¿Cuánta democracia urbana aguanta el capitalismo global?
- Dosier
- Oct 18
- 13 mins
No hay mucha democracia cuando la realidad desdibuja que estamos bajo regímenes —europeos, estatales, autonómicos, locales— fundamentalmente plutocráticos al amparo de una poliarquía nada encubierta.
Tres décadas de neoliberalismo desregulador por el lado salvaje del mercado han obturado y desfigurado las posibilidades democráticas urbanas y han desacoplado la ciudad de la gente. Algunas experiencias municipalistas recientes, pese a la inferioridad de fuerzas, están empeñadas en dar un nuevo protagonismo a las ciudades para combatir las desigualdades y redemocratizar la esfera pública.
Ciudad y soberanías, ciudad soberana, soberanía ciudadana; palabras que llevan a preguntas del todo persistentes para continuar pensando en los dilemas del siglo XXI. En un contexto de degradación social y desdemocratización global en el que la soberanía de los estados y la soberanía de los mercados –por decirlo de algún modo– poco o nada tienen ya que ver con la dignidad de las personas y la soberanía de los pueblos. Menos aún en ausencia y vacío de cualquier dispositivo de gobernanza global que no sea la aceleración neoliberal; ni siquiera el espejismo de la UE –que tanto presume de los valores fundacionales que tanto se encarga de demoler cada día– es un espacio democrático formal. El Parlamento pinta muy poco en ello, el BCE está fuera de control público y en el escenario griego, italiano y español de 2011 dejó bien claro de qué iba una partida esencialmente antisoberanista: depuso a un presidente griego para convocar un referéndum, colocó –golpe de estado técnico– un gobierno en Italia sin pasar por las urnas y –milagro milagroso– reformó la irreformable Constitución española una noche de agosto. Todo en nombre de la cesión de soberanía a los mercados, que tanto recortan derechos sociales y civiles como secuestran la capacidad de decidir, precisamente, sobre cómo proteger y ampliar derechos, libertades y garantías.
En estados intervenidos o cooptados, debilitados o semifallidos, ¿puede el municipalismo proteger por abajo lo que se quiere desmantelar por arriba? ¿Pueden las ciudades, como diría Saskia Sassen, desplegar un nuevo protagonismo, combatir la metástasis de las desigualdades en las zonas urbanas y redemocratizar la esfera pública? Este es el intento desigual que se han empeñado en realizar algunas experiencias municipalistas recientes, que toparon en primera instancia y desde el primer momento con un larguísimo cortafuego: el sistema está más pensado para autorreproducirse que para ser transformado, incluso desde dentro. Hay un segundo elemento adverso: la aceleración mercantilista –cuando el capital ha entendido que en las ciudades pivota el negocio global– adquiere velocidad sideral de crucero, las alternativas van a vela y sin motor. Sin olvidar, además, que en todo sistema de poder elitista y clasista hay una realidad translúcida y paralela: que hay quien manda mucho más y cada día, fuera de las instituciones locales y sin pasar por las urnas, sin rendir cuentas de nada.
En perspectiva, ¿quién manda en las ciudades y quien mueve sus hilos? ¿Quién las acaba configurando de verdad, quién las desiguala y quién las desequilibra? ¿Alguien manda más que el poder del dinero? Si la ciudad que hace tiempo que ya no es de los prodigios sigue siendo una marca global, ¿qué precio paga por ello en segregación y exclusión sociales para jugar a la liga de la globalidad? ¿Qué factura –qué desplazamientos, cuántas precariedades, qué sustituciones– abonan sus ciudadanos y ciudadanas? Si hace una década hablábamos de una desgraciada “democracia deslocalizada” –en la medida en que muchas decisiones capitales se tomaban de facto desde fuera–, si hace años que el movimiento vecinal analizaba el poder a la sombra del G-16 de Barcelona –la elite de grupos de poder barcelonés que casi siempre se salía con la suya desde la ortodoxia económica–, ¿qué tendríamos que decir de ella hoy? ¿Hemos avanzado o hemos retrocedido? ¿Cuán soberanas —y cómo— son realmente nuestras ciudades? ¿Quién las configura, quién las planifica, quién las decide? ¿Quién puede más, Uber o el taxi en lucha? Consumidores fallidos y espiral de precios, ¿qué nos pesa más, el poder global de la boutique o la supervivencia precaria del topmanta? ¿Y por qué se impone, nuevamente y como metadona, la ficción del discurso de la modernidad, el espejismo del crecimiento ilimitado y el mito del progreso lineal contra cada nueva resistencia?
