De la inquietud al compromiso climático
Parar el golpe del cambio climático
- Dosier
- Abr 25
- 17 mins

La ecoansiedad es una respuesta emocional a la crisis climática, una alarma que nos alerta de las amenazas ambientales. Pero emociones como el miedo, la rabia o la tristeza pueden ser también motores de acción, que transformen la inquietud en compromiso por el cambio. Superando la sensación de aislamiento y aunando fuerzas con otros, podemos convertir esa inquietud en un propósito común, con esperanza activa y responsabilidad compartida.
Todo el mundo entiende que las víctimas de catástrofes ambientales, como las inundaciones o los incendios, que han perdido su casa, bienes y personas queridas sufran afectaciones emocionales postraumáticas. Sin embargo, no solo sufrimos por lo que vivimos directamente, sino también por lo que vemos y presentimos.
Ya en 2003, el filósofo Glenn Albrecht llamó la atención sobre la posibilidad de que la percepción del cambio ambiental tuviera impactos psicológicos. Albrecht acuñó el término solastalgia para describir el dolor psicológico de la población del valle de Hunter, en Australia, donde en pocos años el paisaje había sido completamente transformado por la explotación de minas de carbón a cielo abierto. La solastalgia, dice, es tener nostalgia de casa pese a no haberse marchado. El sentimiento emerge cuando ya no reconoces tu sitio, cuando el paisaje, los recuerdos y las conexiones con el entorno se pierden. Junto con el territorio, se erosionan también el sentido de pertenencia y la propia identidad.[1]
La solastalgia, o duelo por la pérdida del entorno, es una de las muchas facetas del malestar emocional asociado al deterioro ambiental, especialmente al cambio climático. Otros efectos documentados incluyen una amplia gama de emociones perturbadoras. Podemos temer por nuestra vida y salud, o por nuestro bienestar y por el de las generaciones futuras; también, por las personas más vulnerables, por los animales que pierden su hábitat, por la disponibilidad de recursos, por la estabilidad de los ecosistemas o por los posibles conflictos sociales. Nos invade la tristeza frente al sufrimiento humano en situaciones catastróficas y por la degradación de la naturaleza. O nos sentimos furiosos por la inacción de los gobiernos y de las empresas, la negación de la evidencia o la injusticia climática que castiga a los más pobres, aunque tengan menos responsabilidad. También podemos sentir culpa por contribuir a la crisis o no hacer lo suficiente para abordarla. A veces, es la frustración de estar luchando contra fuerzas adversas o la impotencia al percibir que no tenemos un impacto suficiente. O una mezcla de todo.
Para referirse a la angustia que nos produce la crisis ambiental, se ha popularizado progresivamente el término ecoansiedad. Ha entrado en el mundo académico, y la American Psychological Association (APA)[2] ha formalizado el concepto en el contexto de la salud mental contemporánea. Pero, sobre todo, lo que ha contribuido a su divulgación ha sido una investigación internacional a gran escala, dirigida por la psicoterapeuta Caroline Hickman, de la Universidad de Bath, sobre la ansiedad climática en los jóvenes. El artículo, publicado en 2021 en The Lancet,[3] tuvo una gran repercusión en los medios de comunicación.
Ecoansiedad es un término que ha tenido fortuna, pero tiene algunos inconvenientes. Por un lado, aunque se han publicado varios trabajos de revisión y síntesis de la literatura científica, su concreción todavía no está clara, con definiciones diversas.[4] Por otra parte, puede resultar equívoco, porque puede confundirse con el trastorno de ansiedad y sugerir una gravedad que en la mayoría de los casos no tiene. Y cuando el significado se malinterpreta puede parecer exagerado o puede conducir a la creencia de que cualquier preocupación por el cambio climático es patológica o anómala, cuando, de hecho, es una reacción natural en el contexto de la crisis climática. Sentir inquietud por problemas ambientales que afectan directamente a nuestras vidas no es solo comprensible, sino que es también una señal de conexión con el entorno y de la responsabilidad que sentimos por conservarlo.
El investigador Panu Pihkala, pionero en el estudio de emociones y crisis climática,[5] explica que, en Finlandia, el término ympäristöahdistus (‘ecoansiedad’ en finés) no implica especial malignidad, a diferencia de cómo se percibe en otras lenguas, en las que puede sugerir patología o disfunción. Pihkala empezó a utilizar el término para ayudar a normalizar la angustia ambiental y fomentar el debate público y educativo sobre las emociones vinculadas al cambio climático sin estigmatizarlas.
