La escucha en la ciudad digital
Ciudad abierta. Los retos del futuro
- Dosier
- Oct 20
- 12 mins
Si los presentes y futuros de nuestro cotidiano urbano se hacen y deshacen en los enredos digitales, es crucial saber escucharlos. Pero el derecho a la escucha comporta también el derecho al silencio, a desconectar y a protegernos de los algoritmos de opresión y vigilancia que perpetuan las normas de exclusión.
La escucha es una acción profundamente política ligada a relaciones de poder y a la organización y a las experiencias de lo público. La escucha de lo urbano, además de estar mediada digitalmente, requiere escuchar los sonidos y los silencios, las presencias y las ausencias de los enredos digitales cotidianos.
Nuestras vidas cotidianas están hoy enredadas en dispositivos móviles, apps, redes sociales y otras plataformas digitales, tanto en lo que atañe a sus banalidades, vulgaridades, frivolidades, dolores, emociones e intensidades —donde emergen también lo extraordinario y lo inquietante—, como a los ordenamientos sociales y las normas acerca de lo apropiado que se hacen y deshacen en lo cotidiano. Estos enredos de lo ordinario digital contribuyen también a hacer y deshacer la ciudad y lo urbano, en una construcción colectiva, en red, dinámica, conflictiva y en proceso, que implica a diferentes entidades, humanas y no humanas. Por lo tanto, la ciudad y los usos y prácticas digitales son el resultado de agencias compartidas y distribuidas, de coreografías y roces, entre distintas personas, colectivos, entidades, cuerpos y materialidades.
La escucha de lo urbano, además de estar mediada digitalmente, requiere escuchar los sonidos y los silencios, las presencias y las ausencias de los enredos digitales cotidianos. La escucha es atención en tensión: entre objetos y sujetos, entre contextos y contenidos, y entre tiempos (el presente, la historia y el recuerdo de las escuchas pasadas, y el futuro que se configura en las expectativas y esperas apoyadas en esa memoria). Escuchar entraña intensificación y alerta, curiosidad o inquietud. Atender y tender a un sentido posible que no es inmediatamente accesible. Entrar en una espacialidad (en este caso urbana y digital) que nos penetra, a la vez dentro y fuera, parte de una vibración, de una resonancia. Esta es también la posición de investigar y de habitar la ciudad. La escucha se revela por tanto como una acción profundamente política ligada a relaciones de poder, así como a la organización y a las experiencias de lo público.
La ciencia al rescate de la democracia: política y conocimiento
Debate de la Bienal de pensamiento 2020 (en catalán y castellano)
La pedagogia de la transparencia modula nuestras relaciones con las instituciones públicas (esto no es nuevo) y con las empresas digitales.
Inscripciones digitales y cambios en los regímenes de la atención
Lo digital influye y configura cómo nos hacemos públicas y públicos, cómo hacemos que algo sea público y cómo hacemos lo público, en una creciente inscripción digital de espacios, prácticas, cuerpos, relaciones, ideas, conflictos, debates, iniciativas, deseos, subjetividades, transacciones y movilizaciones, en forma de imágenes, sonidos y textos, y también de datos y metadatos, registrados y combinados por los algoritmos, compartidos y almacenados en dispositivos, plataformas y servidores. Estas inscripciones digitales producen dos cambios importantes en nuestras vidas cotidianas urbanas y sus regímenes de atención:
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La materialización e inscripción de lo que solía ser efímero y volátil, y de lo ignorado en su banalidad habitual, fuera del radar de nuestra consciencia.
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El incremento consiguiente de la potencialidad y de la capacidad de reflexividad y de vigilancia de estas inscripciones.
Esta extensión del ámbito de lo que puede ser visto, escuchado, atendido y conocido aumenta las posibilidades de vigilancia y control (inter)personales, colectivos, institucionales, comerciales y automatizados. Se intensifican las pedagogías de la transparencia; por ejemplo, en las mediaciones digitales de la intimidad, donde se articula con el optimismo cruel —descrito por Laurent Berlant— de las relaciones familiares, de la pareja y de la sexualidad, focos de las expectativas y deseos del logro de la buena vida, pero que no dejan de darnos mala vida. Pues la crueldad de ese optimismo emerge en la desatención al viejo refrán feminista de que lo personal es político, inevitablemente atravesado por conflictos, desigualdades y relaciones de poder. La pedagogía de la transparencia modula también nuestras relaciones con las instituciones públicas (esto no es nuevo) y con las empresas digitales que comercializan y explotan nuestras inscripciones, transformadas en datos cuya transparencia contrasta con la opacidad de las infraestructuras y regulaciones digitales, de los algoritmos, de la selección de lo que vemos y oímos, de qué devienen y cómo son utilizados nuestros datos.
