El distrito subterráneo

Il·lustració © Oriol Malet

En el subsuelo del Eixample se encuentran las mismas calles que en la superficie, pero mucho más estrechas. En ellas se reflejan la vida exterior y la de las casas.

Ildefons Cerdà escribió que el alcantarillado de la ciudad se parece al sistema arterial de algún ser misterioso de dimensiones colosales. La frase resume muy bien la doble visión que todos solemos tener cuando pensamos en el alcantarillado: por un lado, una imagen mítica que nos remite a Jean Valjean recorriendo las alcantarillas de París, el Fantasma de la Ópera navegando en la oscuridad hacia su isla subterránea o la persecución en el subsuelo de Viena en la película El tercer hombre; por otro, una visión pragmática e higienista que nos hace imaginar el subsuelo como un ordenado mecanismo hidráulico del tamaño de una ciudad, exento de cualquier tipo de aliciente aventurero. Como acostumbra a suceder, la realidad se encuentra a medio camino entre estas dos visiones extremas.

Un descenso a las alcantarillas empieza con sensaciones auditivas y olfativas que no esperamos y que nos sorprenderán. El sonido, de entrada, cambia de un modo tan radical que desconcierta: las galerías están hechas de secciones de hormigón que las aíslan del exterior y eso hace que, al bajar por un pozo de registro, tan pronto como nuestros oídos quedan por debajo del nivel de la calle, los ruidos del tráfico desaparezcan y nos quedemos como aislados en un mundo poblado por sonidos de agua corriente y vibraciones de convoyes de metro que corren unas calles más allá. En segundo lugar, nos sorprende el olor: mineral, ácido, como de cisterna antigua, no necesariamente desagradable.

En el subsuelo del Eixample, que es el que he podido conocer, se encuentran las mismas calles que en la superficie, aunque mucho más estrechas. Tienen un canal central, naturalmente, llamado cubeta, y acera a un lado o a los dos –las banquetas–, y a él llegan los pequeños albañales, los tubos por los que desaguan los edificios, y los túneles laterales –mucho más grandes– que conducen hasta las bocas de alcantarilla de las aceras, lo bastante anchas para que pase una persona para su limpieza. En las esquinas están los nombres de las calles, negro sobre blanco.

Il·lustració © Oriol Malet © Oriol Malet

 

La vida de la calle y de las casas se reflejan en el subsuelo: si una lavadora, en un piso, empieza a aclarar la ropa, aquel tramo de alcantarilla se llena de agua jabonosa, y a primera hora de la mañana no es prudente bajar, porque los vecinos se levantan, se duchan, y el nivel del agua puede llegar a subir mucho en pocos minutos. Y, hablando del nivel del agua, la mayoría de los vecinos del Eixample no sospechan que la Diagonal es un río impetuoso que recoge las aguas de los torrentes de Collserola y que llega a su caudal máximo en el cruce con el paseo de Sant Joan, bajo el monumento a Verdaguer, donde parte de la corriente se desvía hacia depósitos de contención que permitirán aprovechar el agua para el riego. En el fondo del pozo a donde se precipita esta agua, un lugar de difícil acceso y peligroso, los operarios de mantenimiento encontraron un día unos desconcertantes grafitis, tanto como la bicicleta que tiempo después encontraron aparcada en una banqueta de otra calle del barrio.

Los vecinos tampoco sospechan que las corrientes de las alcantarillas se precipitan en cascadas escalonadas al llegar a la calle Aragó, ya que el alcantarillado tiene que salvar por debajo la línea de tren que por allí discurre, heredera de la antigua zanja ferroviaria. Allí el ruido de la cascada se mezcla con el del río de la Diagonal, y se les suma de vez en cuando el estrépito del tren que pasa a pocos metros.

El alcantarillado, además, recuerda a la ciudad su geografía perdida: la red ha de seguir por fuerza las cuencas fluviales del llano y, de este modo, la configuración del subsuelo conserva la memoria de las siete colinas sobre las que se erige la ciudad y que hoy, perdidas bajo calles y edificios, quizás solo los folcloristas recuerdan: el monte Tàber, el monte Carmel y la Creueta del Coll, y los cerros de la Rovira, el Putxet, Monterols y la Peira.

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