¿Dónde están los blancos?
- Dosier
- Oct 18
- 19 mins
Por primera vez desde hace muchos años en Estados Unidos se habla de fascismo para referirse a la renacida retórica del supremacismo blanco y a la amenaza que supone para el país. Mi padre y su familia vivieron los pogromos de la Rusia de principios del siglo xx. Ahora que con Trump vuelven las políticas de segregación, reconozco que los temores de infancia de años atrás vuelven a ocupar mis sueños. Siento angustia por mis hijos negros adultos cuando van por la calle de noche.
Desde las elecciones de Estados Unidos de 2016, como en muchas ciudades de Europa, estamos viviendo una época estremecedora. Los espectros del racismo y el fascismo nos amenazan una vez más. En mi país, desde la frontera de Texas y en gran parte del territorio hasta la ciudad de Nueva York, donde vivo —en general, una ciudad muy progresista y ciertamente diversa, que acoge a millones de inmigrantes—, las personas de color de todos los orígenes sufren una horrible violencia verbal, institucional y física. La situación notoria más reciente es la separación de niños, entre ellos algunos muy pequeños, de sus padres en nuestra frontera del Sur, donde se detiene, se deporta, se criminaliza y, literalmente, se enjaula a personas que huyen de la opresión. Hemos visto bebés llorando desconsolados, niños pequeños gritando a sus padres mientras se les ignora, adolescentes sentados en posturas de desesperación. A algunos de estos niños los han trasladado a ciudades lejanas mientras sus padres permanecían en centros de detención. Los hay que quizás no se reencontrarán nunca.
Soy hija de un padre inmigrante que emigró aquí con sus padres y un hermano más pequeño a principios del siglo xx des de Kishinev, Rumania, actualmente Chisináu, Moldavia. En 1968, cuando aún era ilegal en muchos estados pese a la decisión del Tribunal Supremo de 1967 de legalizar el denominado matrimonio interracial, yo, una judía blanca, me casé con un afroamericano y con él crié a dos hijos negros, viviendo mi vida más íntima en una familia negra. Como mujer y madre, me volví profundamente consciente de mi condición de blanca, con sus privilegios y zonas de seguridad, y al mismo tiempo sentí rabia, tristeza y angustia por el bienestar de mis hijos y mi marido en las calles de Estados Unidos. Como profesora universitaria de escritura creativa y literatura afroamericana durante muchos años, aprendí, estudié y enseñé la historia racial de Estados Unidos, participé en la concienciación racial, trabajé por la diversidad institucional, en lo referente a la justicia tanto de género como racial. Aprendí estos valores en la infancia. Mi padre había sido comunista desde joven en la “madre patria”, había combatido con la Brigada Abraham Lincoln en la Guerra Civil española y es la figura central de mis memorias más recientes.1 De hecho, debido a mi experiencia vital, toda mi vida como escritora de ficción, ensayos y memorias ha incorporado de manera central lo que Toni Morrison ha denominado la “historia profunda”2 en materia racial, una expresión que exige una exploración y un análisis personales, además de un compromiso con el activismo. Soy una mujer judía con familiares asesinados en el Holocausto, aunque no tuve la oportunidad de conocerlos. Mi padre y su familia vivieron los pogromos de la Rusia de principios del siglo xx. Veo a los niños llorando desesperados en nuestra frontera sur con el horror que muchos norteamericanos sienten ahora, y espero que al final podamos derrotar las malvadas ideologías que han abierto las cicatrices del racismo y la intolerancia arraigadas en doscientos años de esclavitud humana, seguidos por más de cien años de un apartheid a la americana conocido en el sur como leyes de Jim Crow, y la segregación generalizada que aún existe por todo el país y que, pese a ser ilegal, caracteriza a nuestras instituciones educativas, judiciales, profesionales, empresariales y artísticas. Todo ello forma parte de mí, y yo vengo de todo ello. En los primeros meses de la administración Trump, empecé a utilizar la voz para escribir y los pies para manifestarme tan a menudo como pude, para protestar y describir los acontecimientos que tenemos que afrontar de cara, si no queremos sufrir sus consecuencias, como personas preocupadas por la justicia y la igualdad, como seres humanos en un mundo cada vez más amenazador.
