De la “smart city” a la ciudad democrática

Smart es un adjetivo anglosajón que viste mucho. Representa la idea de que las ciudades pueden ser más inteligentes y eficientes gracias a las tecnologías y a los datos que ellas y sus habitantes generan. Muchas voces críticas ya han alertado de los límites y riesgos de este modelo tecnocrático. La alternativa es aprovechar las tecnologías digitales para fortalecer la democracia y experimentar nuevas formas de gobierno del común.

Si las tecnologías de la comunicación en red son hoy una realidad dominante en nuestras vidas, la ciudad es el espacio en el que estas se materializan representando gran parte de los conflictos y retos existentes de las sociedades contemporáneas. Entender hoy la ciudad digital implica entender ese conjunto de desarrollos tecnológicos que intervienen en ella y que llevan intrínsecas unas determinadas relaciones (y transformaciones) políticas, económicas, sociales, urbanas y de poder. De hecho, la ciudad, o un determinado modelo de ciudad, está plenamente inmersa en una narrativa en que innovación y desarrollo tecnológico, sensorización del espacio y aplicación de la inteligencia artificial –lo que se resume en la noción más extendida de smart city (ciudad inteligente)– parte de una determinada (y sesgada) visión de la tecnología con un axioma común: todo desarrollo tecnológico que suponga algún tipo de beneficio social se percibe como políticamente relevante, innovador y positivo.

 

Los límites de la ‘smart city’

¿Pero qué hay detrás de la idea de smart? ¿Qué hay detrás de coches sin conductor o sensores que monitorizan nuestros pasos? ¿Es realmente esto útil y necesario para el futuro de nuestras ciudades? Smart es un adjetivo anglosajón que viste mucho, y representa una concepción basada en la idea de que las ciudades pueden ser más inteligentes y eficientes gracias a las tecnologías y a los datos que ellas y sus habitantes generan. Solo con este planteamiento ya se pueden identificar algunos de los conflictos vectores de esta aproximación, que tienen que ver con cuestiones básicas como el modo en que se desarrolla la tecnología, en qué condiciones y con qué finalidades, cuáles son los modelos de negocio existentes tras cada nueva innovación, cómo se recogen y se gestionan los datos y sobre todo qué políticas públicas (y urbanas) se desarrollan en torno a ellas. Y todas estas cuestiones nos remiten a las relaciones de poder. No son pocas las voces críticas que ya han alertado de los límites y riesgos de esta concepción, que ignora por completo los impactos de su despliegue[1].

Al final, la smart city resulta ser un modelo de desarrollo tecnológico basado en una fuerte centralización y habitado por las grandes firmas internacionales, que ofrece soluciones de dudosa aplicación, con costes elevadísimos y abriendo mercado en el sector público gracias a la tendencia global del solucionismo tecnológico[2] y su poco rechazo social. La apuesta concibe una ciudad (y su tecnología) que piensa por sí sola, donde las personas quedan individualizadas y devienen generadoras de datos y receptoras pasivas de las mejoras tecnológicas, al tiempo que se construye una infraestructura que piensa y articula las mejores decisiones gracias a incomprensibles modelos y supuestos sistemas de inteligencia artificial. Se apunta hacia un modelo tecnocrático de gobierno que anula la dimensión colectiva de la ciudad y en que la ciudadanía deja de ser protagonista y soberana para pasar a ser generadora pasiva de información digital. Una aproximación característica de un neoliberalismo económico global ya conocido.


[1] March, H., i Ribera-Fumaz, R. (2016). “Smart contradictions: The politics of making Barcelona a Self-sufficient city”. European Urban and Regional Studies, 23(4), 816-830.

[2] Morozov, E. (2015). La locura del solucionismo tecnológico (vol. 5.010). Katz Editores y Capital Intelectual.

A esto se añade la llegada de una supuesta economía colaborativa protagonizada por plataformas como Airbnb o Uber. El modelo económico sigue estando fuertemente centralizado y lo acompaña una más que dudosa calidad democrática. Estas empresas globales, con sede en Silicon Valley, encuentran una nueva fuente de riqueza urbana: cierta colaboración entre “iguales” para una mayor distribución de las rentas. Supuestos iguales, porque una parte muy importante de los alojamientos de Airbnb pertenece a fondos de inversión y/o a un grupo muy reducido de grandes propietarios, como apuntaba recientemente Eldiario.es. Estas plataformas, además, contribuyen a agudizar conflictos locales que empiezan a adquirir una escala global, como los vinculados al turismo masivo, el encarecimiento descontrolado de la vivienda o la movilidad urbana. De nuevo la relación entre tecnología y ciudad no solo es conflictiva, sino que agudiza desigualdades sociales y visibiliza la desregulación existente para hacerles frente. Y es que ambos casos apuntan en una misma dirección: la constatación de los límites políticos y democráticos de los modelos dominantes de desarrollo tecnológico, en los que prevalece el desarrollo económico privado frente a los derechos de la ciudadanía.

 

Tecnología, redes, poder y contrapoder

Ningún desarrollo tecnológico está hoy exento de intencionalidad política. La tecnología en la era digital refleja algunas de las relaciones de poder más importantes de la economía global. No es casualidad que las cinco empresas más importantes de la principal bolsa estadounidense (NASDAQ) sean del sector tecnológico: Apple, Google, Microsoft, Amazon y Facebook. Por suerte, el espectro tecnológico es inmensamente mayor gracias a internet. La red de redes, que un día fue concebida y diseñada como un espacio distribuido de libertad y de comunicación horizontal, es hoy un espacio en disputa entre quienes siguen defendiendo esta idea originaria y apuestan por una defensa de la neutralidad de la red, y quienes buscan la forma de privatizar y controlar algunas de sus partes o protocolos.

