Diamante

Si llegan a contarle a Diamante Trivallo que iba a pasarse toda la vida en un mismo trabajo, se hubiera puesto muy triste. Menos mal que no se lo contaron. A Diamante le ha gustado siempre tener la sensación de que las cosas pueden cambiar, de que ella tiene el control de su propia existencia. Y pasarse treinta años haciendo exactamente lo mismo es, conceptualmente, agobiante. Pero si no te lo cuentan y la vida va pasando, porque la vida siempre va pasando, como la vida de Diamante Trivallo, entonces todo se vuelve soportable y hasta simpático. Las cosas deben suceder deprisa y sin que nadie te explique. Por eso, hoy mismo es su último día de trabajo, hoy se jubila Diamante Trivallo.

Cada vez que a Diamante le toca recuperar una contraseña olvidada, responde a la pregunta “¿Cuál es tu profesión ideal?” y ella todavía escribe Periodismo. Ahora le da risa. Diamante Trivallo quería ser periodista, pero periodista de las de verdad. Nunca ejerció, jamás, ni una milésima de segundo, ni en broma. Es que Diamante escribía muy bien. Escribía bien de llorar. Escribía tan bien que un amigo de su padre le dijo en una boda que Diamante serviría muy bien para otra cosa. Lo hizo después de un discurso en el que Diamante Trivallo había hecho llorar a todos los invitados, fue tan emocionante que el novio tuvo que parar para ir al baño tres veces. El párroco que oficiaba el enlace aseguró que nunca antes había visto nada igual. La novia también lloró, su llanto era continuo, como un goteo, como de riego programado. El novio, en cambio, lloraba como un inhabilitado emocional, esto es, como lloran los hombres, ataques súbitos, de infarto pequeño, tan intensos que sencillamente obligaban al novio a esconderse y a suspender la ceremonia durante cinco o diez minutos. Era un lío. Los críos, las damitas de honor, se escondían debajo de los banquillos de la iglesia y lloraban como lloran los niños, insoportablemente y llenos de mocos. Se daban la mano y tiritaban de frío. Un sobrino de la novia, de cinco años, Estebanín, entre llanto y llanto, se preguntó en voz alta: “¿Y entonces para qué sirve el amor”? Todo el mundo se echó la mano encima para continuar llorando. Las suegras caían redondas al suelo, mareadas perdidas. El maquillaje de las invitadas quedó hecho un estropicio, de forma que la boda adquirió, en conjunto, un estilo muy poco festivo, más bien sórdido y como de porquería. Las mujeres tenían las caras llenas de rímel corrido, caminaban como zombis, ennegrecidas, cogidas del brazo. Piernas tambaleantes, las de los asistentes; miradas perdidas al salir de la iglesia. Realmente la gente no podía, no podía parar de llorar. Durante meses, los invitados cuchichearon sobre la boda, no para criticar el catering o el vestido de novia. Solo se acordaban de lo de Diamante, la amiga esa de la novia. Ese discurso tan raro. Como de amor, pero que no. “Fue salvaje la jodida, fue salvaje”. Tras la boda, se divorciaron diez personas.

— ¿Crees en Dios?

— No mucho. 

— ¿Te gusta hacer llorar a la gente?

— Sí. 

— ¿Te gustan los muertos?

— Bueno.

Un amigo del padre de Diamante, el señor Mondrón, se la llevó de cabeza al tanatorio de Sancho de Ávila. Sin saberlo, aquella boda había sido el primer día de trabajo de Diamante. Fue clarísimamente un fichaje. Aseguró Mondrón que Diamante tenía que dedicarse a ello profesionalmente, que lo que había contado aquel domingo en la boda tenía que ver más con la muerte que con la vida. ¿A ello? ¿Pero qué es a ello? ¿Dedicarse a qué? El padre de Diamante no entendía nada y, como todos los padres, su principal temor era que su hija acabara prostituida. Diamante tenía una belleza relativamente normativa, bastante alta, corpulenta, brazos atléticos y una melena castaña que le llegaba prácticamente hasta el culo. Diamante era lo que se dice una chica guapa que a veces tomaba decisiones extrañas. Por ejemplo, el día de la boda famosa decidió ponerse un vestido de un color galáctico con unas alas portátiles de plumas sintéticas. Decía Diamante que lo hacía por la novia, que a Cristina le gustaban mucho los pájaros. Nadie entendió nada de eso y la gente mayor lo tomó como un insulto. Diamante no salió bien parada de la boda, pero al menos consiguió un trabajo y bastante bien pagado.