En todas las memorias de escritores afroamericanos hay un momento —al principio, quizás cuando el escritor tiene cinco o seis años— de conciencia racial; qué significa el color de la piel, además de ser una tonalidad de bronceado o marrón: soy negro. Y, a partir de este momento, se instala firmemente una necesidad: luchar contra los ataques a la dignidad y la libertad.
Procuro levantarme cada vez que me hunden la rabia y el miedo que genera Trump. Mucha gente habla de cómo se entrelazan temores antiguos y nuevos, de los traumáticos tiempos pasados que se infiltran y ensucian la época actual, como los colores mezclados de una acuarela mal hecha, del estrés líquido que enturbia lo que, sobre todo en este momento, tendría que ser cristalino. Los amigos dicen que no pueden leer el periódico, ver los telediarios o entrar en las redes sociales. Escucho música, leo un libro, paseo, dicen. Yo hago lo mismo, pero luego nos desdecimos de ello: tenemos que estar informados. Si no, ¿cómo podemos prepararnos para las luchas que nos esperan?
Mirando atrás para buscar modelos y lecciones de la resistencia pasada, recuerdo los tiempos y las maneras en que la gente luchaba, entre nosotros mismos y en las calles. En todas las memorias de escritores afroamericanos hay un momento —al principio, quizás cuando el escritor tiene cinco o seis años— de conciencia racial; qué significa el color de la piel, además de ser una tonalidad de bronceado o marrón: soy negro. Y, a partir de este momento, se instala firmemente una necesidad: luchar contra los ataques a la dignidad y la libertad. “Estoy dispuesta a luchar contra todos los asesinos externos tanto como sea necesario”3, escribió Alice Walker; una batalla para evitar la invasión, tanto fuera como dentro. “Hemos vivido cosas peores”, ha dicho reiteradamente mi marido afroamericano desde que los resultados de las elecciones nos dejaron a muchos en un estado primero de shock y después de un horror creciente durante el último año y medio. Recordando los años de infancia en la segregación total en el Sur de la legislación de Jim Crow, dice: “Fue duro, fue muy opresivo, pero lo superamos. Y también superaremos esto”, añade. ¿Con dudas? Con coraje: se refiere a las amenazas diarias a la democracia, a la campaña salvaje basada en odios salvajes, reiterados en la toma de posesión y, ya desde la presidencia, a través de numerosos discursos, tuiteos y políticas.
El espíritu del movimiento de los derechos civiles
Ain’t gonna let nobody turn me around [No deixaré que em faci girar cua ningú].4 El moviment dels drets civils, tant en filosofia com en estratègies, va engendrar tots els nostres moviments d’alliberament, aquí i arreu del món, i Obama va capturar aquest esperit en el lema de la seva primera campanya: “¡Sí se puede! Yes we can!” El compromís és lluitar malgrat la gran dificultat i l’oposició, i la lluita sempre és tant fora de nosaltres com entre nosaltres mateixos. La fe és que hem de tirar endavant i que d’alguna manera sobreviurem. És una fe ben arrelada en la història afroamericana, des de l’esclavitud, passant per la segregació de Jim Crow, fins a la reclusió massiva de persones negres a les nostres presons actuals.
Ara és el moment que tots els ciutadans, ja siguin nascuts als Estats Units, o fills i nets d’immigrants o nord-americans naturalitzats, prenguem com a model els grans patriotes que van lluitar als carrers i dins de les seves pròpies ànimes, “like a tree that’s standing by the water” [com un arbre al costat de l’aigua],5 per la justícia, per les llibertats recollides en la nostra constitució durant dos segles, però que per a molts nord-americans encara no s’han materialitzat.
