Europa y el virus del pasado

Ilustración ©Octavi Serra

A finales de 2019 terminé mi novela Las tempestálidas, que se suponía que era una distopía sobre lo que podría ocurrir en Europa en algún momento de un futuro no muy lejano, en unos veinte años, pero que debemos tratar de evitar. El día de su publicación, a inicios de la primavera de 2020, todas las librerías cerraron porque empezaba el primer confinamiento provocado por la pandemia. La distopía empezaba a hacerse realidad. Cuatro años después, tras las últimas elecciones europeas, la propia Europa parece una distopía.

“Y, así, el pasado salió a conquistar el mundo…

Sí, el pasado era contagioso. El virus se propagaba por doquier. Pero lo más aterrador no era eso, sino las cepas mutantes, que derribaban todo sistema inmune.

Europa, que tras algunas graves pérdidas de la razón en el siglo XX se pensaba ya totalmente resistente a cierto género de delirios nacionales y otras pasiones similares, fue de hecho una de las primeras en rendirse.

Nadie moría, por supuesto. Al menos no al principio. Pero el virus actuaba. No estaba claro si se transmitía por aerosoles. Si, en caso de que alguien gritara “Alemania –o Francia o Polonia…–por encima de todo”, “Hungría para los húngaros” o “Bulgaria en Tres Mares”, las propias gotas de saliva de esas consignas contendrían el virus.

El virus del pasado se transmitía más rápidamente a través del oído y del ojo”.

En Las tempestálidas, debido a la oleada de nacionalismos y de glorificación del pasado, y debido a las convulsiones europeas, la UE decide que cada país celebre un referéndum para elegir su década más feliz del siglo XX, una década a la que volver. Pero, ¿es el pasado un refugio suficientemente bueno? ¿Dónde dormita su discreto monstruo? ¿Qué pasa cuando aparecen los traficantes de pasado y la nostalgia se convierte en un arma? Estos son los temas sobre los que intenté reflexionar en la novela junto a mi personaje Gaustín.

Pero ahora tenemos que salir de la novela y adentrarnos en lo que está pasando en los últimos tiempos en Europa. En primer lugar, esto es algo que no ha empezado ahora. Si puedo ofrecer una fecha reciente y más o menos precisa, señalaría 2014-2016. En 2014 Rusia se apoderó de Crimea a través de un primer falso referéndum para elegir el pasado. Europa sólo se removió en su sueño, percibió que algo estaba ocurriendo, pero quiso dormir un poco más. Luego, en 2016, uno de los dos acontecimientos más importantes para Europa ocurrió lejos de ella. Estados Unidos eligió a Trump como presidente.

Recuerdo que era de madrugada cuando nos llegó la noticia, inesperada y estremecedora. Mi hija dormía en el cuarto de al lado, nosotros estábamos viendo en el ordenador los rectángulos azules y rojos del mapa de Estados Unidos, al principio había esperanza, luego no. Y cuando declararon oficialmente la victoria, mi mujer empezó a llorar en silencio, no fuera a despertar a nuestra hija. Y sentí aquella impotencia que te invade cuando ves que algo monstruoso está ocurriendo y no hay nada que puedas hacer.

Sabía que esa cosa monstruosa no se iba a quedar allí, al otro lado del océano, que nos iba a afectar personal y físicamente a partir de ese momento. Sabía que ese monstruo iba a devorar el futuro, ya de por sí frágil, y no solo el de nuestra generación. Quizás el acontecimiento más importante y angustioso para Europa, el desencadenante, tuvo lugar entonces, a finales del otoño de 2016, a miles de kilómetros de distancia. Aquello supuso un impulso que llenó de confianza a los que creían que las cosas podían hacerse también de aquella manera, con agresividad y cinismo, faltando totalmente a la verdad, con la promesa de un pasado glorioso.

El otro acontecimiento que sacudió a Europa en 2016 fue, por supuesto, el Brexit. (La idea de Defoe de que uno puede sobrevivir solo en una isla como Crusoe triunfó sobre aquel poema de John Donne de que ningún hombre es una isla, completa en sí misma). Ese referéndum fue, de nuevo, en su esencia, un referéndum por el pasado. Y, por último, la guerra de Rusia contra Ucrania. El primer día de la invasión tuve la oportunidad de escribir que se trataba de una guerra por el pasado. Después de los referéndums por el pasado, después de los predicadores de pasado, llegaron las guerras por el pasado.

El enorme déficit de futuro

¿Por qué hoy el pasado emerge por todas partes? Una posible respuesta es que se debe a un agudo déficit de futuro. Al fin y al cabo, en algún sitio hay que vivir. Si el futuro es incierto y sombrío, y el presente angustioso y escurridizo, lo único que queda es el refugio del pasado. Allí no caen bombas, el apocalipsis climático parecía un balbuceo de gente extraña y no había hecho acto de presencia la pandemia. Y lo más importante, había abundancia de futuro.

