“Barcelona tiene todas las condiciones para ser el equivalente de Boston en Europa”

Luis Serrano

Retrat de Fina Birulés © Camilla de Maffei

Pocos científicos pueden presumir de haber publicado tres artículos en un mismo número de la revista Science. El bioquímico Luis Serrano es uno de ellos. Especializado en biología sintética y de sistemas, trabaja en un proyecto para conseguir que una bacteria que anida en el pulmón pueda convertirse en una píldora viva capaz de combatir infecciones resistentes a los antibióticos y destruir células malignas.
Testigo y protagonista de primera fila de los grandes avances que se han producido en biología en las últimas décadas, Serrano no juega a ser dios, pero no deja de preguntarse por las consecuencias de la revolución que los científicos tienen entre manos. Una revolución que, del mismo modo que ya ha cambiado por completo las reglas de la reproducción, dará a los humanos la capacidad de crear no solo nuevos organismos y formas de vida, sino de controlar también la propia evolución como especie.

Luis Serrano (Madrid, 1959) dirige desde 2011 el Centro de Regulación Genómica de Barcelona (CRG) y actualmente preside la alianza Somma, que agrupa 25 centros Severo Ochoa y 23 unidades María Maeztu, lo que la convierte en la principal plataforma de la ciencia en España. Serrano conoce muy bien los desafíos que la ciencia debe afrontar porque a su condición de investigador une la de gestor. Se doctoró en Bioquímica en la Universidad Autónoma de Madrid en 1985, después hizo un posdoctorado en el Centro de Biología Molecular Severo Ochoa y otro en la Universidad de Cambridge. En 1992 se incorporó al European Molecular Biology Laboratory de Heidelberg, donde fue jefe de grupo y jefe del programa de Biología Estructural y Computación, hasta que en 2005 se incorporó al CRG, un nuevo organismo especializado en investigación, con vocación de excelencia, que acababa de crearse con el emblemático Miguel Beato como director. Con más de 500 personas en sus laboratorios, el CRG —ubicado en el Parc de Recerca Biomèdica de Barcelona— es uno de los baluartes científicos de la ciudad.

En las últimas décadas hemos asistido a un salto revolucionario en el conocimiento de la biología. Cuando en 2005 se logró secuenciar el genoma humano, parecía que iba a ser muy fácil reparar los genes defectuosos, pero no ha sido así. ¿Por qué?

Desde que un descubrimiento se publica hasta que se aplica pasa un tiempo, pero los frutos acaban llegando. Es lo que ha ocurrido, por ejemplo, con una de las grandes revoluciones de los últimos años, la inmunoterapia en el tratamiento del cáncer. Cuando se descubrieron los anticuerpos monoclonales se pensó que se podrían curar rápidamente muchas enfermedades y se crearon cientos de compañías en Estados Unidos con inversiones millonarias. Gran parte ellas quebró y han tenido que pasar veinte años, pero ahora la inmunoterapia es una realidad.

En el caso de la terapia génica, los primeros ensayos se iniciaron en 1999 en niños burbuja, pero se tuvieron que suspender porque dos de ellos murieron de leucemia. En 2003 se decidió una moratoria que ha durado hasta hace poco. ¿Podrá ahora despegar por fin?

Sí, creo que sí. Aquellos primeros ensayos fracasaron porque, como vector para modificar el ADN, se utilizaban unos virus que iban adonde no debían. Ahora estamos en condiciones de superar aquellas barreras. Hasta tal punto estoy convencido que le propuse a Carmen Vela, cuando era secretaria de Estado, que existiera un hospital de referencia en cada autonomía para terapia génica. No se trata de secuenciar millones de genomas, que eso ya lo hacen otros, sino de apostar por determinados desarrollos.

¿Por ejemplo?

Aunque no es propiamente una terapia génica, es muy interesante la técnica Car-T que desarrolla el hospital Vall d’Hebron para tratar linfomas resistentes y leucemias. Consiste en extraer linfocitos del sistema inmune del propio paciente y modificarlos mediante ingeniería genética. Una vez extraídos, les inoculan un anticuerpo capaz de reconocer un marcador específico del tumor del paciente, de manera que cuando se vuelven a inyectar, sean capaces de reconocer las células malignas y atacarlas. Es una terapia muy cara, unos 40.000 euros por dosis, creo, pero muy efectiva. Cuando funciona, se acabó el tumor. En lugar de tratar al paciente con moléculas exógenas, como la quimioterapia, lo que se pretende con la inmunoterapia es que sea el propio organismo el que elimine el tumor.

¿Cuáles son las barreras que todavía se resisten en la terapia génica?