Ain’t gonna let nobody turn me around [No dejaré que nadie me haga echar atrás].4 El movimiento de los derechos civiles, tanto en filosofía como en estrategias, engendró todos nuestros movimientos de liberación, aquí y por todo el mundo, y Obama captó este espíritu en el lema de su primera campaña: “¡Sí se puede! Yes we can!” El compromiso es luchar pese a la gran dificultad y la oposición, y la lucha siempre es tanto fuera de nosotros como entre nosotros mismos. La fe es que tenemos que salir adelante y que de alguna manera sobreviviremos. Es una fe bien arraigada en la historia afroamericana, desde la esclavitud, pasando por la segregación de Jim Crow, hasta la reclusión masiva de personas negras en nuestras cárceles actuales.
Ahora es el momento de que todos los ciudadanos, ya sean nacidos en Estados Unidos, o hijos y nietos de inmigrantes o norteamericanos naturalizados, tomemos como modelo a los grandes patriotas que lucharon en las calles y dentro de sus propias almas, “like a tree that’s standing by the water” [como un árbol que se alza junto al agua],5 por la justicia, por las libertades recogidas en nuestra constitución durante dos siglos, pero que para muchos norteamericanos aún no se han materializado.
Todos los detenidos que comparecían ante la jueza eran negros o de piel oscura, igual que la mayoría de las familias que allí esperaban. Las únicas personas blancas, aparte de mí misma, eran algunos abogados, la mayoría de los guardias de seguridad y policías y la jueza. Cuando la madre del chico fue a visitarlo a Rikers Island, la acompañó una amiga sudafricana para darle apoyo. “Creía que no teníais apartheid, en Estados Unidos” –dijo la amiga–. “¿Dónde están los blancos?”
El hijo de un familiar, un chico negro de dieciocho años que conozco y a quien quiero desde que nació, tuvo problemas con la justicia a raíz de diversas detenciones provocadas por una adicción. No hubo violencia en ningún caso, pero fueron delitos de diversa gravedad, y finalmente pasó casi dos años en la cárcel, primero en el famoso complejo penitenciario de Rikers Island de la ciudad de Nueva York, mientras esperaba el juicio, y finalmente en dos cárceles estatales neoyorquinas, hasta que se le concedió la libertad condicional. En la última vista, la jueza que previamente le había impuesto prisión provisional, por motivos que solo podemos especular, se replanteó la duración de la pena y la redujo de los siete años íntegros originales a la posibilidad de salir en libertad condicional después de un año y medio. Quizás sabía qué se encontraría un joven negro, bastante inocente pese a su historial reciente, en una prisión del estado de Nueva York. Quizás le influyeron los informes de buena conducta durante los meses que pasó en Rikers Island, o quizás le tomó afecto después de las diversas vistas. El acompañamiento constante de la familia, unos “ciudadanos honrados”, demostrándole apoyo con nuestra presencia; la suerte de encontrar un abogado excelente de una organización que ofrece servicios legales gratuitos; todo ello, sin duda, fue una ayuda de la que carecen muchos jóvenes que se lo merecen tanto como él. Algunos de ellos, en realidad, son aún niños que han cometido errores, que han tomado caminos equivocados, que necesitan apoyos de todo tipo para tener otra oportunidad en la vida. En cualquier caso, la jueza, después de que el chico se declarase culpable, lo envió a prisión, pero la libertad condicional ya le ha permitido volver a casa, lo que todos hemos recibido con un gran alivio.
Cuando le visitamos en diferentes centros, casi todos los reclusos eran negros o de piel oscura. Estas “comunidades de color”, casi siempre rodeadas de comunidades blancas más numerosas y más libres, son un reflejo de la mayoría de nuestros barrios, escuelas, centros culturales, actos cívicos y artísticos: nuestras vidas norteamericanas mayoritariamente segregadas.