El futuro era ideología. Al menos en el país del que vengo. Se suponía que las inagotables reservas de futuro tenían que conformar todas las promesas ideológicas del sistema de la época. Puesto que los recursos del futuro se han agotado rápidamente, las nuevas ideologías y sus predicadores nos prometen ahora la felicidad y la grandeza, igual de inagotables, del pasado. Ahora el pasado es la nueva ideología. Es más, el pasado es el nuevo futuro. No importa que recordemos a Heráclito y su “nadie puede bañarse dos veces en el mismo río”. Nos bañaremos en el río del pasado las veces que queramos.

La otra posible respuesta para esta avalancha de pasado es el alzhéimer colectivo en el que estamos entrando. Las personas que tenían una memoria testimonial viva de la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, son cada vez menos. Los que recordaban en sus cuerpos el horror de aquella guerra ya no están. Y quizás hemos aceptado con demasiada facilidad que hemos creado una memoria definitiva del mal. Y que esa memoria permanecerá así, intacta, en los muesos y en los libros, y nos protegerá mágicamente de nuevas catástrofes. Pero ahora, con nuevas guerras en distintas partes del mundo, vemos que no es así.

La memoria es un músculo. Y hay que ejercitarla a diario. Narrar forma parte del ejercicio de la memoria. Cuando el fuego de la memoria empieza a apagarse, la jauría del pasado se acerca cada vez más. A menos memoria, más pasado, como dice Gaustín en la novela. Por eso recordamos, no para vivir en el pasado, sino para mantener el pasado en el pasado. Y para dejar espacio al futuro.

Y algo más que conocen quienes se dedican a las ciencias de la memoria. Una de las primeras cosas que desaparece con la pérdida de la memoria es el futuro. Los que sufren amnesia no solo olvidan aquello que fue, sino que son absolutamente incapaces de hacer planes incluso para el futuro cercano. En realidad, lo primero que desaparece al perder la memoria es la idea misma de futuro.

Por lo tanto, cuando olvidamos y no ejercitamos el músculo de la memoria, dejamos espacios en blanco en el futuro, que los nuevos populistas rellenan con sucedáneos de memoria. Llega la industria ligera de la memoria. Un pasado fabricado de materiales livianos, una memoria de plástico, como recién salida de una impresora 3D.

¿Qué hace que la gente reconozca esas ideologías como propias? El perfil de los votantes de partidos nacionalistas es heterogéneo, con distintos niveles de educación, distintas edades, pero en Bulgaria predominan las personas de las ciudades más pequeñas, y en Alemania, de las regiones del este. Me parece que también debemos hablar de las cosas que no entran en los sondeos ni en las encuestas a pie de urna, las que no acostumbramos a analizar. El oficio del escritor es analizar precisamente estas cuestiones que quedan fuera del foco, sin contar y difíciles de calcular.

Me refiero a la creciente frustración. Frustración en distintas direcciones y a menudo sin una denominación clara: con el entorno, con tus relaciones con el mundo, con el mundo mismo, con los que te rodean, con las élites, con la brecha de la desigualdad cada vez más insalvable. La visibilidad que proporcionan los nuevos medios de comunicación no hace sino incrementar esta frustración. Creo que esta frustración e ira (insisto, sin que estén claramente definidas, lo que no las hace menos peligrosas) hierve a fuego lento en las entrañas de la sociedad actual. Y ahí es donde los populistas y políticos de derechas de hoy intentan hacer percutir sus sondas. Sin importarles mucho lo que brote de debajo: petróleo o lava.  

El nacionalismo como refugio y elevación

La frustración, la ira comprimida y la inseguridad encuentran en el nacionalismo al menos dos cosas importantes: la promesa de refugio y la promesa de lo sublime. Sí, de lo sublime, de aquello que inyectará algo de excelsitud, causa y horizonte a tu propia cotidianeidad. El nacionalismo es inclusivo, ofrece un refugio contra las incertidumbres de este mundo que multiplica amenazadoramente las identidades, los roles sociales, los géneros, que quiere arrebatártelo todo, según te han hecho creer, para robarte, utilizarte, reírse de ti y enviarte a la nada, sin pasado, sin orgullo, sin historia.

Con el surgimiento de los Estados nacionales, y desde antes, todas las instituciones, toda la educación fue puesta en marcha para unir lo sublime y lo nacional, forjar el canon nacional. Para mantener el fuego eterno de lo heroico. Ese fuego que puede iluminar incluso tu propia existencia invisible. Pero lo heroico y lo sublime requieren extremos. Si eres políticamente correcto, si sigues las reglas, si no odias a los que son diferentes etc., sencillamente te vuelves invisible y anodino. El nacionalismo es kitsch, afirmaba el gran escritor europeo Danilo Kiš. El nacionalismo es cool, afirman los resultados de las elecciones de hoy.

