La desigualdad económica favorece el individualismo. Vivir en sociedades desiguales hace que nos preocupemos más por nuestra posición social; a mayor divergencia, mayor distancia respecto a los demás. La desigualdad misma alimenta creencias que nos hacen más proclives a tolerarla, aceptarla y justificarla.
En términos económicos, muchos estarían de acuerdo en afirmar que vivimos en una de las mejores épocas de la historia. El porcentaje de personas que viven en extrema pobreza se ha reducido considerablemente en los últimos dos siglos. En 1820, el 84 % de las personas vivían por debajo del umbral de la pobreza, mientras que en 2015 este porcentaje era menor del 10 % (Roser y Ortiz-Espina, 2018). La esperanza de vida nunca ha sido tan alta y el porcentaje de mortalidad infantil, nunca tan bajo (Roser, 2018).
Pero a pesar de todos los avances sociales y económicos, nuestras sociedades siguen sin poder resolver una cuestión fundamental: la desigualdad económica; esto es, las diferencias marcadas en la distribución de los recursos materiales entre personas o grupos que conviven en un mismo lugar (Peterson, 2017). Lejos de reducirse, la desigualdad ha crecido continua y significativamente desde los años ochenta en la mayoría de los países (Piketty, 2014). Así, la mayoría de las sociedades tienen una estructura en la que hay un pequeño porcentaje de la población claramente privilegiada, mientras que un porcentaje mucho más elevado se encuentra en la base de la escala social. Actualmente, el 1 % de la población más rica se ha beneficiado del 27 % del crecimiento económico desde 1980 hasta 2016; mientras que el 50 % más pobre tan solo se ha beneficiado del 12 % (Alvaredo, Chancel, Piketty, Saez y Zucman, 2018). Igualmente, de acuerdo con datos de Forbes y de los rankings mundiales de billonarios, en 2017 se registró el mayor incremento de billonarios en el mundo (2.043 en total), quienes acapararon el 82 % del crecimiento económico global, mientras que el 50 % más pobre no percibió ningún beneficio (Oxfam Internacional, 2018).
Así pues, la desigualdad se ha convertido en uno de los grandes desafíos que las sociedades deben considerar como claves en su agenda pública. Además, la desigualdad se ha relacionado con un aumento de los problemas sociales, el conflicto, la criminalidad, la polarización social, la delincuencia, los déficits en salud física y mental, etc. (Wilkinson y Pickett, 2017).
Científicos sociales se han esforzado en comprender las causas, los mecanismos y las consecuencias de la desigualdad, y han encontrado preocupantes hallazgos sobre sus consecuencias en las relaciones sociales, el comportamiento político o el bienestar de las personas que viven en entornos con desigualdades en su conjunto, y no solo las más desfavorecidas.
Pero ¿cuáles son los mecanismos psicológicos que podrían subyacer en los efectos de la desigualdad económica? ¿Cómo se nos mete “bajo la piel” y afecta a nuestro bienestar y a nuestra forma de vida? En línea con los resultados hallados por nuestro propio equipo de investigación y otros (e.g., Buttrick y Oishi, 2017; y Wilkinson y Pickett, 2017), la desigualdad económica favorece que nuestras relaciones adopten formas que mantienen y refuerzan dicha desigualdad a través de tres procesos generales. Por un lado, vivir en sociedades más desiguales hace que nos preocupemos más por nuestra posición social y el estatus se convierte en la cuestión más importante en la evaluación que hacemos de nosotros mismos y de los demás. Por otro lado, nos alejamos más del resto de las personas: la disparidad económica termina generando distancia social. Y por último, la desigualdad motiva creencias que favorecen nuestra proclividad a tolerarla, aceptarla y justificarla.
Vivir en contextos donde existen grandes diferencias económicas puede convertir el lugar que ocupamos en la escala de ingresos en una cuestión central de nuestra vida cotidiana.
El estatus y la posición social en el foco de atención
En las sociedades más desiguales, el estatus social cobra mayor importancia que en contextos más igualitarios. No es lo mismo pertenecer al 10 % de los ciudadanos más pobres —cuando los ingresos de este grupo son 25 veces menores que los del 10 % más rico—, que cuando estos ingresos son solamente tres veces inferiores. Algunos estudios en psicología social muestran que cuando la disparidad económica es muy alta, se vuelve mucho más importante la posición que se ocupa en la escala de ingresos: el 10 % de la población más rica está mucho más motivada por no perder su posición, a la vez que el 10 % más pobre se preocupa sobre todo por ascender de clase social.