Cuando trasladaron al chico a la última cárcel, habíamos asistido a diversas vistas en el centro de Manhattan, procurando causar una buena impresión a la jueza tan bien como sabíamos: “Este chico no está solo, este chico tiene familia, este chico es querido.” Un día, allí sentada, cogiéndome las manos, suplicando en silencio, oí a otra visitante, miembro de un grupo de personas blancas que había ido al juzgado en el marco de una visita guiada a la ciudad de Nueva York, que decía en voz baja a la persona de al lado: “¿Dónde están los blancos?” Porque, por supuesto, todos los detenidos que comparecían ante la jueza eran negros o de piel oscura, igual que la mayoría de las familias que allí esperaban. Las únicas personas blancas, aparte de mí misma, eran algunos abogados, la mayoría de los guardias de seguridad y policías y la jueza. Cuando la madre del chico fue a visitarlo a Rikers Island, la acompañó una amiga sudafricana para darle apoyo. “Creía que no teníais apartheid, en Estados Unidos” –dijo la amiga–. “¿Dónde están los blancos?”
Reaparece el fascismo, empieza la resistencia
Todo ello fue más de un año antes de la elección de Trump para la presidencia, después de una campaña cargada del lenguaje de la supremacía blanca, las amenazas y los insultos explícitos e implícitos que han marcado las elecciones y las políticas de Estados Unidos durante siglos, ahora en voz alta y abiertamente, de nuevo. Aunque hasta ahora, en nuestra historia, no se la ha vencido nunca del todo, ni ha desaparecido, por primera vez desde hace muchos años los comentaristas hablan de fascismo para referirse a la retórica, a los oradores y a la amenaza que suponen para nuestro país. Es un proceso y un resultado que hemos visto antes, en Europa en los años treinta y cuarenta, en el período de McCarthy de los años cincuenta en Estados Unidos, y ahora, en 2018, en Estados Unidos y muchos otros países europeos. Esta visión del mundo la integran muchos aspectos medioambientales, económicos y globales, pero, como en los anteriores ascensos al poder del fascismo, el odio hacia “el otro” fomenta la violencia verbal y física, y permite las políticas asesinas que la administración Trump implanta cada vez más.
Años atrás, en una clase de tradiciones literarias afroamericanas con un alumnado mayoritariamente blanco, enseñé la letra del Himno Nacional Negro, Lift every voice and sing [Alzad todas las voces y cantad],6 una canción que saben todos los afroamericanos que he conocido, pero que muchos blancos desconocen. La última vez que la escuché fue el año pasado, el día de Martin Luther King, en el Cuerpo de Bomberos de Nueva York. Junto con otros afroamericanos veteranos, mi marido, que entonces era el subdirector del cuerpo, recibió un homenaje por sus servicios. Había trabajado con un equipo durante años, con el apoyo de una orden judicial, para diversificar una institución hasta entonces formada casi exclusivamente por blancos en medio de una ciudad multirracial y multicultural. Todos los bomberos y los funcionarios de color se levantaron y cantaron, y algunos blancos también, o se quedaron de pie, en silencio, pero con respeto, sintiéndose honrados, igual que yo, espero, de cantar o escuchar aquellas palabras.
Lift every voice and sing, til earth and heaven ring,
ring with the harmonies of liberty.
let our rejoicing rise, high as the glistening skies,
Let it resound, loud as the rolling sea […]
Stony the road we trod
Bitter the chastening rod
felt in the day that hope unborn had died.
Yet with a steady beat, have not our weary feet
come to the place on which our fathers sighed.
[Alzad todas las voces y cantad, hasta que resuenen en la tierra y el cielo
Con las armonías de la libertad.
Que se eleve nuestro gozo hasta el cielo resplandeciente.
Que suene con fuerza como el oleaje del mar (...)