Internet también es a día de hoy un espacio de conflicto, sobre todo político. En la última década hemos visto emerger movilizaciones ciudadanas multitudinarias en las que las redes sociales e internet han servido tanto para superar los límites del acceso a los grandes medios de comunicación como para generar formas emergentes de protesta, léase el 15M en las principales ciudades españolas o el movimiento Occupy en Estados Unidos. Uno de los grandes ejemplos a escala global lo aportan el movimiento feminista y la huelga del 8 de marzo, con la articulación de redes globales de colaboración, coordinación y difusión de las protestas. Por desgracia, importantes gobiernos y líderes mundiales han entendido también la relevancia de las redes para comunicar sus proyectos y han empezado a colonizarlas en beneficio propio. Estas estrategias de comunicación presentan unos riesgos para la democracia que no es posible ignorar.

Otra gran amenaza de la sociedad red está hoy en los datos, la principal materia prima de generación de riqueza hoy en día. La mayor parte de los datos de la ciudadanía global se encuentran en manos de unas poquísimas empresas que ya han encontrado fructíferos modelos de negocio a través de su mercadeo para la publicidad comercial y política. Es lo que viene llamándose capitalismo de vigilancia[1], una nueva ola de capitalismo basado en los datos encaminada a controlar el conjunto de la industria.


[1] Zuboff, S. (2019). The Age of Surveillance Capitalism: The Fight for a Human Future at the New Frontier of Power. PublicAffairs.

Hacia la ciudad democrática

La crisis de las democracias occidentales tiene que ver con la corrupción, la desconfianza hacia las instituciones públicas, su incapacidad de dar respuesta a los principales problemas colectivos y el creciente anhelo social de abrir espacios y marcos de participación política relevantes más allá de los eventos electorales. Este anhelo de participación, por suerte, también se manifiesta a través de múltiples repertorios de acción colectiva: movilizaciones, acciones, proposiciones de ley, campañas, etc. Emergen numerosos proyectos e iniciativas de ciudad que están abriendo el espectro de la democracia, experimentando con nuevas formas de gobierno de lo común en las que las tecnologías digitales tienen un rol fundamental.

Ante las crecientes amenazas a la democracia de un determinado modelo de desarrollo tecnológico resulta necesario articular una nueva relación política con la tecnología, abrir los cauces de participación política y arbitrar los mecanismos para que la ciudadanía tome parte en el proceso de deliberación y construcción del espacio colectivo. Ahora bien, esta demanda debe ir acompañada de políticas garantistas de los derechos fundamentales y atender al reto democrático de reconocer y gestionar los conflictos urbanos.

La ciudad democrática viene a representar un modelo de desarrollo que, reconociendo la centralidad de la tecnología para la acción colectiva, se enfoca en las prácticas democráticas y en esas acciones, políticas y desarrollos tecnológicos que se ponen al servicio de la colectividad para hacer de la ciudad un espacio más habitable, humano, creativo, afectivo y garantista en términos de riqueza y de su distribución.

Digamos, a modo de resumen, que el primer reto que se les presenta a las ciudades en el terreno de la tecnología y la democracia es ser capaces de generar sus propias infraestructuras tecnológicas soberanas y controladas democráticamente, a partir de una apuesta por soluciones tecnológicas libres y abiertas y con modelos de gobernanza plenamente participados. De hecho, cualquier desarrollo tecnológico financiado por el sector público debería ser libre (con licencias libres), como forma de retorno social.

Soluciones tecnológicas con estas características deberían también poder articular la propia democracia, generando espacios digitales seguros y robustos donde se garanticen derechos básicos como el anonimato, la seguridad, la no manipulación, y que permitan una comunicación libre para gestionar aspectos comunes de la ciudad. El proyecto Decidim, la plataforma digital para la participación política desarrollada por el Ayuntamiento de Barcelona y extendida hoy ya a más de cincuenta ciudades, avanza claramente en esta dirección, recuperando cuotas de soberanía tecnológica y ejemplificando una nueva relación plenamente garantista con los datos.

El segundo reto es que las ciudades deben convertirse en verdaderos laboratorios de democracia real, a partir del despliegue de políticas públicas orientadas a recuperar el conocimiento y la inteligencia residentes en el conjunto del tejido social para dar solución a los principales problemas comunes. Ello debe hacerse garantizando los derechos básicos, identificando las dinámicas de desigualdad y los centros de poder y abriendo, sin miedo, espacios para la autonomía y la autoorganización social. Como dice Silvia Federicci, hay que recuperar la relación entre política y vida cotidiana, entre producción y reproducción, para devolver la política a la ciudad y a sus habitantes.

El tercer reto consiste en entender la ciudad global[1] y las dinámicas económicas, los flujos financieros y las políticas de gran escala que trascienden y superan las capacidades locales de autogobierno, con el fin de construir redes confederadas de ciudades para dar respuestas democráticas a conflictos que trascienden lo local.

En definitiva, las ciudades en la era digital siguen siendo espacios de desarrollo y expansión del capitalismo global y de sus mutaciones de adaptación a los nuevos medios, pero también son espacios de resistencia, cooperación y esperanza, de experimentación e innovación tecnopolítica con nuevos modelos y prácticas dirigidos a conseguir una democracia real.


[1] Sassen, S. (2007). Una sociología de la globalización. Katz editores.

Publicaciones recomendadas

  • Tecnopolítica y 15M: La potencia de las multitudes conectadasUOC, 2015
  • Tecnopolítica, internet i r-evolucions. Sobre la centralidad de redes digitales en el #15MIcaria, 2012

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