Hacia una ciudad que nos cuide

Il·lustració © Enrique Flores

La crisis sanitaria por la pandemia, con la experiencia extrema del confinamiento, nos ha hecho ver que la habitabilidad humana no se resuelve en los límites de la vivienda, sino que se extiende a los espacios exteriores. Los habitantes de ciudades acusan el déficit de naturaleza. El cambio climático, la pérdida de biodiversidad y la sobreurbanización del territorio nos han traído un choque social y cultural. Es una alerta que nos debe conducir a repensar la ciudad y a establecer una relación más equilibrada con el territorio.

 

Del déficit de naturaleza al sentiment de la nature

El perfume de los jardines, el tintineo musical de las aguas que riegan las huertas por las acequias, el cobijo de la sombra de las arboledas de las plazas y las ramblas, el frescor de la brisa levantada en parques de una dimensión tal que aíslan a sus paseantes del ruido de la ciudad, la exuberancia de biodiversidad en los márgenes de un río o el aire que respiramos en un bosque son ejemplos de retiros de vida en contacto con los ciclos de la naturaleza que permiten una mejor habitabilidad en la ciudad. La actual crisis sanitaria causada por la pandemia de la COVID-19, con la experiencia extrema del confinamiento y consecuencias como el llamado síndrome de déficit de naturaleza, han puesto de manifiesto que la habitabilidad humana no queda resuelta en los límites de la vivienda, sino que se extiende a los espacios exteriores en los que satisfacemos diversas necesidades vitales, un rasgo definidor de la cultura mediterránea. El desconfinamiento ha evidenciado la necesidad humana de contacto con la naturaleza, el llamado sentiment de la nature que defendía el geógrafo anarquista Élisée Reclus.

El ecofeminismo[1] vincula dos conceptos clave para entender este sentiment de la nature en relación con el momento presente: la ecodependencia y la interdependencia. El primero, la ecodependencia, se centra en cómo las personas, como seres vivos, dependemos de los ecosistemas naturales para satisfacer nuestras necesidades vitales básicas: aire para respirar, agua para beber y cocinar y, evidentemente, alimentación, volviendo así las tornas a la percepción antropocéntrica de la especie humana como superior y dominante sobre los ecosistemas y considerándonos una especie vulnerable. El segundo término, la interdependencia, explica cómo, al ser vulnerables, necesitamos recibir cuidados de otros durante algunas etapas de la vida de forma intensiva (por ejemplo, cuando nacemos), pero también el resto del tiempo, ya que necesitamos el contacto y las relaciones sociales presenciales, tanto para atender cuidados físicos como por salud emocional. Estos dos conceptos evidencian el factor social de la crisis ambiental, la necesidad de atender los cuidados tanto hacia el medio como desde la equidad y la justicia social. Disponemos de un espacio urbano determinante para hacerle frente: las infraestructuras verdes.


[1] Con referentes como Vandana Shiva en el ámbito global o Yayo Herrero en nuestro contexto territorial.

Las infraestructuras verdes[2] incluyen desde una azotea cubierta de plantas hasta un corredor fluvial, pasando por jardines, plazas, parques urbanos, avenidas y todos los demás espacios abiertos que permiten entender la relación del hábitat urbano con el resto del territorio como una ecorregión con dinámicas transescalares. Estas han estructurado las ciudades en todas las civilizaciones, ya que, en ellas, la gestión y el abastecimiento del agua, la producción de alimentos y la regeneración del aire, así como el ocio en contacto con el verde, han permitido la vida urbana. El cambio climático y la crisis ambiental suponen hoy un reto estructural que implica inevitablemente un cambio de paradigma en la relación humana con los sistemas naturales, es decir, en el metabolismo social —el modelo de gestión de los recursos que la sociedad humana establece con el medio—, y pone en evidencia la necesidad de revisar desde una mirada crítica el papel actual de estas infraestructuras verdes para desarrollar propuestas que permitan recuperar su papel determinante.