Emociones: una alarma con sentido
Aunque, en casos extremos, algunas personas pueden sentirse desbordadas por la percepción de la crisis climática, con síntomas como el insomnio o los ataques de pánico, no debemos ver esta respuesta como una patología. Las emociones frente a la crisis son una respuesta racional que nos puede motivar a comprometernos y a actuar. La ansiedad, de hecho, tiene una función adaptativa: nos alerta de una amenaza y nos impulsa a prepararnos para afrontarla.
La palabra emoción proviene del latín emovere, que significa ‘agitar’. Las emociones nos sacuden cuando hay cambios en nuestro entorno y nos ayudan a comprender y responder a estos cambios. Son como una alarma que nos alerta de un inminente peligro y nos motiva a la hora de actuar. Así como la fiebre nos avisa de una infección, la ecoansiedad nos advierte de la amenaza ambiental. Miedo por el futuro, tristeza por las pérdidas, rabia por la inacción de los gobiernos o culpa por la pasividad; aunque incómodas, estas emociones son necesarias. Cuando suena una alarma de incendio, el problema no es el ruido, sino el fuego. La clave no es silenciar la alarma, sino apagar las llamas.
El psicólogo estadounidense Thomas Doherty, otro pionero en el estudio de las emociones vinculadas a la crisis ambiental,[6] también defiende que la ansiedad es una emoción saludable: “El trabajo de la ansiedad no es hacerte feliz, sino mantenerte vivo”. Este punto de vista remarca el valor movilizador de las emociones, que nos sacan de la inercia y nos impulsan a buscar soluciones.
Pasar a la acción
El problema no es sentir inquietud, sino quedarnos atrapados sin una salida. Cuando las emociones incómodas nos impulsan a reflexionar, hablar con otros, buscar alternativas y pasar a la acción transforman la preocupación en propósito. La ecoansiedad “práctica” nos mueve a tomar decisiones, ya no solo para aliviar el malestar, sino para comprometernos realmente con el cambio.
La responsabilidad, entendida como la habilidad para responder a una situación, es la clave. Cuando nos preguntamos “Y yo, ¿qué puedo hacer?”, identificamos aquello sobre lo que tenemos control y descubrimos vías concretas de actuación.
La crisis climática es consecuencia de un sistema de vida heredado, fruto de decisiones tomadas antes de que naciéramos. Esto no significa que no tengamos un papel. No hace falta sentirnos culpables para actuar, sino asumir la responsabilidad de contribuir a la solución. Esta responsabilidad ambiental implica entender que nuestras acciones tienen un impacto y que tenemos la posibilidad de tomar medidas para reducirlo.
Es un enfoque proactivo y positivo que nos invita a sumarnos a un esfuerzo colectivo. El cambio climático es un problema global que requiere la acción de todos, desde los ciudadanos hasta los gobiernos y las empresas, si bien con responsabilidades distintas, algunas mucho mayores que otras.
Tres vías al alcance
Cada uno de nosotros, por su cuenta, tiene una capacidad de transformación muy limitada y, si queremos conseguir cambios significativos, es mejor que entendamos que tenemos que sumarnos a la acción colectiva. Debemos recordar que no estamos solos y sintonizar con los demás es indispensable. Solo en colaboración podemos amplificar nuestra capacidad de acción.
Se ha enfatizado mucho la importancia de la acción personal, y es cierto que hay muchos cambios en la vida cotidiana que podemos —y que debemos— hacer que solo dependen de cada uno de nosotros —aunque siempre estamos limitados por el contexto—; sin embargo, sabemos que, en la lucha contra el cambio climático, son los gobiernos y las grandes corporaciones quienes tienen la capacidad de impulsar transformaciones a gran escala, por lo que debemos ejercer nuestra capacidad de exigencia y de presión para que actúen.
Además, entre desempeñar los deberes personales en casa y mobilizarse se abre un rico abanico de posibilidades para impulsar la transformación social. Cooperando con otras personas, tenemos la capacidad efectiva de modificar la realidad a través de la acción comunitaria. Aliándonos con aquellos con quienes compartimos propósito podemos tomar la iniciativa y organizarnos para impulsar proactivamente proyectos colectivos que transformen realmente el contexto y creen espacios alternativos para el cambio.
Hay iniciativas que demuestran cómo la acción conjunta puede transformar el entorno. Desde comunidades que producen energía renovable en su azotea hasta huertos comunitarios, plataformas de intercambio, vehículos compartidos, bancos de tiempo o proyectos de restauración ambiental; las posibilidades son muchas. Podéis decir que son pequeñas iniciativas, con un impacto limitado. En muchos casos es así, y por eso a menudo se habla de microcontextos de cambio; sin embargo, también hay experiencias nada micro, con ejemplos extraordinarios como el de la cooperativa Som Energia[7] que durante bastante tiempo fue la única opción para contratar energía de origen renovable en toda España y que actualmente está formada por casi 86.000 socios.