Los bulos, las campañas de desinformación e intoxicaciones mediáticas y digitales, los acosos y troleos, que se presentan a menudo como ejercicios de libertad y derecho de expresión y opinión, son actos antidemocráticos porque no respetan el derecho a la escucha.
Esos cambios en los regímenes de inscripción y atención también crean posibilidades y ocasiones para que surjan desacuerdos, conflictos, malentendidos (inherentes a cualquier forma de comunicación) y malestares, y para que sean visibles y audibles también. Discordancias, controversias, sentimientos encontrados que desestabilizan normas, expectativas, comportamientos y percepciones ordinarias. La ambivalencia de lo digital al aunar la constitución de espacios y dispositivos de control y vigilancia —con un potencial desestabilizador de ordenamientos, al dar cabida, escucha y posibilidad de atención a una pluralidad de cuerpos y voces, también a aquellos en posiciones subalternas, excluidas y vulnerables—, es un rasgo que comparte con la ciudad (dispositivo de vigilancia y control, y espacio de vida diversa y controversia), así como con la democracia.
Ambos aspectos de lo digital también se relacionan con el reforzamiento y el cuestionamiento de la estratificación social de la atención, en función de género, clase, raza, nacionalidad, (dis)capacidades…, donde el requisito democrático de ser igualmente audible colisiona con las crecientes desigualdades y lógicas de exclusión. Los bulos, las campañas de desinformación e intoxicaciones mediáticas y digitales, los acosos y troleos, que se presentan a menudo como ejercicios de libertad y derecho de expresión y opinión, son actos antidemocráticos porque no respetan ni realizan el derecho a la escucha (Taylor, 2020). La falta de atención y la obstaculización explícita de la escucha a las voces, presencias, imágenes y cuerpos de aquellas y aquellos a los que no reconocemos ni respetamos —porque no se corresponden con las expectativas normativas, raciales, nacionales, sexuales, capacitistas, cisgénero...— se traducen en rechazo, hostilidad, asco y daño, tanto en las redes como en las calles, y suponen una severa limitación y crisis de la democracia. Frente a esto, silenciar, bloquear, apagar, distraerse, dejar de atender, quitar el sonido de la transmisión cuando en las pantallas aparecen ciertos sujetos con voces y declaraciones dañinas, son gestos de la gestión ética de la escucha digital, así como de protección y cuidado, y en ocasiones de supervivencia.
El derecho a la escucha conlleva el derecho al silencio, pues para que escuchar y atender sean posibles, se requieren ritmos y alternancias con el silencio, la desatención, la distensión y la distracción.
El derecho a la escucha conlleva el derecho al silencio, pues para que escuchar y atender sean posibles, se requieren ritmos y alternancias con el silencio, la desatención, la distensión y la distracción. Los contextos urbanos y digitales hipermediatizados, de comercio y vigilancia constantes, entran en conflicto con una ética de la escucha que precisa interrumpir y ritmar la atención, la actividad y la tensión, tanto en los espacios digitales como en los urbanos, con el fin de librarnos también del aturullamiento y embotamiento de las demandas de atención constantes. ¿Cómo crear esos ritmos, así como las condiciones de esa igualdad en la escucha y en las formas de habitar y moverse en la ciudad y en lo digital? ¿Quién hace el esfuerzo de escuchar a quién? ¿Cuáles son las expectativas de ser o no escuchada? ¿Qué poder y poderío movilizan los y las que hablan? Y, ¿cuál es el poderío de la escucha? ¿Cuáles son los efectos (y los afectos) de no ser escuchados, de la ausencia de respuesta y de diálogo, de influencia y participación en la conversación, de los gestos y mediaciones que nos indiquen que estamos siendo escuchadas y atendidos? Y ¿cómo afecta no ser escuchado en este ordinario digital, al tiempo que somos vigiladas, medidas y registradas por los algoritmos de opresión, en palabras de Safiya Noble, que refuerzan y perpetúan normas y criterios de estratificación y exclusión?
En lugar de la insistencia tecnocrática en lo smart, que remite al optimismo cruel (la promesa de buena vida que no cesa de darnos mala vida), puede ser útil atender a la dimensión idiota de la cultura digital, a su humor, los memes y la creatividad colectiva digital que puede desplegar.