El camino pedregoso
La amarga vara de castigo
Sentida el día que la esperanza murió antes de nacer.
Pero con un ritmo constante, no han llegado nuestros pies fatigados
al lugar en el que suspiraron nuestros padres.]
Me enseñó la canción en 1953 una maestra blanca en clase de sexto, en una escuela pública. La mayoría éramos de origen judío, italiano o irlandés. Un solitario chico negro, que se llamaba George, destacaba en medio de nuestra blancura. Eran los años cincuenta y repartidos entre la población escolar había un pequeño grupo de “niños de pañales rojos”, hijos de padres comunistas, entre ellos yo misma. Nos habían enseñado a temer a los hombres del FBI que a menudo nos seguían hasta la escuela, nos preguntaban sobre nuestros padres, llamaban a casa al anochecer. Los riesgos eran grandes: detenían y encarcelaban a nuestros padres. Los que teníamos un padre inmigrante, como era mi caso, siempre temíamos la amenaza de la deportación. Citaron a muchos a declarar ante el Comité de Actividades Antiamericanas, acusados de traición, y les presionaron para que dieran el nombre de camaradas y amigos, si no querían entrar en la lista negra nacional y quedarse sin trabajo. El pequeño grupo de los “niños comunistas” salíamos a la avenida a la hora de comer y discutíamos con los demás sobre McCarthy, sobre un sistema de valores que, como insistían nuestros padres, era el auténtico corazón de su filosofía política de igualdad social y económica, separada durante años, de alguna manera, de las ilusiones y el conocimiento de las tiranías de los denominados gobiernos socialistas. “Los negros deberían tener los mismos derechos que los blancos”, gritábamos. “Los trabajadores tendrían que beneficiarse de su trabajo. Los barrenderos son tan dignos como los médicos”. Y los niños norteamericanos normales nos gritaban que volviéramos a Rusia.
La maestra que nos enseñó el Himno Nacional Negro era una “simpatizante”, una “compañera de viaje”, como denominábamos a la gente que compartía nuestras creencias pero que no era miembro del Partido Comunista. También era la maestra de música y tocaba el piano en los actos en que, después de cantar el otro himno, todos alzábamos las voces y cantábamos Lift every voice.
Aquellos días resuenan con fuerza en mi pensamiento, actualmente: el miedo a que deportasen a nuestros padres, los amigos y parientes detenidos, encerrados, por desafiar la ortodoxia política. “¡Encerradla!”, gritaban los simpatizantes de Trump en auditorios y estadios —y podios— cuando se mencionaba el nombre de Hillary Clinton. Palabras aterradoras, recuerdos espantosos que desembocan en una época estremecedora.
Ahora, como muchos han escrito y seguirán escribiendo, ha empezado la resistencia, para preservar la fe y la esperanza, y recuerdo el grito de los españoles que resistieron al fascismo franquista en 1936: “¡No pasarán!”
Un legado que tenemos que aprender a compartir
Me asalta un recuerdo muy reciente. Una tarde de principios de diciembre, camino por una avenida de un barrio de Manhattan famoso por su política progresista, aunque también por una creciente riqueza y unas profundas bolsas de pobreza. Es conocido por su diversidad, aunque en muchas de sus manzanas y bloques de pisos hay tanta segregación como en la mayoría de ciudades y pueblos de este país. He ido a comprar regalos a una calle repleta de gente, y paso junto a las hileras de árboles de Navidad, con un aroma a pino que me trae recuerdos de encuentros familiares durante las fiestas de años pasados. En la esquina, un taxi se detiene para permitir que los peatones crucen. Un hombre blanco alto y atlético cruza delante de mí, y cuando llegamos a la acera se dirige gritando a su hija de unos seis o siete años. La tiene al lado, pero grita para que todos le oigamos: “Hay que ir con cuidado con los imbéciles que conducen taxis hoy en día. Son todos extranjeros, malas personas, que no tendrían que estar aquí. Si pueden, te matan”. Miro al taxista, preguntándome si lo ha oído. Como muchos taxistas de la ciudad hoy en día, tiene la piel oscura, es un inmigrante, un ciudadano naturalizado o un norteamericano descendiente de una familia que vive aquí desde hace generaciones.