Milan Kundera solía llamar a los medios de comunicación “reduccionistas del significado”. En cualquier caso, cada nuevo medio de comunicación reduce el significado para hacerlo accesible, popular, fácil de explicar al lector. Kundera dijo esto mucho antes de la aparición de las redes sociales tal y como las conocemos hoy. Qué podemos decir ahora, con TikTok, Facebook y los demás nuevos medios, cuando el significado –¿podemos acaso hablar de significado?, digamos el mensaje, no, el aviso– ha sido reducido y simplificado a la enésima potencia de lo que era antes. No dejo de pensar que primero perdimos la lucha por la educación y el gusto, la lucha por el sentido en comunidades cada vez más amplias, y a partir de ahí para los populistas y los nacionalistas aquello fue un juego de niños.

En su momento, los gauleiter del nazismo fueron los primeros a los que se les ocurrió usar el nuevo medio de la radio para su propaganda. Como se sabe, Hitler y su partido debieron gran parte de su victoria en las elecciones a la radio. La radio es total, actúa al instante, habla a todos (el periódico es lento y solo para los que saben leer). Hoy, los nuevos dirigentes de derechas, igual que su predecesor, consiguen cabalgar en los nuevos medios de comunicación, mucho más rápidos y totales. ¿Estamos a punto de ser testigos a los primeros dictadores TikTok, divertidos, inteligentes, carismáticos, con ejércitos de seguidores que se cuentan por millones?

Que quede claro, no son los nuevos medios de comunicación los que crean el populismo y el nacionalismo. Ellos sólo lo multiplicaron y contribuyeron a la radicalización. La facilidad con la que se puede usar el discurso del odio en las redes sociales, deshumanizar a través del lenguaje, humillar e insultar, o borrar virtualmente a alguien, está traspasando sin problema a la vida fuera de las redes. Si cien veces dices “cuchillo” y amenazas a alguien, el cuchillo de repente acaba apareciendo en tu mano.

En la novela describo unos grupos paramilitares emergentes que llamé “figurantes para revoluciones”. En su mayoría son jóvenes, robustos, de pelo rapado, pertenecientes a las hinchadas deportivas, con los héroes nacionales tatuados, que a cambio de cierta cantidad de dinero y un poco de entrenamiento se convierten en un ejército civil de rápida formación, capaces de simular protestas, reyertas o lo que se les encargue. Últimamente, veo cada vez más de estos figurantes, de estos extras para revoluciones en las calles, fuera de la novela.

Utopías que se convierten en distopías

“El centro resiste”, dice Ursula von der Leyen tras las elecciones europeas. Ojalá fuera así, pero tras los resultados de los partidos de la ultraderecha pienso que estamos más cerca de Yeats: Things fall apart; the centre cannot hold. En realidad, ¿podemos seguir hablando de centro y periferia? Me parece que, después de todo lo que ha ocurrido en los últimos años, es cada vez más problemático. Tenemos focos de tensión en un punto o en otro, lo que desplaza el centro al instante. Y la idea de que hay unas grandes potencias estables, un “centro” que puede apagar esos fuegos repentinos, intervenir con negociaciones etc., por desgracia se aleja cada vez más. Los propios “centros”, como Francia, Austria, Alemania, tras las últimas elecciones, se están convirtiendo en focos de tensión.

Mientras escribía mi novela, a menudo abría “La montaña mágica” de Thomas Mann. Hay un capítulo al final que se titula “Hipersensibilidad”. Describe la víspera de la primera gran catástrofe en Europa.

¿Qué pasaba? ¿Qué era lo que flotaba en el ambiente? Agresividad. Irritabilidad generalizada. Una desazón sin nombre. Una tendencia colectiva a los comentarios venenosos, a los arrebatos de ira, a la violencia casi física. Cada día estallaban grandes discusiones, gritos sin objeto ni medida entre individuos o entre grupos enteros...

A esta desazón e irritabilidad generalizadas, a la conversación rota y los arrebatos de ira es a lo que creo que hemos vuelto cien años después. Estos no necesitan ideología, algo más grave y existencial le ha pasado a lo humano. Las ideologías y los nacionalismos vienen a posteriori a poner sus huevos en los nidos huérfanos de sentido (añádase felicidad, tranquilidad, satisfacción o lo sublime) de la sociedad. Y entonces las utopías devienen distopías.

Desde las ventanas y puertas rotas de nuestra convivencia, desde las relaciones reventadas entre nosotros, desde el apocalipsis climatológico que se cierne, desde el abismo cada vez mayor entre personas inhumanamente pobres e inhumanamente ricas y desde el horizonte cada vez más menguante del futuro, empezarán a soplar vientos fríos y de soledad. La cuestión de la felicidad, o al menos de la normalidad de una sociedad, volverá a ser fundamental.

Y algo con lo que me gustaría terminar este texto. No crean que cuando los populistas nos prometen un pasado luminoso, digamos la supuesta tranquilidad y serenidad de los años setenta o de los ochenta, volveremos a tener diez, veinte, treinta o los años que tuviéramos entonces. En pocas palabras, el pasado personal es irreversible, pero el pasado político es reversible. Y ahí radica la suplantación y el peligro. El tiempo político puede repetirse, los estados totalitarios pueden regresar, y puede que no sea tan difícil volver de la democracia al totalitarismo. Incluso en Europa, que supuestamente se sabía las lecciones.  

Traducción del búlgaro de María Vútova

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