Imaginando la ciudad simbiótica
Ciudad abierta. Los retos del futuro
- Dosier
- Oct 20
- 10 mins
La crisis de la covid-19 ha sido un choque antropológico, es decir, una experiencia terrible para millones de personas que marcará sus recuerdos para siempre y que cambiará su futuro de manera fundamental. Y también es una alerta que nos impulsa hacia un modelo de ciudad renovado que satisfaga las necesidades de todas las personas dentro de los límites del planeta.
Barcelona, 26 de agosto de 2020. Nos lo habían advertido por activa y por pasiva, desde Bill Gates hasta Greta Thunberg. Algunos lo habían leído en revistas científicas y otros lo habían sabido por los gritos de jóvenes manifestantes en las calles: “¡El fin de una era ya está aquí!”. La gota que ha colmado el vaso ha sido la covid-19, que cruelmente nos ha demostrado la interrelación entre el planeta y nuestro modelo económico, nuestra forma de habitar. En palabras del filósofo, sociólogo y antropólogo Bruno Latour: “La primera lección del coronavirus es también la más impresionante: la prueba está hecha; efectivamente, se puede, en pocas semanas, suspender por todas partes y simultáneamente un sistema económico que hasta ahora nos habían dicho que era imposible ralentizar o redirigir”.[1]
Otro de los aprendizajes globales de esta pandemia ha consistido en reconocer la gravedad de la crisis sistémica del planeta. Y es que por primera vez hemos sentido en nuestras carnes las consecuencias de la intensa actividad humana que resulta del modelo económico imperante en las denominadas sociedades desarrolladas y en vías de desarrollo. Una actividad que está provocando una tensión sin precedentes en los sistemas que sustentan la vida en la Tierra. Así, por ejemplo, la extracción y el procesamiento de materiales, de combustibles y de alimentos son los causantes de aproximadamente la mitad de las emisiones globales totales de gases de efecto invernadero y de más del 90% de la pérdida de biodiversidad y del estrés hídrico.[2] Como consecuencia, la temperatura media global ya ha aumentado 0,8 °C desde la época preindustrial y estamos en camino de generar un incremento de casi 4 °C para el año 2100, si no hacemos nada. Las sequías, los incendios, la erosión del suelo y las inundaciones no paran de aumentar. En la actualidad, una tercera parte de la superficie terrestre del mundo y casi el 75% de los recursos de agua dulce se dedican a la producción agrícola o ganadera, con el impacto que ello supone para la conservación de los ecosistemas naturales. Ya en el año 2010, el 11% de las especies habían desaparecido a causa de cambios en el uso de la tierra. Precisamente la pérdida de biodiversidad está en el origen zoonótico de la covid-19.[3]
[1] En los primeros días del confinamiento, el filósofo Bruno Latour escribió un ensayo para el periódico cultural en línea AOC. Este ensayo ha animado a muchos a imaginar lo diferente que podría ser el mundo si aprendiéramos de esta experiencia. Se puede recuperar en CTXT: http://ow.ly/Q34J50Bfva0.
[2] ONU, Global Resources Outlook 2019: Natural Resources for the Future We Want.
[3] WWF, Pérdida de naturaleza y pandemias. Un planeta sano por la salud de la humanidad, 2020.
Ciudad saludable
Debate de la Bienal de pensamiento 2020 (en catalán y castellano)
Los innumerables intentos por desdibujar la magnitud de la catástrofe de la pandemia son la prueba de lo que está en juego: el futuro.