La importancia otorgada al estatus puede desembocar en una preocupación crónica por la posición social denominada ansiedad por el estatus. Las personas que la experimentan se preocupan constantemente por no alcanzar los estándares de éxito de la sociedad, por no ser más ricas o por perder su rango social. Tienen miedo a quedarse estancadas en una posición que no les parece suficiente. En suma, la desigualdad económica puede hacer que las personas se obsesionen con su posición jerárquica. Vivir en contextos donde existen grandes brechas económicas puede convertir el lugar que ocupamos en la escala de ingresos en una cuestión central de nuestra vida cotidiana.
Distintos estudios han tenido como objetivo corroborar estas premisas. Por ejemplo, un grupo de investigadores alemanes (Delhey y Dragolov, 2014) analizaron los datos de la European Quality of Life Survey —una encuesta con más de 30.000 participantes de 30 países europeos— y mostraron que los habitantes de países con mayor desigualdad económica sufrían una mayor ansiedad por el estatus. Es importante señalar que la ansiedad por el estatus en contextos económicamente más dispares afecta no solo a los más desfavorecidos, sino también a los más privilegiados y, por lo tanto, al bienestar de la población.
Igualmente, encontramos indicadores indirectos de la ansiedad por el estatus en el comportamiento de los individuos. Algunas investigaciones han encontrado que la participación en apuestas y loterías (Bol, Lancee y Steijn, 2014) o las búsquedas en Google de productos lujosos frente a productos de marca blanca (Walasek y Brown, 2015) son más frecuentes en lugares donde se observa más desigualdad. Estos resultados se han interpretado como una manifestación de la ansiedad por el estatus. Por tanto, vivir en contextos con mayor desigualdad motiva a las personas a intentar mejorar su estatus. Algunas lo hacen valiéndose de la suerte, comprando lotería. Otras, consumiendo productos más caros para mostrar una posición social más alta de la que realmente tienen.
La disparidad nos distancia
En las sociedades más desiguales existen mayores diferencias en el acceso a los servicios y recursos. Pero no solo eso: en línea con el análisis de la clase social llevado a cabo por Pierre Bourdieu (1979), los recursos pueden determinar los gustos y las preferencias estéticas. Si la clase social hace que las personas se comporten de manera diferente, a mayor diferencia entre las clases más y menos privilegiadas, más diferentes serán dichos comportamientos. Esto puede llevar a que las personas se vean muy diferentes entre sí.
La evidencia empírica también ha apoyado esta proposición. Utilizando los datos de una de las encuestas internacionales más ambiciosas, el Social Survey Program —33 países y más de 48.000 participantes—, Elgar (2010) encontró que la desigualdad económica se relaciona positivamente con la confianza en los demás: a medida que aumenta la desigualdad económica, las personas indican que pueden confiar menos en la gente de su alrededor. Además, esa falta de confianza se relaciona con mayor mortalidad y menor esperanza de vida.
Por otra parte, se ha demostrado que la desigualdad económica disminuye la participación cívica y social de los ciudadanos y el altruismo (Coté, House y Willer, 2015; y Lancee y Van de Werfhorst, 2012), es decir, provoca que las personas no se sientan involucradas y motivadas a llevar a cabo acciones cuyo objetivo sea el bienestar de los demás y el bien común.
En nuestro grupo de investigación hemos analizado una de las consecuencias más flagrantes de la desigualdad: sus efectos sobre el individualismo. En un procedimiento experimental, pedíamos a los participantes que imaginaran que estaban a punto de mudarse a una sociedad ficticia. En esta nueva sociedad, todos los participantes en nuestras investigaciones serían de clase media, es decir, tendrían acceso a un buen sueldo, casa, coche y vacaciones. Sin embargo, a la mitad de los participantes se les pedía que imaginaran que esa sociedad ficticia era muy desigual, mostrándoles que las diferencias entre clase alta y baja eran enormes. A la otra mitad se les presentaba una sociedad más igualitaria. A pesar de que todos los participantes contaban con los mismos ingresos mensuales y los mismos recursos, los que se imaginaban en una sociedad más desigual se definían a sí mismos de una forma más independiente de los demás (Sánchez et al., 2017). Pensaban más en ellos mismos y en sus intereses. Se preocupaban más por sus metas como individuos que como miembros de un grupo o una sociedad.
