Hacia unos votos colectivos de lujosa pobreza

Il·lustració © Raquel Marín

En lugar de pensar en la ciudad como una realidad condenada, como hace cierto ecologismo catastrofista, podemos verla como una promesa aún incumplida que la transición ecológica nos puede ayudar a culminar. Esto dependerá de que seamos capaces de articular una nueva manera de desear, un nuevo placer de vivir ecológicamente frugal.

La economía ecológica ha constatado que hoy las ciudades son auténticos agujeros negros metabólicos, gigantescos sumideros de energía y de materiales. El 80% de la energía del mundo y el 75% de los recursos los consumen las ciudades. En emisiones, su responsabilidad está también en el 75%.[1] Por decirlo a modo de titular, el fenómeno urbano es el catalizador más importante de la crisis socioecológica.

Como premisa, antes de abordar cualquier reflexión seria sobre cuestiones ecosociales, Jorge Riechmann suele hacer una recomendación metodológica de partida: abandonar la mirada “intramuros” y adoptar un enfoque “extramuros”.[2] Esto es, romper con las disonancias teóricas, ideológicas y cognitivas que tienden a confundir el espacio donde se juegan las cuestiones políticas y morales importantes con los límites de la comunidad habitual (sea esta el municipio, la región, la nación o incluso la humanidad en su conjunto, en el caso del pensamiento más internacionalista). Forzarse a introducir en el análisis lo que queda espontáneamente fuera; por supuesto en el afuera social, pero especialmente en el afuera natural (los ciclos biogeoquímicos, la red de ecosistemas, las relaciones de ecodependencia).

Este consejo se puede aplicar perfectamente al dilema de la ciudad y su futuro en tiempos de crisis ecosocial. Porque la relación del fenómeno urbano con la emergencia climática o el agotamiento de recursos básicos para los metabolismos industriales va mucho más allá de la ciudad entendida desde la vivencia inmediata que tenemos de ella. Sin duda, el modelo alimentario industrial —que ha sustituido a los campesinos por máquinas movidas por combustibles fósiles, vaciando demográficamente los campos— es una consecuencia de nuestro modelo urbano sin el que este no se explica. Y hasta ahora, los mejores logros en materia de sostenibilidad urbana suelen incurrir en un viejo truco colonial: la externalización de la deuda ecológica. En la otra cara de la postal de las European Green Capitals está China, convertida en un infierno dickensiano, donde el déficit de luz por contaminación atmosférica ha llegado ya hasta el punto de alterar el proceso de fotosíntesis.

Esta ampliación de la mirada que es consustancial a la ecología política y a su materialismo parece llevar aparejado un cierto pesimismo urbano. Si no nos hacemos trampas jugando al solitario con las cuentas ecológicas, es tentador pensar que la ciudad moderna es una realidad condenada, metabólicamente inviable. O, al menos, intrínsecamente excluyente.[3] Al fin y al cabo, como todo nuestro mundo, las ciudades modernas son hijas del premio de lotería energético que son los combustibles fósiles, los cuales permitieron la existencia de los motores de combustión y de los fertilizantes de síntesis y, a su vez, no solo dieron paso al gigantismo demográfico y espacial de nuestras urbes, sino también a la independencia de estas respecto a sus agrosistemas circundantes.


[1] Gary Gardner, “La ciudad, un sistema de sistemas”, en La situación del mundo 2016. Ciudades sostenibles. Del sueño a la acción. FUHEM Icaria, Madrid, 2016.

[2] Jorge Riechmann, Ética extramuros. Ediciones UAM, Madrid, 2016.

[3] Son numerosos los autores del ecologismo político que defienden esta tesis de la inviabilidad de la civilización urbana en un mundo poscombustibles fósiles. Esta es la tesis prospectiva fundamental de un libro como En la espiral de la energía, del fallecido activista Ramón Fernández Durán y Luis González Reyes (Libros en Acción, 2014).