Quizás la primera reflexión necesaria sería abandonar el decorado que invita a creer que vivimos bajo un modelo democrático de poder político y civil representativo y socialmente redistribuido, como nos quieren hacer creer cada día y como casi cada día queda desmentido. No hay mucha democracia cuando la realidad desdibuja que estamos bajo regímenes —europeos, estatales, autonómicos, locales— fundamentalmente plutocráticos al amparo de una poliarquía apenas encubierta. Manda quien más tiene, nos dejan elegir qué fracción de las elites nos disciplina la vida y votamos solo cada cuatro años, cuando democracia –en plenitud y plenamente declinada– quiere decir algo más –y algún esfuerzo adicional mayor– que depositar una papeleta cada mil quinientos días. Tres décadas de neoliberalismo desregulador por el lado salvaje del mercado –directo o sutil, encubierto o camuflado– han obturado y desfigurado las posibilidades democráticas urbanas y han desacoplado la ciudad de la gente. Y sin este vínculo, nada es posible. O más bien, todo –toda distopía mercantilista de la acumulación por desposesión– es materializable en la smart city, medio escaparate, medio cuartel. Pulsión mercantilista y pulsión autoritaria, bien juntitas.
Barcelona sí, claro, pero ¿cuántas Barcelonas y bajo qué segregaciones políticas, elitismos culturales y exclusiones sociales? ¿Cuántas otras caras de la luna? Barcelona será capital global en los parquets mundiales y en el papel cuché de cada prospecto del evento de turno. Pero como nunca hay historia sin contrahistoria, no se podría explicar el Mobile sin la esclavitud moderna de los subcontratos de las grandes compañías y la acaparadora ley del silencio sobre la extracción del coltán o la sobreexplotación de las factorías de Shenzhen. ¿Es posible explicar la industria turística sin las Kellys o los impactos tóxicos sociales, laborales y ecológicos? ¿Podemos comer de todo en la ciudad smart al precio de la precariedad sobre ruedas? ¿Qué nivel adquisitivo hace falta para consumir en las catedrales de la cultura? ¿Para quién se diseña la ciudad del diseño?
Capital de la precariedad, de la especulación y de las desigualdades
En el tablero, crónica anunciada de una desposesión política –si por política entendemos el arte civilizado de evitar el canibalismo–, flota la contradicción más evidente y dolorosa cuando hoy, más que ayer, menos que mañana, y sin haber aprendido nada de la devastación del último tsunami inmobiliario, no hay mayor transferencia de renta de abajo a arriba que la que se perpetra cada hora a través del vulnerado derecho a la vivienda. Difícil esquivar y mirar a otro lado respecto al poco poder democrático existente para revertir, detener o desinflar la nueva y desesperante burbuja especulativa. Manda más el dinero que la gente, y eso no es ninguna fatalidad: ha sido una continuada decisión política, en la vasta sonata del perpetuum mobile neoliberal, desapoderando las instituciones públicas comunes de su capacidad soberana. Capital global, pues: sí. Y en la misma factura es donde pagamos el precio gentrificado de ser capital de la precariedad, de la especulación y de las desigualdades. Cultura popular revisitada de la exclusión: només és bona si la bossa sona [“solo es buena si la bolsa suena”, es decir, si hay dinero].