Conectarnos con personas que comparten nuestras inquietudes no solo amplifica nuestra fuerza para generar cambios, sino que también ayuda a superar el aislamiento y fortalece nuestro sentido de pertenencia y propósito compartido. De rebote, sentirnos acompañados y comprendidos mejora nuestro bienestar emocional. Enfrentarnos a la crisis global puede ser abrumador, pero saber que no estamos solos en esta lucha proporciona un precioso apoyo a nuestra salud mental y emocional. Tal como he oído decir al ambientólogo Andreu Escrivà, “la acción colectiva no te deja caer”.
Esperanza y compromiso
Empezamos por entendernos y cuidarnos: estar bien nos permite vivir plenamente y tener energía para contribuir al cambio. Nos conviene mantener una perspectiva saludable, sin caer en la desesperación, y aprender a sostener contradicciones: hacer todo lo que podamos, sabiendo que no depende todo de nosotros, pero que también depende de nosotros. Identificamos pasos concretos, exploramos caminos realistas y buscamos compañeros de viaje para avanzar juntos. Somos capaces de actuar, cooperar y exigir. Cada paso que damos para reducir emisiones, preservar recursos o exigir cambios estructurales contribuirá a un futuro más habitable.
El momento de actuar es ahora, lo antes posible. Es necesario tomar decisiones rápidas y eficaces para reducir emisiones. Algunos dicen que ya es demasiado tarde, pero ese discurso puede paralizarnos y convertirse en una profecía autocumplida. Rechazamos la resignación: aún estamos a tiempo. Incluso si algunas consecuencias son inevitables, podemos prevenir las más devastadoras.
Rebecca Solnit[8] escribe: “La esperanza no es como un boleto de lotería para esperar tener suerte en el sofá; es un hacha para romper puertas en caso de emergencia”. La esperanza no ignora la realidad ni espera milagros. Es una herramienta activa para hacer frente a las dificultades con determinación y coraje, especialmente en momentos críticos. Existe una estrecha relación entre esperanza y compromiso. La esperanza conduce a la acción y la acción alimenta la esperanza.
Siguiendo a Edgar Morin,[9] nos conviene recordar que “lo improbable también es posible, al igual que lo imprevisible”. El cambio climático es un reto colosal, pero también es una oportunidad para redefinir nuestra relación con el planeta y entre nosotros.
[1] Albrecht introdujo el concepto de solastalgia en 2003 en el Foro Ecosalud, en Montreal, Canadá. Tiene numerosas publicaciones al respecto. En su artículo “The age of solastalgia” (The Conversation, 2012) ofrece una explicación sintética sobre ello. via.bcn/nNmi50UMqZx
[2] La APA incluyó el concepto ecoansiedad en su informe de 2017 “Mental Health and Our Changing Climate: Impacts, Implications, and Guidance”. Lo define como “miedo crónico a la catástrofe ambiental”.
[3] Hickman, C. et al. “Climate anxiety in children and young people and their beliefs about government responses to climate change: a global survey”. The Lancet Planetary Health, 5(12), 2021. www.thelancet.com/journals/lanplh/article/PIIS2542-5196(21)00278-3/fulltext
[4] Coffey, Y. et al. “Understanding eco-anxiety: A systematic scoping review of current literature and identified knowledge gaps”. The Journal of Climate Change and Health, 3(100047), 2021.
[5] Doherty, T. y Pihkala, P. (presentadores). Climate Change and Happiness [pódcast]. https://climatechangeandhappiness.com. Este pódcast es una iniciativa internacional que explora el lado personal del cambio climático. Los presentadores son Thomas Doherty, psicólogo especializado en ecopsicología, y Panu Pihkala, investigador en emociones climáticas.
[6] Ibídem.
[7] Som Energia es una cooperativa sin ánimo de lucro nacida en Girona en 2010. Reúne a personas de toda España interesadas en consumir y producir energía de origen renovable, y está comprometida en impulsar un cambio del modelo energético para alcanzar un modelo 100% renovable. www.somenergia.coop.
[8] Solnit, R. y Lutunatabua, T. Y. (ed.). Not too late: Changing the climate story from despair to possibility, Haymarket Books, Chicago, 2023.
[9] Morin, E. Lecciones de un siglo de vida. Paidós, 2022.
Cambio climático y ecoansiedad. De la preocupación a la acciónOberon, 2024
L’educació ambiental a Catalunya. Una mirada a través de la SCEACossetània Edicions, 2025
El boletín
Suscríbete a nuestro boletín para estar informado de las novedades de Barcelona Metròpolis