Durante meses tuve la suerte de vivir en la calle Riereta. El Raval tiene ese ambiente de suburbio propio de los grandes puertos en los que he tenido la oportunidad de vivir. Allí he sentido que estoy en mi casa y en el mundo. O mejor: la casa se confunde con el mundo. Es la protegida desprotección de un cruce de caminos, de dramas y de historias. Quizá sea por mi infancia de barrio pobre. Vivir entre lo diverso es una dicha y sospecho que solo en la diversidad aflora la semejanza. Así que fui feliz durante aquellos meses, entre nativos y viajeros llegados de lugares distantes. El edificio antiguo (¿siglo xix?) tenía paredes anchas, húmedas, y escaleras tortuosas. Me gustaba el artesonado del techo, la ventanita del cuarto, tronera que se abría a un dibujo de techos ennegrecidos, como en un lienzo de Braque. Disfrutaba del olor de las comidas que llegaban de diversos lugares: un solo y extraño aroma que en mi imaginación tenía que ver con Las mil y una noches. Grito lejano de los niños, alguna bachata, alguien que repetía un ejercicio de piano servían para hacer más intenso el silencio. Como soy habanero, el silencio me asombra, como un prodigio; aspiro a él, como a un milagro. Mucho más cuando se veía asociado a paredes anchas, antiguas, que hablaban de un tiempo en que Cuba ni siquiera pertenecía al “mundo conocido” por Occidente. El silencio, la antigüedad, son enigmas para un habanero. Un edificio anterior al siglo xviii nos sume en la perplejidad, en la melancolía.
Yo andaba por la calle Hospital y llegaba a la Biblioteca de Catalunya con la sensación de que había trascendido el pequeño espacio y el tiempo que se me había concedido. Difícil explicar el estremecimiento de quien necesita recordar un tiempo imposible. La extraordinaria biblioteca había sido un hospital. Continuaba con el propósito de salvar vidas. Sus paredes se habían comenzado a alzar antes de que las tres carabelas zarparan hacia las Indias equivocadas. Me sabía protegido. Entonces no tenía papeles, lo que significaba (significa) carecer de realidad. Tenía, digamos, la dudosa “ventaja” de que era blanco, de ojos azules: cumplía con los “parámetros”, hombre-de-los-nuestros-decente-inofensivo. Si callaba, podía camuflarme. Si bajaba la mirada, me volvía invisible. Sin embargo, saber que pasaporte y visado han caducado es parecerse a un funambulista sin el don de cuerdas y equilibrios. En la biblioteca nada había que temer. El paraíso en forma de biblioteca, que diría Borges. Tampoco en el jardín del hospital. Todos éramos lo mismo. Estudiantes radiantes y mendigos dignos. Gozoso o resueltamente triste, el jardín no perdía la virtud hospitalaria.
Cuando no leía, una de mis grandes pasiones consistía en imaginar la vida de los desconocidos. ¿De dónde venía el chico de apariencia marroquí? ¿Gracias a qué designios la señora del pañuelo, con aspecto de rumana, había terminado recogiendo periódicos para sentarse en las galerías? No todos éramos extranjeros. Un joven blanquísimo dormía en un banco y, cuando despertaba, hablaba en catalán. “Es de Igualada”, informaba una chica con rastas que había llegado de Berga. Me sentaba junto a un anciano que leía. Su libro, para mi sorpresa, era Gargantúa y Pantagruel. Yo hubiera esperado que estuviera leyendo Isis desvelada: casi nunca acertamos con los prejuicios. A veces levantaba la vista, como quien emerge para comprobar que la Tierra continúa girando. Me sentía un vagabundo más, pero no lo era. Aun “sin papeles”, me esperaba un pequeño piso en una finca de Riereta; las paredes me resguardarían del clima. Me ducharía, bebería sopa, tendría una cama con sábanas. Me echaría y conocería el sobresalto de estar en el centro del mundo. Barcelona sería el centro del mundo, y el vagabundo lector de Rabelais, el profeta de un entusiasmo desconocido.
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N104 - Jul 17 Índice
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