En el tiempo de descuento del 15M, uno de los columnistas más habituales de La Vanguardia anunció que el imposible sueño democratizador de la indignación era que la política prevaleciera sobre la economía, que el urbanismo social limitase la codicia de la especulación, que la democracia frenase la hybris insaciable del capitalismo. No lo decía irónicamente, lo decía a cara descubierta y diría que con una elevadísima dosis de resignación oficial. Que le pregunten a Agbar cuando, engañando al vecindario, ha invertido una millonada para evitar la recuperación democrática de la gestión municipal del agua, el oro azul del futuro, en el argot de las altas esferas de los buitres económicos y los fondos de inversión. Desde esta perspectiva, la incompatibilidad manifiesta entre democracia urbana y capitalismo global se acrecentará en el futuro y las ciudades serán el territorio, campo de batalla, en disputa. Fundamentalmente porque ya hay una incompatibilidad mayor y ya irresoluble: la que hoy hace irreconciliables estado de derecho y capitalismo voraz. El segundo siempre acaba haciendo pedazos al primero, como nos recuerda Santiago Alba Rico desde la cada vez más necesaria apología de los límites: “El capitalismo es absolutamente incapaz de ponerse límites a sí mismo, y es por esta razón por la que el capitalismo es incompatible con el derecho; con esta combinación de democracia y de derecho que denominamos estado de derecho; la ley de la naturaleza, la ley de la guerra, la ley del hambre, la ley de los procesos permanentemente destituyentes, es incompatible con el establecimiento de lo que los corderos reclaman a los leones, de lo que los débiles exigen a los fuertes”. Calicles contra Sócrates, en medio de la ciudad y una vez más: el aristócrata griego decía que el derecho era un intento de los débiles y la multitud para poner límites a las hybris de los poderosos. Por eso las batallas por las soberanías –la necesidad de recuperarlas, el compromiso para desplegarlas, las iniciativas para protegerlas– remiten directamente a aquel viejo debate. Esta es la tensión –hoy, ahora, aquí– entre democracia urbana y capitalismo metropolitano. ¿Quién le pone el bozal –y cómo y con qué herramientas y con qué eficacia– a la fiera insaciable que todo lo quiere? ¿Quién puede construir ciudades habitables, sostenibles, soportables y sostenidas por quien las habita? ¿El mercado desbocado o la democracia local?
Ahora que se habla tanto de identidades, cierres y regresiones, valdría la pena preguntarse por la calidad –y la cantidad– de identidad democrática compartida –es decir, y mirando muy lejos, de la prevalencia del proyecto ilustrado de Kant fundamentado en el estado de derecho. Incluso habría que ir con cuidado con estigmatizar cualquier demanda de retorno a la soberanía popular como un repliegue autoritario, una ucronía retrotópica o una regresión democrática, cuando se trata a menudo de iniciativas orientadas a parar la irrefrenable pulsión capitalista. El reclamo soberanista, en un contexto de erosión constante e impotencia acumulada del estado de derecho, ¿es repliegue chovinista autoritario o impulso democratizador y transformador? ¿Cierre u apertura? ¿Cueva a oscuras o refugio compartido? ¿Restricción o exigencia democrática? ¿Contracción identitaria o respuesta rehabilitadora? ¿O está siendo las dos cosas a la vez desde posiciones tan antagónicas, opuestas y desiguales como las que distancian el abismo del populismo de derechas y las frágiles alternativas democráticas?
Entre la gestión del miedo y la construcción de esperanzas
En cualquiera de los casos, las ciudades ya son el escenario predilecto de estas dos tensiones, entre la gestión del miedo o la construcción de esperanzas. La obsolescencia anunciada de los estados-nación decimonónicos –decretada por los mercados y legislada en nombre de la competitividad– nos sitúa hace décadas en un nuevo paradigma y en un ciclo brutalmente regresivo que anuncia que, bajo los actuales ejes de dominación, no habrá salida pacifista, ni democrática, ni feminista, ni ecológica. Hoy, como diría Rafael Poch, el programa del Consejo Nacional de la Resistencia –escuelas, hospitales, bibliotecas– de De Gaulle sería tildado de radical por cualquier centro de poder. Y entonces, ¿qué hacer? Dibujar esbozos y construir matrices –¿smart cities o ciudades cooperativas?, como diria el sociólogo Ivan Miró – para poder salir de la perversa trampa que nos obliga a elegir entre Hillary o Trump, entre Macron o Le Pen, entre neoliberalismo progre o populismo autoritario de derechas.