El cambio de paradigma supone un gran reto que precisa modelos de referencia, y aquí el patrimonio juega un papel clave. La ciudad histórica garantizaba la habitabilidad de las sociedades tradicionales que se sostenían en un sistema productivo de base orgánica[3] y que basaban su actividad en mantener la capacidad productiva del medio en equilibrio con este. Mediante el trabajo físico y gracias a la energía solar y la gestión del agua por gravedad, cultivaban alimentos, procesaban productos y reutilizaban los residuos para mantener la productividad del suelo, ya que eran orgánicos —asimilables por el medio—, según un modelo funcional de relaciones simbióticas con el entorno, mímesis de los ecosistemas naturales. Esta comprensión holística del hábitat se vinculaba con un conjunto de conocimientos y prácticas sociales y culturales sobre la gestión del territorio.

La crisis del modelo actual

Este modelo se transformó radicalmente con la revolución industrial, la cual permitió la extracción sistemática de recursos materiales y energéticos de la litosfera. La sociedad industrial capitalista actual genera grandes secuelas en el medio, tanto por la extracción continuada de recursos como por la persistente dispersión de residuos contaminantes, lo que establece un metabolismo social lineal con impactos negativos y alarmantes, tanto a escala global como global. El crecimiento de la producción ha llevado también a la explosión de las ciudades a partir del siglo xx, donde el papel del verde urbano se ha visto fuertemente transformado, quedando relegado a una categoría secundaria consuntiva y habiendo sufrido la significativa degradación física y ambiental que conlleva el desequilibrio causado por el crecimiento urbano y sus procesos contaminantes.

El urbanismo como práctica institucional y conjunto de leyes se basa en organizar el crecimiento urbano y regularlo desde una óptica urbanocéntrica, pero carece de herramientas para hacer frente a los retos metabólicos actuales desde la regeneración urbana. La crisis ambiental, expresada con máxima crudeza en el calentamiento global, pero también en sus múltiples consecuencias o procesos paralelos, afecta mayoritariamente a los vectores metabólicos determinantes para la vida: el ciclo del agua, la alimentación con el ciclo de la materia orgánica y la calidad del aire. Estos hechos ponen de manifiesto la necesidad de revisar desde una mirada crítica el papel actual de las infraestructuras verdes para desarrollar propuestas que permitan recuperar su papel estructural en la ciudad.

Los cambios en las variables climáticas en relación con el ciclo del agua, como la disminución de las precipitaciones y las alteraciones en los regímenes de las lluvias, generan impactos como los procesos erosivos o la mayor frecuencia de avenidas,[4] lo cual obliga a replantear la gestión del ciclo del agua en su totalidad, tanto desde los sistemas de captación y abastecimiento como de gestión de la escorrentía y la infiltración hasta la depuración a escala de cuenca. Las variables climáticas derivan también en variables biofísicas que disminuyen la disponibilidad de agua, incrementan las necesidades hídricas para el riego y reducen los cabales de los ríos y rieras y la durada de los periodos de innivación. Todo ello se suma al deterioro de los sistemas fluviales provocado por el crecimiento urbano, la impermeabilización del suelo que altera el ciclo natural del agua o la vulnerabilidad de los sistemas de costa.


[2] Las infraestructuras verdes se pueden definir de forma general como una red planificada estratégicamente de espacios naturales y seminaturales de alta calidad, con otras características medioambientales, diseñada y gestionada para ofrecer una amplia gama de servicios ecosistémicos y proteger la biodiversidad tanto en entornos naturales como urbanos. Son una estructura espacial que proporciona beneficios de la naturaleza a las personas, y tienen como objetivo mejorar la capacidad de la naturaleza para proporcionar múltiples bienes y servicios ecosistémicos valiosos, como aire limpio, agua o alimento. (Building a Green Infrastructure for Europe, Comisión Europea, 2014).

[3] Wrigley, E. A. People, cities and wealth: the transformation of traditional society, Blackwell, 1987.

[4] Lo hemos podido constatar con el reciente temporal Gloria y los impactos que supuso en territorios especialmente vulnerables como el Delta del Ebro.