El tanatorio ofrecía el servicio de “ceremonia laica” por aproximadamente 3.500 euros el plan completo, sin muchos extras. Féretro, ceremonia, flores y unas pastitas y café para el velatorio. Era ese el departamento que el señor Mondrón tenía preparado para Diamante Trivallo. Sería ella la encargada de preparar los textos de despedida de los muertos. El proceso era sencillo: entrevistar a los familiares, rescatar los detalles más emotivos y a hacer llorar a la gente de lo lindo. Le ofrecieron contrato indefinido. Diamante, muy poéticamente, se echó a llorar. Lo firmó de inmediato, llamó a su padre para contárselo y empezó aquella misma tarde con dos viejetes que la habían palmado a los 90 y a los 87 años. Ya le avisaron que eso era una jornada “tipo”. Diamante se lo pasó en grande. Aprendió que casi siempre tendría que rectificar a petición de las viudas. Le dijo una de ellas, Florencina Malogrado, que quitara eso de que su señor fue valiente y admirado. “Es que, hija, mi marido era un sinvergüenza”, le dijo, “mejor déjalo en que fue un señor”.

Diamante Trivallo aprendió en el tanatorio que la gente no es tan buena ni siquiera después de muerta. Aprendió a leer los ojos lagrimosos de los parientes, a detectar en las familias sus sombras y sus secretos más recónditos. Su olfato se agudizó tanto que, al cabo de los años, lograba saber de verdad y profundamente si el muerto era amistoso, romántico o muy trabajador. Se las sabía todas. Había ideado un texto plantilla hermosísimo para los familiares de muertos por cáncer, no es que el texto arrojara mucha esperanza, pero tampoco la quitaba. Las muertes de gente joven, no se puede decir, pero claro que le gustaban. Eran, para ella, como días de gala. Diamante Trivallo llegó a hacerse muy popular, llegaban muertos del resto de España para ser contados una última vez con las palabras de Diamante Trivallo. El tanatorio incrementó sus beneficios un 250 % los dos primeros años. Le subieron el sueldo.

Hoy se jubila. Diamante Trivallo se ha mirado en el espejo repitiendo por última vez ese gesto de arreglarse a las 7.35 de la mañana. Su cara es la cara de una mujer de sesenta y cinco años. Pelo corto, ahora canoso. Se ha vestido con sus pantalones vaqueros de siempre y una blusa holgada, blanca. En estos años ha aprendido que vestirse discretamente es infalible para que presten atención a sus textos y solo sus textos. Diamante Trivallo ha comprado bombones y cruasanes de jamón y queso y ha cocinado tortilla de patatas, que le salen riquísimas. Hoy será un día especial, la mera idea de despedirse de sus compañeros le da una pena tremenda. Están todos invitados. Las recepcionistas, las psicólogas, los conductores, los tanatoestéticos y las tanatopractoras. Todos al completo menos Mondrón, que está muerto. Se comenta incluso que vendrán dos periodistas a hacer una crónica del último día de Diamante Trivallo. 

Por supuesto que lo ha hecho: ha preparado un texto para irse y dejarlos ahí a todos, llorando. 

Nada más verla llegar, la recepcionista, Mercè Quintana, la saluda como cada mañana, la mira con sonrisa radiante y plenamente orgullosa y le dice que hoy es su día. 

—Diamante, cariño, estás de suerte. Hoy: niño de siete, abuelete de familia numerosa y un buen cáncer de páncreas —ya le viene a Mercè un primer arranque de llorera, de llorera espectacular, le tiembla la voz y le brillan mucho mucho los ojos, su tipo de llanto es el de los respingos nasales, Diamante lo tiene controlado— Mira cómo estoy ya, solo verte y me dan ganas de llorar. ¡Cuánto te vamos a echar de menos!

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