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La ceguera de un parpadeo

Pero hoy sabemos que esta secesión ecosistémica fue ilusoria. Como muchos de los rasgos antropológicos contemporáneos, fue un espejismo. Algo a lo que podríamos llamar, en términos históricos, la ceguera de un parpadeo. Como si hubiéramos considerado definitiva la oscuridad brevísima que suspende nuestra visión durante un abrir y cerrar de ojos. Pero el fin de la matriz industrial fósil, que sucederá por imperativo geológico a lo largo de la primera mitad de este siglo, y que debemos acelerar políticamente en la próxima década para evitar un mundo climáticamente inhabitable, vuelve a situar a la ciudad moderna ante lo que Mumford llamaba “el problema de la cantidad”: cómo sublimar “la masa física en energía psíquica” para no sucumbir ante el gigantismo.[1]

En este punto es preciso hacer una anotación técnica sobre uno de los nudos gordianos de la transición ecosocial que está todavía en discusión científica, pero de la que ya es posible sacar conclusiones razonables: es casi imposible que una matriz energética 100% renovable pueda hacerse cargo del mundo tal y como lo conocemos. Este deberá transformarse profundamente, pero no sustituyendo tecnologías, sino sustituyendo relaciones sociales. La relocalización productiva y la reordenación del territorio serán puntales de esta otra gran transformación en sentido polanyiano. Fundamentalmente porque la electrificación total del transporte actual, que hoy depende de derivados del petróleo en un 95%, además de ser casi irresoluble en algunos formatos (aviación, maquinaria pesada), es materialmente imposible, pues chocaría con los límites del capital mineral de la Tierra.[2] De nuevo, aquí la cuestión ecosocial resuena cargada con los ecos de la vieja cuestión social; por decirlo en un tuit, el dilema del siglo xxi es: o coches eléctricos para unos pocos o bicicletas para todos. Lo que en un mundo lleno, extralimitado, donde el asunto Hitler (la lucha por el lebensraum, el espacio vital) goza de condiciones mucho más propicias para emerger que en el siglo xx, se podría traducir en un dilema mucho más crudo: o aprender a matar a una escala sin precedentes, o aprender a compartir a una escala sin precedentes.

Pero aun asumiendo las limitaciones minerales y de otra índole que conlleva el despliegue de las energías renovables, cabe hacer una aproximación al fenómeno urbano en la era de la crisis ecosocial menos lúgubre. En primer lugar, llamar ciudades a los entramados urbanos en los que habitamos hoy es una inercia lingüística poco precisa. Cabría mejor llamarlos megalópolis: auténticos “melanomas urbanísticos” —según la acertada expresión de José Manuel Naredo—[3] que arruinan simultáneamente el campo y la ciudad en sus sentidos clásicos, como supo ver Guy Debord.[4] La dicotomía ciudad-campo, aunque fundamental en términos de alteridad cultural, ha sido metabólicamente una ficción hasta el comienzo de ese gran hiato material en la historia de la especie que Will Steffen llama “la gran aceleración”, Eric Hobsbawm “el fin del Neolítico” y Pier Paolo Pasolini “la desaparición de las luciérnagas”, y que comienza tras la Segunda Guerra Mundial. En términos generales, la ciudad histórica ha formado parte del campo: una unidad ecológica, o al menos en profunda simbiosis, marcaba la relación del burgo con su hinterland, con su entorno cercano. La agricultura urbana, que hoy el activismo ecologista enarbola como una de sus estrellas programáticas, ha sido más regla que excepción. Lo mismo cabría decir de todo un conjunto de actividades y usos del suelo que hoy situaríamos dentro del sector primario. Decía Borges en Fervor de Buenos Aires que, en las hogueras de San Juan, “la ciudad recuerda que un día fue campo”. ¿No lo recuerdan también la odonimia y toponimia de nuestras ciudades, con nombres de calles y lugares como Huertas o Matadero, en el caso de Madrid?


[1] Lewis Mumford, La ciudad en la historia. Pepitas de Calabaza, Logroño, 2012.

[2] Para iniciarse en este tema, tan desconocido como esencial, es recomendable el trabajo de Antonio y Alicia Valero, científicos de la Universidad de Zaragoza. “Los límites minerales”, un artículo divulgativo de Alicia Valero, fue recogido en el número 36 de La Maleta de Portbou, en el dossier “Ecologismo o barbarie”.

[3] José Manuel Naredo y Antonio Montiel Márquez, El modelo inmobiliario español y su culminación en el caso valenciano. Icaria, Barcelona, 2011.

[4] Guy Debord, La sociedad del espectáculo. Archivo Situacionista Hispano. Disponible en https://sindominio.net/ash/espect.htm.

