestras vidas, y que visualizamos como corazón de la angustia vital que nos acompaña, y las lógicas patriarcales que perversamente han convertido a las mujeres en agentes mantenedoras de su propia subordinación, reproduciendo y vigilando las normas de un sistema que las oprimía. No es nuevo este paralelismo entre capitalismo y patriarcado, pero asume un parecido añadido en lo que hoy identificamos como autoexplotación. Es familiar este hacernos partícipes de nuestro sometimiento como algo elegido, dando algún tipo de consentimiento. Con seguridad ustedes lo han firmado, siempre estamos firmando consentimientos cuyo contenido desconocemos. Pulse aquí si está de acuerdo. Pero también estamos aceptando a cada rato lo que el mundo nos propone en sintonía con un “todos lo hacen”, como si no pudiéramos detenernos y tomar partido consciente, como si la pausa y el tiempo reflexivo estuvieran previamente boicoteados. Sin sorpresa, sigue latiendo la advertencia sugerida hace décadas por Ernst Bloch (1959) de que para llevar a cabo los negocios capitalistas es necesario “adormecer a las víctimas”, entretenerlos en “las horas de solaz”.
No hay pasión ni alma en la mayoría de tareas que hacemos cuando nos sentimos obligados, solo pose y entusiasmo fingido.
Saturados, sentimos estar todo el día ocupados y muchas de las cosas que hacemos nos resultan impositivas o que en su exceso diluyen su sentido. No hay pasión ni alma en la mayoría de tareas que hacemos cuando nos sentimos obligados, solo pose y entusiasmo fingido. Y me pregunto qué pueden la imaginación, la alianza entre iguales y la conciencia. Pero también qué ocurriría si, entretanto los adormecidos despiertan, esos trabajos fueran detenidos y rechazados, reducidos, si menos pudieran ser abordados con mayor profundidad, menos apariencia y más sentido. Quizá entonces el mundo podría contar con algo valioso, sea lo que sea que ustedes hagan. Pero si en su lugar ustedes y yo, dóciles, suministramos texto rápido, titular, producción precaria, papers al peso, atención contabilizada, clases sin vida, fingimiento e impostura para evitar el dolor de la conciencia y sin afrontar lo que dota de sentido una práctica… Si esa rueda gira, el mundo seguirá replicándose, pasando por el mismo surco como la aguja de un gramófono estropeado.
La época no puede aguantar más producción ligera, más residuo contaminante, más charlatanería, más esclavitud en la producción primera, más fragmentación y exceso, más objeto y práctica precarios; pero también cabe anticipar que, ante la oscilación que viene, seamos capaces de no caer rendidos pendular e irreflexivamente al otro extremo.
Si todas las personas precarias que conozco, todas las hijas de padres pobres, todas las personas que tuvieron el deseo de trabajar con pasión, pudieran dedicar su tiempo a desarrollar sus trabajos con esa motivación que les movilizó al inicio, si confiaran en ellas y en su responsabilidad primera, si no hubieran tenido que concatenar decenas de pequeños trabajos o colaboraciones simultáneas para vivir, desplazamientos contaminantes innecesarios, mil gestiones para autoevaluarse o para cobrar lo pactado, y hubieran dedicado sus tiempos a los trabajos que se esperan de ellas, a sus investigaciones, clases, obras y proyectos que les motivan sin que ocupen la totalidad de sus vidas, cuántos descubrimientos habríamos tenido, cuánta producción con sentido frente a los sucedáneos de obras vacías. Si hubieran reunido todas sus lecturas e ideas, todo lo reflexionado sobre igualdad, clima, paz, alimentación, migración, frontera, identidad, enfermedad, política… dando a su tiempo el mejor empleo posible, frente al que ahora llenan de fingimiento y hacer precario… Es solo una tentativa.
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