Futuros urbanos de lo ordinario digital
Los enredos digitales configuran presentes y futuros con su inevitable incertidumbre, más aún si estás en el lado chungo de la desigualdad. Los relatos modernos de progreso convocan al solucionismo tecnológico para controlar la incertidumbre, como en el ejemplo de la smart city —que no escucha los enredos, tensiones e intereses contrapuestos que configuran tanto lo urbano como lo digital—, a diferencia de las distopías y previsiones de futuros catastróficos comúnmente asociados también a lo tecnológico que, unidos a las experiencias ambivalentes de la vida urbana y su sociabilidad pública intensa, han propiciado siempre imaginarios de contagio, enfermedad y muerte. Su última versión serían las denuncias de los supuestos vínculos entre la pandemia y el 5G y los ataques a las antenas. Otro ejemplo es el miedo a la deshumanización tecnológica, un reconocimiento, parcial e inquietante, de los enredos de lo humano con lo no humano, de las agencias compartidas con las materialidades y los cuerpos diversos con que convivimos. Que nuestras acciones, actuaciones y subjetividades se produzcan en red y enredadas con objetos y otros seres no surge con lo digital, forma parte de nuestra interdependencia ontológica, a la que las ideologías modernas del ser autónomo hacen oídos sordos desde hace siglos, con consecuencias catastróficas.
En lugar de la insistencia corporativa tecnocrática en lo smart, que remite al optimismo cruel (la promesa de buena vida que no cesa de darnos mala vida) de ese solucionismo pharmakon, donde el remedio es el veneno (de la vigilancia, el control, los sesgos de la automatización, la obsolescencia programada, el despilfarro energético insostenible, etcétera), puede ser útil atender a la dimensión idiota de la cultura digital que analiza Olga Goriunova, tanto juvenil como adulta, desplegada en el humor, las parodias, el absurdo, en la creatividad colectiva digital de memes, (re)tuits, videos, tutoriales y GIFs, en la fuerza idiota de lo viral, de los contenidos fugaces de los stories, de redes como Snapchat o TikTok, en el éxito y la atracción de las coreografías compartidas y mediadas digitalmente, donde la escucha corporal, el baile, la agencia compartida con los dispositivos y los espacios digitales, generan también nuevos usos y sentidos para los repertorios de acción y actuación, individuales y colectivos, tanto en los espacios íntimos de nuestros hogares como en los espacios públicos urbanos que participan de esas grabaciones.
Si los presentes y futuros de nuestro cotidiano urbano se hacen y deshacen en los enredos digitales, es crucial escuchar a estos espacios, así como atender a los regímenes y disciplinas que facilitan o impiden la escucha y la atención que en ellos se dan y configuran. Y escuchar también el despliegue de responsabilidades, de habilidades de respuesta (en tanto que rasgo fundamental de la vida en común, tal y como la define Audre Lorde), no como un conjunto de semejanzas sino como una comunidad de diferencias que alienta maneras creativas de superar las condiciones de opresión, en la interdependencia de los reconocimientos, sin requerir consenso ni renunciar a las peculiaridades y rarezas (queer) propias; una comunidad donde la diferencia pueda forjar conexiones y aportar la seguridad suficiente para poder actuar, hacer, intervenir.
Referencias bibliográficas
Berlant, L., Cruel optimism. Duke University Press, Durham, 2011. (Traducción parcial en “Optimismo cruel”, en Debate Feminista, 45, 2012, págs. 105-136. http://debatefeminista.cieg.unam.mx/df_ojs/index.php/debate_feminista/article/view/899/800).
Goriunova, O., “New media idiocy”, en Convergence, 19 (2), 2013, págs. 223-235.
Lasén, A., “Lo ordinario digital: digitalización de la vida cotidiana como forma de trabajo”, en Cuadernos de Relaciones Laborales, 37 (2), 2019, págs. 313-330. https://revistas.ucm.es/index.php/CRLA/article/view/66040.
Lorde, A., La hermana, la extranjera. Artículos y conferencias. Traficantes de Sueños, Madrid, 2002.
Noble, S., Algorithms of oppression. How search engines reinforce racism. New York University Press, Nueva York, 2018.
Pardo, C., “Capitalismo, sonidos y procesos de subjetivación en la ciudad contemporánea” en Panambí. Revista de investigaciones artísticas, 4, 2007, págs. 111-124.
Taylor, A., “The right to listen”, en The New Yorker, 27 de enero de 2020. https://www.newyorker.com/news/the-future-of-democracy/the-right-to-listen
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