Personas de todos los orígenes se manifiestan, camaradas de piel oscura y de piel clara, con pancartas que dicen: “Aquí estamos y no nos vamos”; “Soy hija de un inmigrante y estoy orgullosa de ello”; “No es mi presidente”. Nuestra herencia común.
Y así recuerdo que, incluso en Nueva York, muchos votantes estuvieron dispuestos a votar a un hombre que utiliza la intolerancia de todo tipo para movilizar a sus simpatizantes y que ha nombrado en su gobierno a una pandilla de personas así.
We have come, over a way that with tears has been watered.
We have come, treading our path through the blood of the slaughtered.7
[Hemos venido por un camino regado con lágrimas.
Hemos venido abriéndonos paso en medio de la sangre de los sacrificados.]
Voces alzadas en cánticos y en restaurantes, cadáveres en las calles, gente atravesando puentes, artistas haciendo arte. La lucha de los afroamericanos por la justicia social, la dignidad y la libertad es un llegado que nosotros, musulmanes, mujeres y hombres de todos los colores y creencias, personas de todas las preferencias e identidades sexuales, todos tenemos que aprender a compartir. Desde los abolicionistas y los activistas de las revueltas de esclavos hasta los freedom riders de los autobuses segregados; desde las sentadas del Sur y las marchas sobre Washington DC reclamando libertad y justicia para todos hasta las manifestaciones de Black Lives Matter contra los asesinatos de jóvenes y niños negros, y la separación de niños inmigrantes de sus padres que pedían asilo a un país que había dado la bienvenida a “los fatigados, los pobres, las masas asfixiadas que desean respirar con libertad"; en esta historia encontramos un modelo para resistir. Personas de todos los orígenes se manifiestan, camaradas de piel oscura y de piel clara, con pancartas que dicen: “Aquí estamos y no nos vamos”; “Soy hija de un inmigrante y estoy orgullosa de ello”; “No es mi presidente”. Nuestra herencia común.
Y reconozco que los temores de infancia de años atrás vuelven a ocupar mis sueños; la angustia por mis hijos negros adultos cuando van por la calle de noche. Hombres fuertes, sí, hombres valientes, pero vulnerables, si no siempre en cuerpo, sí en espíritu, con una sensación de seguridad sustituida por una sensación de amenaza.
No respondí a aquel hombre de la calle que gritó aquellas obscenidades a su hija, pero me juré que la próxima vez recuperaría la voz.
“Alzad todas las voces y cantad...”
Siempre que escucho estas palabras siento la promesa, el clamor:
“¿Dónde están los blancos?” Es el momento de responder a esta pregunta. Aquí, con vosotros. En primera línea.
Publicaciones recomendadas
- El nudo maternoLas afueras, 2018
- The Communist and the Communist's Daughter: A Memoir. Duke University Press, 2017
Notas
1. Jane Lazarre, The Communist and the Communist’s Daughter; Duke University Press, 2017.
2. Toni Morrison, Playing in the Dark, Whiteness and the Literary Imagination; Harvard University Press, 1992.
3. Alice Walker, “Good Night Willie Lee, I’ll See You In The Morning,” poema incluido en una colección del mismo título. The Dial Press, 1975.
4. Canción góspel de principios del siglo xx que se cantó en el movimiento por los derechos civiles de EEUU.
5. Canción góspel de principios del siglo xx que se cantó en el movimiento por los derechos civiles de EEUU.
6. Letra de James Weldon Johnson y música de John Rosamond Johnson.
7. Letra de Lift every voice and sing.
Del número
N109 - Oct 18 Índice
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