Respecto a la materia orgánica, se prevé un incremento en la pérdida de biodiversidad, una disminución de la producción de madera y otros productos forestales, así como un incremento del riesgo de incendios. En cuanto a la alimentación, el suelo agrario que ocupaba cerca del 30% de la superficie del Área Metropolitana de Barcelona a mediados del siglo xx se ha reducido hasta el 8% en 2015,[5] un hecho muy preocupante por la pérdida de soberanía y trazabilidad alimentaria, puesto que la alimentación es ya responsable del 37% de las emisiones de gases de efecto invernadero a escala global.[6] Del mismo modo que hablamos de pobreza energética para explicar el fenómeno de los hogares en situación de pobreza y con dificultades para asumir el coste de la energía,[7] es posible también hablar de pobreza alimentaria cuando los hogares vulnerables no pueden hacer frente al abastecimiento de alimentos frescos de calidad, un hecho paradójico cuando ocupan mayoritariamente periferias urbanas con un alto potencial productivo.


[5] Según datos de los estudios previos al Plan director urbanístico metropolitano (PDU), realizados por el Laboratorio Metropolitano de Ecología y Territorio de Barcelona del Instituto de Estudios Regionales y Metropolitanos de Barcelona a partir de las fotografías aéreas de los vuelos norteamericanos del 1956 y datos del Área Metropolitana de Barcelona.

[6] Si tenemos en cuenta todos los procesos desde su producción, procesamiento, transporte y distribución según el informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), Climate Change and Land, 2019.

[7] Cabe destacar los riesgos que la pobreza energética conlleva para la salud, especialmente en lo que respecta a enfermedades respiratorias, así como los riesgos de salud vinculados a la pobreza alimentaria.

Hacia un nuevo paradigma

Precisamente estos territorios periurbanos, con el resto de las infraestructuras verdes, son espacios de oportunidad para dar respuesta a las necesidades de adaptación al cambio climático y a la crisis actual por su potencial de autoabastecimiento. Un cambio que debe ir acompañado de un nuevo relato, de una nueva mirada hacia el mal llamado suelo no urbanizable y las infraestructuras verdes que lo relacionan con la ciudad. Resulta imprescindible entender los procesos biosféricos propios de los ecosistemas naturales que, como los caminos de agua, pueden favorecer la necesaria reconexión metabólica, social y cultural de la ciudad con su territorio.[8] Existen ya modelos de ciudades que en situaciones de crisis han priorizado el vector de la alimentación dentro del planeamiento urbano, desde los modelos de cierre del ciclo de la materia orgánica que proponía Leberecht Migge para la ciudad de Frankfurt[9] de entreguerras, a los conocidos huertos urbanos de La Habana y hasta la replanificación de Detroit para reactivar la economía tras la crisis posindustrial y para resolver los problemas sociales y de desierto alimentario derivados. Mientras, ciudades como Vitoria o Portland son ejemplos urbanos de incorporación del vector del agua en su planeamiento integran a escala de cuenca y en la desimpermeabilización del suelo urbano para favorecer la gestión hídrica.

Las catástrofes como la pandemia actual no provocan cambios urbanos por sí mismas, pero pueden acelerar las transformaciones ya imaginadas y convertirse en oportunidades de evolución hacia este nuevo y necesario paradigma. Ahora urge transformar este modelo de convivencia y cultura de relaciones entre la ciudad y el territorio, orientando la demanda de recursos a la oferta limitada que nos ofrece y entendiendo el papel positivo que la acción humana también puede tener si sabe leer sus dinámicas. La ciudad es el artefacto de mayor concentración metabólica, donde viven más personas, y son ellas y su cultura las que generan unas determinadas condiciones de vida. Es el momento de aportar herramientas metodológicas y construir el relato de regeneración urbana necesario para hacer posible una ciudad que atienda a los cuidados, tanto hacia el medio que nos permite la vida como hacia las personas que lo habitamos.

 

[8] Serra, M., Albareda, E. y Calbetó, J., El Jardí de l’Horta Termal, 2018.

[9] Haney, D. When modern was green: life and work of landscape architect Leberecht Migge, 2010.

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