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Una buena promesa no cumplida

El hecho de que la ciudad, como supo ver Lewis Mumford, estuviera contenida en límites humanos, fue siempre una precondición para su función esencial: ser un lugar de comunión, un núcleo de intensidad social que hace despegar, mejor que ninguna otra institución humana, la capacidad de coordinación y de cooperación que es inherente a la cultura en su sentido antropológico, potenciando a su vez fenómenos de gran interés político como el cosmopolitismo ético y la innovación científica, discursiva, ideológica y artística. Frente a las concepciones impugnadoras sobre el hecho urbano que maneja cierto ecologismo catastrofista, resulta más interesante pensar en la ciudad, como hacía Mumford, como “una buena promesa aún no cumplida” que la transición ecológica nos puede ayudar a culminar. Y viceversa: dado el peso demográfico y político de la ciudad en el conjunto del mundo, resulta inimaginable que la transición ecológica pueda desplegar el tipo de tarea histórica que se precisa de ella sin convertir a las ciudades en protagonistas del cambio. La exhortación de Henri Lefebvre de que la revolución será urbana o no será ha ganado relevancia en la era de la crisis socioecológica.

De hecho, las ciudades son las que ya están llevando la iniciativa civilizadora en materia de transición ecológica, tanto en el ámbito de las políticas públicas municipalistas como de prácticas alternativas desde la sociedad civil organizada. Las experiencias inspiradoras se multiplican en ámbitos como la producción distribuida de energía renovable, el compostaje de materia orgánica o la movilidad ciclista.[1] Pero cumplir la promesa perdida de la ciudad al mismo tiempo que la ciudad nos ayuda a realizar un aterrizaje de emergencia dentro de los límites planetarios exige mutaciones de enorme calado en la morfología y la dinámica urbana que hoy apenas se han explorado. Poner freno al crecimiento tumoral de la megalópolis —en términos generales que habrá que afinar en cada caso específico— pasa por poner límites al crecimiento histórico extensivo del espacio urbano. Rehabilitar y redistribuir antes que construir. Construir, cuando sea necesario, bajo pautas densas, revirtiendo el modelo de suburbia, voraz en términos ecológicos y espaciales. Descentralizar mucho más las dotaciones y servicios para asegurar vidas de proximidad. Y, por supuesto, agrarizar la ciudad, con un importante sector primario periurbano que cubra con alimentos locales una parte no anecdótica de su dieta. Los parques agrarios metropolitanos son, en este sentido, una herramienta esencial para hacer de la relación ciudad-campo “un matrimonio estable, y no una mera aventura de fin de semana”, como quería Mumford. Y deben adquirir, tanto en la ordenación del territorio como en la política económica (formación profesional, políticas activas de empleo, compra pública alimentaria) un peso mucho mayor que el actual.


[1] Un buen catálogo de experiencias urbanas sostenibles en el Estado español ha sido recogido por Fernando Prats, Nerea Morán y Kois Casadevante en el libro Ciudades en movimiento. Avances y contradicciones de las políticas municipalistas ante las transiciones ecosociales. Foro de Transiciones, Madrid, 2018.

Pero esta agenda de transformación ecosocial dependerá de los avances en dos terrenos: por un lado, la progresiva mutación de nuestro sistema económico hacia una realidad poscrecimiento y, por tanto, en cierto modo poscapitalista. Esta es una tarea en la que las ciudades tienen un papel esencial que cumplir, pero que desborda con mucho el marco del municipalismo. Por otro lado, es imprescindible una revolución cultural que permita el desacople entre felicidad y sociedad de consumo. Sin ella, las ganancias en ecoeficiencia de nuestras ciudades se diluirán en un efecto rebote, el decrecimiento de la esfera material de la economía será un objetivo imposible en el juego democrático pluralista y cualquier forma de Green New Deal terminará convirtiéndose en una vuelta de tuerca que reforzará la arquitectura colonial y extractivista del comercio internacional.

Lujosa pobreza

Aquí sí que las ciudades, sus ciudadanías y sus gobiernos pueden y deben hacer una contribución imprescindible. Las salidas de la crisis ecológica en términos democráticos e igualitarios frente a las opciones exterministas[1] dependen de que seamos capaces de articular otra manera de desear. Hemos de encontrar en un empobrecimiento energético y material, relativo pero sustancial, una oportunidad para disfrutar de otras formas de riqueza colectiva, hoy deprimidas por el frenesí compulsivo que impone el totalitarismo económico estructuralmente imperante: riqueza de tiempo libre, de relaciones personales, afectivas y sexuales; riqueza de creatividad y empoderamiento artístico, de asociatividad comunitaria; riqueza lúdica y riqueza deportiva. He llamado a esta propuesta, usando un oxímoron poético, lujosa pobreza. Básicamente, se trata de un horizonte desiderativo y una nueva economía libidinal en la que la autocontención del consumo, ecológicamente imprescindible, se puede compatibilizar con una expansión del disfrute de eso que Georgescu-Roegen recordaba, insistiendo en algo obvio pero siempre olvidado, que es la razón última del proceso económico: el placer de vivir. Esa sublimación de la masa física en energía psíquica que reclamaba Mumford tiene su secreto alquímico en la construcción colectiva de un nuevo placer de vivir que sea ecológicamente frugal.