Contra todo ello, uno diría que quien mejor ha reflexionado sobre el colapso y ha actuado contra los déficits y perversiones del estado-nación ha sido el movimiento de resistencia kurdo a través de la propuesta de confederalismo democrático, donde municipalismo, feminismo, ecologismo y cooperativismo comunal se convierten en práctica cotidiana para garantizar la democratización de la interdependencia y la convivencia. Pero, sea como sea, los procesos de cambio requerirán una triple contradicción: ser a la vez revolucionarios, reformistas y conservadores. Revolucionarios en lo económico, reformistas en lo institucional y conservadores en lo antropológico. Revolucionarios en lo económico, porque, como diría Walter Benjamin, hay que poner el freno de emergencia ante la voracidad del capital global –y en eso también consisten las revoluciones, en decir que ya basta. Reformistas en lo institucional porque nos hacen falta más que nunca instituciones comunes que nos permitan autogobernarnos y porque en toda comunidad humana, como diría Jorge Riechmann, hay dos tipos de listos: los tiranos, que lo quieren mandar todo, y los ladrones, que se lo quieren quedar todo; y contra eso solo tenemos dos frágiles herramientas, democracia política y ética de la decencia. Y conservadores antropológicamente para preservar las opciones de una vida digna para todas y todos, porque, como diría la activista ecofeminista Yayo Herrero, “política, economía y cultura le han declarado la guerra a la vida”.
En este debate sobre qué papel pueden desplegar las ciudades, habrá que recordar otra vez a Italo Calvino en Las ciudades invisibles: “El inferno de los vivos no es algo que será: si hay algún infierno, es el que ya está aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos entre todos. Hay dos maneras de no sufrir por este hecho. La primera resulta fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio”.
La corrosión de la democracia avanza y carcome las pocas cosas buenas que hay que preservar. Han ido tan lejos que ya no se trata de ir a un lugar mejor, sino, y sobre todo, salir del lugar peor en el que nos quieren meter de cualquier modo.
Desde sensibilidades muy distintas se han empleado numerosos adjetivos para calificar la depurada irracionalidad del capitalismo en el siglo XXI: “suicida”, por el economista liberal Miquel Puig; “senil”, por la crítica Miren Etxezarreta; “zombi”, por Anton Costas, del Círculo de Economía. E incluso sádico, en palabras de Kaurismäki: “Ya no hay capitalismo, ahora hay sadismo.” “Todos estamos en peligro”, escribía Passolini. La corrosión de la democracia avanza y carcome las pocas cosas buenas que hay que preservar. De hecho ya han ido tan lejos que ya no se trata de ir a un lugar mejor, sino, y sobre todo, salir del lugar peor en el que nos quieren meter de cualquier modo. Y las ciudades tendrían que ser los diques de contención que, soberanamente, lo permitan. En este extraño mientras tanto –sin gobernabilidad global, con estados de derecho jibarizados– las resistencias serán locales. ¿Bastará y llegaremos a tiempo? No queda claro, pero afrontar, desmontar e invertir la regresión antidemocrática, el retroceso antisocial y la involución autoritaria requerirá múltiples esfuerzos, luchas compartidas y soberanías recuperadas. Antes que el concepto de ciudad abierta solo remita, en los términos bélicos de una severa derrota, a la ciudad que ya no opone resistencia, que ya no tiene fuerzas ni herramientas ni soberanías para defenderse y que ha decidido entregarse en harakiri a la voracidad de sus verdugos.
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