El apocalipsis cultural

Ilustración ©Octavi Serra

Hay un debate dentro de la izquierda que se me antoja no solo intelectualmente engañoso sino políticamente estéril. Me refiero al que, desde un marxismo muy sumario, cuestiona la necesidad de dar la “batalla cultural” en un mundo de injusticia y desigualdad materiales; y que pretende, además, que solo los datos pueden disolver los “relatos”, juzgados siempre fraudulentos o, al menos, distractivos.

El hábitat natural del ser humano, no lo olvidemos, es el lenguaje y la economía funciona con palabras no menos que la poesía. Eso no quiere decir que la economía sea espiritual (aunque a veces, sí, abstracta), sino que la poesía (y no digamos la propaganda) es tan material como el pan mismo. De hecho, ninguna revolución de la edad moderna ha pedido pan o ha pedido solamente pan. Uno puede verse reducido al extremo de tener que pedir comida, pero el que lo hace sabe que, de esa manera, se está tratando a sí mismo como a un animal y no como a un ser humano. Si falta, el pan se roba o, al menos, se reclama; y reclamar el pan es inscribir la palabra pan en un circuito semántico en el que enseguida colinda con otros conceptos igualmente materiales: la Revolución francesa, que en buena parte surgió del hambre de los sans-culottes, exigía igualdad, libertad y fraternidad.

Las revoluciones árabes de 2011 nunca pronunciaron o escribieron la palabra pan sin pronunciar o escribir a su lado libertad y dignidad. Ninguna crisis es una crisis desnudamente económica arropada en el lenguaje cifrado de la alucinación ideológica o de la alienación religiosa, esos turbios fantasmas que ocultarían la verdad del mundo. Los seres humanos (y los sistemas que los dominan) no se disputan solo los territorios o los recursos materiales; se disputan también las palabras con las que nombran sus cuerpos y las relaciones que mantienen entre ellos. Quiero decir, que toda crisis es siempre una crisis de sentido o, si se prefiere, una crisis onomástica. En las crisis, los nombres se convierten en campos de batalla, en hospitales de campaña, en regazos maternos y en clavos ardiendo.

Esto ha ocurrido siempre, pero sobre todo desde que el concepto crisis abandonó el campo nosológico (donde designaba el momento en el que se decidía, en favor o en contra, el curso de una enfermedad) para convertirse, en el siglo xix, en el metrónomo mismo del “progreso” capitalista. La crisis ya no es un “momento” en el que podemos ganar o perder la vida, tampoco una recurrencia peligrosa; es la regla interna de una “civilización” en la que, para bien y para mal, “Dios ha muerto” y “todo lo sólido se disuelve en el aire”.

Ilustración ©Octavi Serra Ilustración ©Octavi Serra

No fueron Marx y Engels los que zaparon el mundo más o menos estable de los antepasados; ni fue Nietzsche el que mató a Dios. Fue, si se quiere, la convergencia de tres fuerzas autónomas que el miedo reaccionario confunde hoy en favor de los destropopulismos y neofascismos rampantes en todo el planeta: me refiero al capitalismo, a la ciencia y a las luchas de liberación.

El capitalismo, y más en su versión neoliberal, es una sindemia, por decirlo como Merrill Singer, o una policrisis, según Adam Tooze; es decir, un racimo dinámico de entropías crecientemente aceleradas y relativamente emancipadas de la política. La ciencia, por su parte, uncida a su aplicación tecnológica, parece haber cumplido ya la predicción que hizo el físico Von Neumann en 1957: “Está acercándose hacia algún tipo de singularidad esencial, un punto de inflexión en la historia de nuestra raza más allá del cual los asuntos humanos, tal como los conocemos, no podrán continuar: el progreso se volverá tan complejo y veloz que no podremos comprenderlo”.

En cuanto a las luchas de liberación, en las últimas décadas, han construido nuevos sujetos de derechos que a veces buscan incluso un nombre en el que reconocerse y desde el que reclamar un hueco en el mundo antiguo. Esto no es un relato, salvo en el sentido en el que una descripción también lo es. Crisis quiere decir complejidad; y esta complejidad, objetiva y material, está asociada a una dificultad sin precedentes para responder con claridad a esas tres preguntas que cada época se ha hecho y ha respondido a su manera: ¿Quién tiene el poder? ¿En qué puedo creer? ¿Qué significan las palabras?

Dostoyevski —recordémoslo— escribió que, “si Dios no existe, todo está permitido”. No, el problema es mucho más grave: si Dios no existe, todo puede ser renombrado. Cuando Hermógenes y Crátilo, en un conocido diálogo de Platón, discutían acerca de quién es el Nominador —si un dios arbitrario o un dios que dejaría hablar a las cosas mismas—, lo que a Sócrates le preocupaba era la posibilidad de la mentira, inscrita en el corazón del lenguaje como su libertad más íntima e inexpugnable. Ahora bien, la destructiva posibilidad de mentir hacía libre al hombre, no mentiroso al mundo.

Durante siglos, en efecto, los humanos han mentido, engañado, exagerado, cambiado los nombres de las cosas, pero en condiciones tales que el sentido común podía seguir creyendo en la idea de un Nominador que habría dado un nombre único y verdadero a las cosas. Esas condiciones no existen. Hoy es el mundo mismo el que miente.

Pronunciar el nombre de las cosas

La llamada batalla cultural, digamos, es la más material de las batallas, porque es la batalla por los nombres de las cosas, que han dejado de ser seguros (como ha dejado de serlo la Tierra misma); es decir, que han dejado de ser nuestra casa común. No podemos vivir a la intemperie. Necesitamos saber pronunciar el nombre de las cosas, tanto más allí donde percibimos que las cosas mismas se disuelven en el aire o se enredan y se funden en coladas informes de lava derretida.