Decía el sociólogo alemán Ulrich Beck que los choques antropológicos se producen cuando muchas poblaciones sienten que han sido sometidas a un acontecimiento terrible que deja marcas indelebles en su conciencia, que marcará sus recuerdos para siempre y que cambiará su futuro de manera fundamental e irrevocable. Los choques antropológicos proporcionan una nueva forma de estar en el mundo, de ver el mundo y de hacer las cosas. En este sentido, la covid-19 es, sin duda alguna, un choque antropológico. Los datos son espeluznantes y no dejan de crecer. A mediados de septiembre había más de 29 millones de personas infectadas y 940.000 muertes en todo el mundo. Un virus invisible que lo ocupa todo, uno de esos “hiperobjetos” característicos de la condición antropocena de los que nos habla Timothy Morton.[1] Estamos, en efecto, a las puertas de un gran cambio. Los innumerables intentos por desdibujar la magnitud y el alcance de la catástrofe son la prueba de lo que está en juego: el futuro.
Nuevos modelos de organización
En este contexto es interesante reconocer lo que Beck denomina “la metamorfosis del riesgo”.[2] Para él, no se trata de contemplar las consecuencias negativas de las catástrofes, sino de aprovechar sus consecuencias imprevistas, potencialmente positivas y emancipadoras, como el alumbramiento de nuevos órdenes, estructuras y relaciones.
Fijémonos, por ejemplo, en las ciudades, donde habita más del 55% de la población del planeta y se genera el 70% de los gases de efecto invernadero o se consume el 78% de la energía. Deberíamos interesarnos entonces por modelos de organización nuevos como los defendidos por la economista Kate Raworth. El modelo de Raworth se representa a través de una imagen muy pregnante: debemos vivir dentro de una rosquilla. La rosquilla que propone no es una guía de políticas concretas, sino una manera de analizar el sistema para orientar decisiones. En el agujero central de la rosquilla se representan las necesidades básicas para el bienestar: alimento, agua potable, vivienda, energía, sanidad, igualdad de género, sueldo de subsistencia y libertad política. El perímetro exterior de la rosquilla representa el techo ecológico. Es decir, los límites planetarios identificados como una amenaza para la vida, desde la pérdida de biodiversidad hasta la acidificación de los océanos.[3] De este modo, Raworth ha conseguido redibujar la economía como un subsistema abierto perteneciente al sistema planetario. Este fue el principal cambio conceptual introducido por economistas ecológicos como Barbara Ward o Herman Daly en la década de los 70, aunque, desgraciadamente, sin éxito alguno.
[1] Morton, T., Hyperobjects: philosophy and ecology after the end of the world. University of Minnesota Press, Minneapolis, 2013.
[2] Beck, U., “Emancipatory catastrophism: What does it mean to climate change and risk society?”, en Current Sociology, 63(1), pp. 75-88 (2015).
[3] El informe Planetary Boundaries, elaborado en 2009 por la Universidad de Estocolmo junto a otros científicos europeos, estadounidenses y australianos, identifica una serie de límites planetarios en torno a diez ciclos biogeofísicos cuyo desbordamiento podría provocar graves alteraciones en el sistema Tierra. Estos ciclos son los siguientes: cambio climático, biodiversidad, nitrógeno, fósforo, ozono estratosférico, acidificación de los océanos, agua dulce, suelo, contaminación por aerosoles y contaminación química.
El renovado modelo de ciudad surgirá de nuestra capacidad de promover nuevas relaciones simbióticas. La simbiosis es un pacto creativo en el que al final nadie gana ni pierde, sino que hay una recombinación.