Y es que la brecha entre “cómo vivimos y cómo podríamos hacerlo”, como la llamaba William Morris, puede seguir impulsando el trabajo del viejo topo. También en un siglo de empobrecimiento material, declive energético y adaptación a un mundo más cálido y climáticamente más hostil. Para ello toca drenar los coágulos de nuestra imaginación utópica. No es difícil especular con un horizonte de transformación urbana que además de ecológicamente viable y socialmente justo sea más deseable que el actual. Entornos urbanos saludables que conviertan las cifras de víctimas por contaminación en piezas de un museo de los horrores. Ríos desoterrados, cauces naturalizados y grandes corredores ecológicos interurbanos para el disfrute de la naturaleza y la práctica de deporte al aire libre. Tejidos asociativos muy densos organizados alrededor de la autogestión comunitaria de pasiones comunes: políticas, gastronómicas, lúdicas, científicas, erótico-festivas. Robustas escenas musicales y artísticas locales, insertas en un circuito descentralizado de alegres, generosas y abundantes celebraciones barriales.[2] Hamacódromos públicos en parques para acogerse a la pereza como derecho, que diría Paul Lafargue. Ninguna de estas prácticas colectivas exige una enorme inversión energética o un gran equipamiento técnico para poder desplegar todo su potencial a la hora de configurar nuevos patrones de vida buena.


[1] Para una familiarización con el horizonte exterminista ante la encrucijada ecosocial del siglo xxi véase Peter Frase, Cuatro futuros. Ecología, robótica, trabajo y lucha de clases para después del capitalismo. Blackie Books, Barcelona, 2020. Y también Carl Amery, Auschwitz, ¿comienza el siglo xxi?: Hitler como precursor. Turner, Madrid, 2002.

[2] Como constata Mumford, durante la Edad Media el número de días festivos que marcaba el calendario anual llegaba a ser de 180, lo que contrasta con los 144 días sin obligaciones laborales de un trabajo actual en buenas condiciones.

Una puntualización materialista

Para terminar, una puntualización materialista: las “revoluciones culturales” y las “reformas morales”, y sin duda el programa de la lujosa pobreza aquí esbozado, no pueden ser entendidas como fruto de las intenciones voluntaristas de sujetos políticos. Las formas de vida son fenómenos constituidos estructuralmente. Y será la modificación de las estructuras sociales la que podrá tener efectos contrastables en lo referente a la conformación de los patrones de subjetividad de la mayor parte de la población.

Para la lujosa pobreza, será tan importante hilar una nueva narrativa utópica ecologista que construya nuevos imaginarios de deseo y vida buena como vital encuadrar todas estas resignificaciones en algunas conquistas populares que marcarán nuevos horizontes de derechos. Y estos últimos traerán consigo nuevas condiciones de posibilidad para la vida social. Repartir equitativamente tiempo productivo y reproductivo para ganar libertad personal, distribuir riqueza para extender seguridad colectiva y consolidar lo común como principio director para optimizar ecológicamente la riqueza existente: esta podría ser la triada básica de metas que defendería este reformismo revolucionario, como lo llamaba André Gorz. La renta básica universal, la jornada laboral de 30 horas semanales, la licencia libre obligatoria en cualquier investigación/desarrollo con participación de dinero público y la red de cosotecas municipales (bibliotecas de préstamo ciudadano de objetos) podrían ser los buques insignia de un programa que procure alcanzar esos objetivos.

Muchas de las formas individualizadas de libertad de consumo que prosperaron durante el neoliberalismo, y que sirvieron de efecto compensatorio ante la precarización de la vida cotidiana, se han vuelto privilegios ecológicos que atentan contra el principio más básico de la democracia: la universalidad. Un proyecto de transición ecológica socialmente justa debe organizar la supresión de estos privilegios. Pero esto solo será políticamente viable si, en contraprestación, aseguramos un enorme salto en seguridad material combinado con un horizonte de sentido de vida más seductor. En definitiva, las ciudades sostenibles del siglo xxi deben poner su granito de arena en la inversión del pacto social neoliberal: si este intercambiaba precariedad económica por consumo conspicuo de masas, el pacto ecosocial debe ceder prosperidad energética y material a cambio de seguridad económica y de una nueva y más grata idea de felicidad, inspirada en algo así como unos votos colectivos de lujosa pobreza.

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