En medio de una complejidad solo asible para la inteligencia artificial (IA), nos urge saber al menos cómo se llaman los cuerpos, qué quieren decir las palabras, cuál es la conexión “verdadera” entre significantes y significados. No debemos tomar a la ligera el desasosiego de los votantes destropopulistas ni despreciarlo como la simple reelaboración mistificadora de un malestar económico más profundo. La protesta es subjetiva, el malestar, no.

En este contexto de crisis onomástica, la tentación es, en consecuencia, doble: la de volver a los nombres que Dios o la Iglesia o los antepasados dieron a las cosas, tal y como reclaman los más reaccionarios, o la de desconfiar de todos los Nominadores, como hacen los conspiracionistas de todos los colores. ¿Quién tiene el poder? Soros, el lobby gay, la conspiración feminazi, los inmigrantes. ¿Qué significan las palabras? Mujer quiere decir vagina, hombre quiere decir pene. ¿En qué podemos creer? En nada que diga una institución, una imagen, una noticia; en cualquier cosa que diga un chiflado.

El antropólogo italiano Ernesto de Martino, muerto en 1965, caracterizaba las épocas de “apocalipsis cultural” como aquellas en las que al “exceso de significado” (lo que yo llamo pansemia) se respondía con una “oligosemia” estricta y puritana: al igual que los fanatismos religiosos, el neofascismo es fundamentalmente oligosémico. Vivimos, sí, una crisis onomástica severa o, lo que es lo mismo, una época apocalíptica; no a consecuencia del cambio climático o de la proliferación de guerras asesinas, sino por la multiplicación de los nombres y la tentativa violenta, frente a ella, de unificarlos todos en un par de antónimos irreconciliables.

Los nombres han quedado disueltos, decía, como resultado de tres fuerzas convergentes, pero independientes en origen: el capitalismo neoliberal, las ciencias aplicadas y las luchas de liberación. Pensemos, por ejemplo, en el feminismo, cuyos avances son inseparables, al mismo tiempo, de estos tres factores. El neoliberalismo ha desacralizado la sexualidad femenina mediante una contractualidad mercantil; la ciencia ha separado la reproducción y la maternidad y, aún más, la maternidad y la gestación, franqueando las puertas del deseo femenino, pero sembrando también angustiosas aporías éticas y jurídicas; las luchas feministas, por su parte, han obligado a cambios antropológicos y legales decisivos. Es necesario pero difícil discernir entre estos tres factores. Por eso, como dice Clara Ramas en su excelente El tiempo perdido, el feminismo se ha convertido en la bestia negra del desasosiego reaccionario: “El género —escribe Ramas— es la última trinchera de la identidad. El género es, por ello, la última trinchera en la guerra cultural de la melancolía. El género es, piensan los melancólicos, el último asidero al que agarrarse para saber quiénes somos y qué debemos hacer cuando la destrucción creativa del capitalismo lo ha arrasado y revuelto todo”. Frente a la pansemia, la oligosemia defensiva se centra, en efecto, en la inmigración, en el universalismo y en el feminismo.

Quién será el nuevo Nominador

Si Dios no existe, todo puede y todo debe ser renombrado. La cuestión es saber quién será el nuevo Nominador. ¿Otro dios? ¿Los antepasados? ¿Un caudillo? ¿El mercado? ¿El individualismo neoliberal? ¿La ciencia? ¿La IA? ¿Qué tiene que decir al respecto una política democrática? Nadie ha explicado mejor que Luis Alegre Zahonero este proceso moderno de desconexión entre las palabras y las cosas, que, en ausencia de un Nominador, nos obliga a movernos en un marasmo angustioso, entre Nietzsche y Kant, a sabiendas de que no podemos ni reconstruir ese pasado “idílico”, cuya estabilidad excluía a las mujeres, a los homosexuales y a los racializados, ni renunciar a definir los fenómenos, es decir, a limitar, es decir, a nombrar en común los objetos (y los sentimientos) convertidos en mercancías solubles por el capitalismo.

En El lugar de los poetas, Alegre nos recuerda que, frente al “peso de las generaciones muertas” y la actualidad pura del consumo, existe una tradición republicana cuyo pasado debemos renovar todos los días: el de una esfera pública que el destropopulismo reaccionario y el neoliberal quieren destruir. Por eso, hoy es más importante que nunca la defensa de la democracia como espacio de deliberación nominativa y la del derecho como herencia de las luchas pasadas contra los dioses y contra las mercancías. Algunas cosas seguirán llevando los mismos nombres; a otras les pondremos nombres nuevos. A la mariposa, por ejemplo, decidiremos entre todos llamarla mariposa; para las relaciones entre hombres y mujeres, entre humanos y naturaleza, entre vivos y muertos, discutiremos juntos, en cambio, nuevos significados y conexiones. Qué debemos conservar y qué debemos descartar no puede ser decidido por ninguna fuerza emancipada de la trabajosa razón común de los ciudadanos: ni iglesias ni mercados ni tecnologías ni tiranos.

Referencias bibliográficas

Alba Rico, S. “Vivir en peligro”.  Serra, C., Garaizábal, C. y Macaya, L. (editoras). Alianzas rebeldes. Un feminismo más allá de la identidad. Bellaterra, 2021.

Alegre Zahonero, L. El lugar de los poetas. Akal, 2017.

De Martino, E. La fine del mondo. Contributo all’analisi delle apocalissi culturali. Einaudi, 1977.

Labatut, B. Maniac. Anagrama, 2023.

Ramas, C. El tiempo perdido. Arpa, 2024.

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