Por otro lado, la adaptación, el renovado modelo de ciudad, surgirá de nuestra capacidad de promover nuevas relaciones simbióticas. La simbiosis es un pacto creativo en el que al final nadie gana ni pierde, sino que hay una recombinación. De este modo se construye algo nuevo como mecanismo de adaptación a las perturbaciones. Esto lo sabemos gracias a la bióloga Lynn Margulis, quien en la década de los 70 dio luz a una nueva teoría que, aunque no rompía totalmente con los postulados de Charles Darwin basados en la competición, construía un nuevo marco desde el que comprender la innovación evolutiva: la simbiosis (o asociación física entre organismos de especies distintas).[1]
Fijemos ahora la atención en las experiencias, los prototipos y los comienzos de nuevas asociaciones simbióticas como evolución hacia una ciudad que satisface las necesidades de todas las personas, pero dentro de los límites del planeta. Una ciudad como Ámsterdam, donde se fomenta la creación de empresas que desarrollen productos que duren más tiempo y puedan ser reparados; donde se creen pasaportes que contabilicen los materiales reutilizables en las demoliciones y se promueva el uso de materiales más sostenibles en la construcción de edificios; donde los hogares y los bares y restaurantes donen la comida que desechen. Una ciudad como Nueva York, donde la resiliencia ante las perturbaciones, ya sean sanitarias o climáticas, define nuevas infraestructuras y espacios de la ciudad. Ciudades donde se fomenta la asociación del consumo de productos ecológicos y de proximidad. Ciudades que han sido capaces de establecer alianzas, bancos de tierra y cultivo con su entorno rural próximo. Ciudades como Vitoria que han incorporado la agricultura, la biodiversidad y la biofilia al tratamiento de las zonas verdes.
[1] Margulis, L., El origen de la célula. Reverte, Barcelona, 1988. (Symbiotic Planet: A new look at evolution. Weidenfeld & Nicholson, Londres, 1986).
Cada vez hay más propuestas sociales y económicas que aspiran a un sistema cuyo eje sea la sostenibilidad de la vida en su sentido más amplio.
Sistemas sostenibles
Para frenar la propagación de esta pandemia se están implementando en todo el mundo medidas estrictas que han llevado, por vez primera en la historia, a una reducción global de la actividad que se ha visto reflejada en una disminución de la movilidad y de la actividad industrial, dando como resultado una reducción temporal de la contaminación. Esta coyuntura nos ha hecho reflexionar sobre la importancia de los servicios de proximidad, de la calidad del aire y del espacio público. Muchas capitales europeas se han sumado a otras —como París, Londres, Berlín, Roma o Barcelona— que habían apostado ya por definir zonas de bajas emisiones para reducir las emisiones contaminantes producidas en gran medida por los vehículos, y para reapropiarse del espacio público. Propuestas como la “ciudad de los 15 minutos”, del urbanista Carlos Moreno, (defendida por la alcaldesa de París Anne Hidalgo) o las “supermazanas”, ideadas por BCNecología, ganan ahora seguidores en todo el mundo. Se trata de modelos que pretenden acompasar la transición energética hacia fuentes bajas en carbono y renovables con una política urbana de transformación radical de la movilidad y, con ella, de nuestros modos de vida.
La covid-19 ha evidenciado también los riesgos de la vulnerabilidad social y de las desigualdades de género, así como la fragilidad e insolidaridad de los modelos productivos basados en el turismo. Por otro lado, ha puesto en valor la vivienda y el espacio público como lugares de habitación y no de consumo, la distribución igualitaria de los servicios en el territorio y las redes de cuidado ciudadanas.
En definitiva, cada vez hay más propuestas sociales y económicas que aspiran a un sistema cuyo eje sea la sostenibilidad de la vida en su sentido más amplio. En armonía con el planeta, respetando sus recursos naturales, y en armonía con los cuidados que todas las personas necesitamos a lo largo de nuestra vida. Son esas formas emergentes, de evolución simbiótica y creativa, en las que debemos fijarnos si queremos ciudades más resilientes, saludables y justas. La ciudad del futuro ya está aquí. Y es una ciudad que no está obligada a seguir las lógicas del crecimiento, ni las normativas, ni la apariencia, ni las rutinas, ni los horarios ni las congestiones de la ciudad de antes de la pandemia. Es una ciudad en la que se trabaja colectivamente por construir hábitats que posibiliten un modelo económico en el que se tenga en cuenta la interconexión del mundo globalizado y los límites socioecológicos del planeta.
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N116 - Oct 20 Índice
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