El príncipe del estraperlo
- Libros
- Pliego de cultura
- Jul 19
- 5 mins
Julio Muñoz Ramonet, el invisible príncipe del estraperlo, dejó a la ciudad de Barcelona el palacio de la calle Muntaner y también la extraordinaria colección de arte que colgaba de sus paredes. ¿Compromíso burgués con la ciudad y la cultura? Más bien no. Sobre todo fue un mafioso espabilado, un megalómano y, al fin, un forrado a quien públicamente acabó sustituyendo una leyenda negra.
De Julio Muñoz Ramonet (1916-1991) se recuerda que le encantaba dejar unas propinas de nuevo rico al cuadrado. ¿Muestra de generosidad de un millonario que se compró el coche de Alfonso XIII? Más bien no. Xavier Muñoz, que lo pensó muy a fondo (le dedicó un libro secuestrado para evitar más líos), considera que para Muñoz Ramonet la propina era sobre todo una forma de humillar al prójimo para recibir a cambio la veneración y el reconocimiento. En su testamento, talmente como si fuera la propina terminal dictada desde el paraíso final y fiscal de Suiza, Muñoz Ramonet —el invisible príncipe del estraperlo— dejó a la ciudad de Barcelona el palacio de la calle Muntaner donde vivió cuando en 1946 se casó con la hija de un gran banquero y también la extraordinaria colección de arte que colgaba de sus paredes. ¿Compromiso burgués con la ciudad y la cultura? Más bien tampoco.
“Con su gesto —explica Joan Miquel Grau— el empresario franquista perseguía que su persona quedara vinculada por siempre jamás a la generosidad”. Pero ni así. Durante lustros su herencia ha sido motivo de discordia entre las hijas Muñoz Villalonga y varios consistorios, de forma que el intento de lavado de cara no ha hecho más que embadurnar el nombre de una alcurnia que ha sido del todo fiel al ADN paterno. Lo detalla el periodista José Ángel Montañés, que hace años sigue el caso. Ahora bien, a base de litigar sobre el arte que posesionaba, hemos dejado de hablar de quién fue este santo barón. Porque no es que fuera un coleccionista con gusto, como lo fue Cambó. Qué va. Sin que dejara mucho rastro en hemerotecas y sin que tengamos constancia gráfica de él en su circunstancia, aquello que sobre todo fue es un mafioso espabilado, cada vez más megalómano y al fin un forrado a quien públicamente acabó sustituyendo una leyenda más negra que el Palau Robert de su reputación.
Hagámoslo rápido: Muñoz Ramonet es unos de los personajes más turbios y enigmáticos de la victoria en Barcelona, de la Barcelona franquista que aquí delimita Xavier Theros. Las anécdotas sobre él son infinitas (incluyendo el rumor sobre el asesinato de su amante, la prostituta de lujo Carmen Broto) e interminables las derivadas del enmarañado entramado del que era propietario (que va de desfalcos a detenciones, e incluso el acoso al juez Garzón). En el volumen Muñoz Ramonet. Retrat d’un home sense imatge [Muñoz Ramonet. Retrato de un hombre sin imagen] se recosen muchos hilos de esta trayectoria con documentos de archivo y reproducción de algunas de las obras con las que vacilaba a los invitados en su palacio. El libro lo ha coordinado el profesor Manuel Risques, que en su artículo inicial documenta sobre todo la relación del magnate con una banca suiza cada vez más suspicaz. El retrato que resulta, más que sobre una personalidad todavía indemne, se centra en una acción empresarial que, como detalla Montserrat Llonch, lo caracteriza como un destilado modélico de un tiempo de ignominia moral y económica.
Vinculado por vía familiar al textil, después de la guerra y gracias a las relaciones maternas con la élite local del poder, puso en marcha una actividad especulativa a partir de los cupos por tener algodón, más que nadie, a los que accedía de manera anómala en tiempo de la autarquía. A partir de aquí desplegaría sin freno una ingeniería corrupta que le permitió no solo driblar los delitos fiscales que podía cometer, sino aprovechar cualquier ocasión para multiplicar un patrimonio delirante. Compra empresas, compra grandes almacenes. Y entre testaferros, litigios y cambios de nombre de empresas, que fusiona una y otra vez, hincha un globo que solo se empezará a deshinchar, como explica José Martí Gómez, cuando la economía española entra en un cierto proceso de racionalización para no caer en bancarrota a finales de los cincuenta. ¿Siguiente estación? Suiza. Entonces Muñoz ya era propietario, gracias a uno de sus trapicheos, de la impresionante colección de arte Bosch Catarineu. Años atrás había sido empeñada a la Generalitat republicana por una empresa del textil a quien se había concedido un crédito. Lo explica muy bien Esther Alsina. Cuando Muñoz se quedó aquella empresa a bajo coste argumentó que no le tocaba devolver el préstamo por la colección: la entidad que lo había concedido —la Generalitat— ya no existía y, carambola, además cobraría, porque la obra en buena parte había sido expuesta o depositada en museos municipales. Y a partir de aquí, con un descaro principesco, empezaría a sacar provecho sin manías. Y desde entonces, mudanza para aquí, mudanza para allá, hasta hoy.
Muñoz Ramonet. Retrat d’un home sense imatge, Manuel Risques (ed.)
Coedición: Ajuntament de Barcelona - Comanegra
260 páginas
Barcelona, 2019
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