La desigualdad nos lleva a tolerarla y justificarla
La desigualdad no solo impacta en nuestra definición como individuos, nuestra conducta y nuestras relaciones con los demás. También tiene importantes efectos en nuestras creencias sobre cómo funciona el mundo. Tendemos a considerar que la forma en la que se organiza la sociedad es la mejor, y más aún si consideramos que ha sido duradera a lo largo de la historia —fenómenos conocidos como sesgos cognitivos de la mera existencia y la longevidad—. Esta inclinación a defender el estado de las cosas dificulta una visión crítica de la distribución de los recursos existentes y, por lo tanto, predispone al inmovilismo social.
Por otra parte, desarrollamos una visión estereotipada de los demás en función de la clase social a la que pertenecen. Así, según numerosos estudios, quienes se sitúan en los peldaños más altos de la escala social son estereotipados como más competentes y con las habilidades requeridas para tener éxito en sociedades competitivas, mientras que los situados en posiciones de estatus más bajo se perciben como amigables y sociales, pero sin la competencia y las habilidades que marcan los estándares de éxito actuales (Durante et al., 2013). La diferencia en la percepción y las creencias que se utilizan para explicar las causas de las disparidades entre los que tienen éxito y los que no, pueden llevarnos al extremo de deshumanizar a los desfavorecidos. Esta visión deshumanizada de las personas con bajos recursos económicos tiene un importante impacto en las acciones que los individuos están dispuestos a promover para revertir la desigualdad; por ejemplo, en su actitud hacia políticas sociales que se focalizan en ayudas a los más desaventajados (Sáinz-Martínez et al., 2018). Al considerarlos menos capaces, los ciudadanos son más reacios a proveerlos con recursos que, previsiblemente, despilfarrarán y no administrarán adecuadamente. Esta visión fomenta una ideología meritocrática, esto es, la creencia de que cada uno merece la posición que ocupa en la jerarquía social. Así, la meritocracia, como rasgo cultural, define los contextos en los que hay más desigualdad (García-Sánchez et al., 2019).
Otra forma de justificar las diferencias que separan a ricos y pobres es a través de la estimación de la movilidad social, esto es, en qué medida es viable mejorar nuestro estatus. Especialmente en las sociedades occidentales, se sobreestima la posibilidad de ascender a una clase social más favorable y disfrutar de las ventajas que ocasiona. La realidad es mucho más cruda, y el sueño americano no es más que eso, un sueño. Un informe reciente de la OCDE señala que el 60 % de la población más pobre nunca podrá ascender y se quedará estancada en su posición y, sin embargo, el 72 % de la población más rica nunca dejará de disfrutar de su privilegio. El estancamiento y la fragmentación social con base económica se han agudizado en los años de crisis, y han ralentizado lo que se denomina el ascensor social, los mecanismos económicos y sociales que permiten a las nuevas generaciones progresar respecto a las anteriores.
En las sociedades occidentales, se sobreestima la posibilidad de ascender a una clase social más favorable. El 60 % de la población más pobre nunca podrá ascender y el 72 % de la población más rica nunca dejará de disfrutar de su privilegio.
En suma, la desigualdad económica, un rasgo estructural que define el contexto en el que vivimos, impacta profundamente en el ser humano. Hace que nos focalicemos en el estatus que ostentamos, nos aleja de las demás personas y puede incluso cambiar nuestra visión del mundo, haciéndonos más tolerantes a ella. Estos procesos, a su vez, pueden generar más diferencias. Es importante aumentar el conocimiento sobre los efectos de la desigualdad para ponerle freno y combatir sus perniciosas consecuencias sociales.
Referencias bibliográficas
Buttrick, N. R.; Heintzelman, S. J. y Oishi, S., Inequality and well-being. Current Opinion in Psychology, 18, 2017, 15–20. http://doi.org/10.1016/j.copsyc.2017.07.016
Sánchez-Rodríguez, Á.; Willis, G.B. y Rodríguez-Bailón, R., Economic and social distance: Perceived income inequality negatively predicts an interdependent self-construal. International Journal of Psychology, 54 (1), 2019, 117-125. https://doi.org/10.1002/ijop.12437
Wilkinson, R. G. y Pickett, K. E., The enemy between us: The psychological and social costs of inequality. European Journal of Social Psychology, 47 (1), 2017, 11–24. http://doi.org/10.1002/ejsp.2275
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N112 - Jul 19 Índice
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