El reto sigue siendo garantizar que la intervención para corregir una mutación se produzca en el lugar preciso del genoma, de manera que no haya efectos indeseados, y que abarque el mayor número de células posible, aunque sabemos que, en algunos casos, con modificar el 20% ya es suficiente. En el caso del sistema inmune eso es fácil, porque las células de la sangre pueden extraerse. Pero si lo que quieres es intervenir sobre el hígado, el páncreas o el cerebro, resulta mucho más complicado.

Cuando en 2013 se presentó la técnica de edición genética CRISPR, que permite cortar, agregar o cambiar secuencias de genes, parecía que ese problema quedaba por fin resuelto.

La CRISPR ha sido un avance fundamental. Es una enzima que, cuando se le añade ácido nucleico, puede reconocer el sitio concreto del genoma donde se encuentra la anomalía, cortarlo y, con la ayuda de un virus que actúa como vector para introducir el gen normal, promover el intercambio de trozos de ADN. Esa es la teoría, pero la técnica no es cien por cien perfecta: a veces puede cortar en otro sitio, y a veces, al cortar el ADN, no siempre se produce recombinación homóloga.

Ahora hay consenso en que solo se debe intervenir en las células somáticas, las que ya están desarrolladas, pero no en las germinales. ¿Cuánto va a durar esta contención?

Ahí entramos en un terreno pantanoso. Desde el punto de vista ético, no tenemos ningún problema en intervenir en las células somáticas, porque el efecto de la modificación se limita al propio paciente. Pero si tocamos la línea germinal, la modificación se transmite a la descendencia. Desde el punto de vista técnico, no hay diferencia, pero las consecuencias son muy distintas. Imaginemos que podemos decirle a unos padres: si aplicamos este gen a tu hijo, nunca tendrá cáncer, pero hay que hacerlo en el ovocito fecundado, lo que quiere decir que los hijos de los hijos tampoco tendrán cáncer. Sería difícil resistirse, pero en el momento en que se hiciera, se estaría creando una diferencia, una nueva clase de humanos. Y aunque hubiera consenso en no tocar la línea germinal, sería difícil evitar que alguien lo hiciera.

Eso ya ha ocurrido. El genetista chino He Jiankui asegura haber modificado el ADN de dos embriones. Lo ha hecho en secreto y lo ha comunicado después de que nacieran las niñas. Sus padres eran portadores del virus del sida y han modificado un gen que regula el mecanismo que el virus aprovecha como puerta de entrada para colonizar el sistema inmune. Se supone que ni esas niñas, ni su descendencia, podrán ser infectadas por el virus.

Lo que no sabemos es qué otras consecuencias puede tener esa modificación. Este caso demuestra que el problema no es una mera especulación. La cuestión es quién controla lo que se hace y hasta dónde podemos llegar.

Hasta ahora, todos los ensayos autorizados se han justificado por razones terapéuticas y siempre en beneficio del paciente. Pero también podría utilizarse para mejorar ciertas capacidades

Claro. Igual que podemos corregir para curar, podemos modificar para mejorar. Pero esto es muy problemático. Y no está tan lejos como parece. Conocemos una mutación que permite aumentar la masa muscular. Aplicada a ratones, ha dado lugar a una especie que denominan ratones Schwarzenegger, con una musculatura impresionante. Podría haber padres que la quisieran en sus hijos para convertirlos en campeones. También sabemos que, gracias a otra mutación, hay gente que necesita dormir muy poco, menos de seis horas. Pero todas estas mutaciones tienen su lado negativo; de lo contrario, por selección natural las tendríamos todos. Hay deportistas que producen más glóbulos rojos de lo normal. Ellos no necesitan entrenar a 4.000 metros de altitud porque ya tienen una mutación que les proporciona mayor resistencia, pero también tienen más probabilidades de formar trombos sanguíneos.

O sea, que hay que estar muy seguros antes de tocar nada…

Y más si la decisión afecta a terceros. ¿Pueden los padres decidir modificaciones genéticas en los hijos sin el consentimiento de quienes tendrán que vivir con ellas?

Hasta ahora ha imperado el principio de precaución. Hace tiempo que se hace selección de sexo mediante diagnóstico preimplantacional para evitar enfermedades hereditarias vinculadas al sexo, como la hemofilia. Pero no se utiliza para satisfacer la preferencia de los padres por un sexo.

Retrat de Luis Serrano © Arianna Giménez © Arianna Giménez

En teoría no, pero tampoco podemos asegurarlo. Para seleccionar el sexo ni siquiera haría falta recurrir a la selección embrionaria. Bastaría con hacer un centrifugado del esperma en un gradiente de Ficoll, como se hace en ganadería, que es un método cien por cien efectivo porque el espermatozoide X pesa más que el Y. Pero igual que ahora se fecundan, por razones terapéuticas, cinco embriones in vitro y luego se eliminan aquellos que tienen anomalías, se podrían seleccionar en función de otros propósitos.

¿Como que el niño tenga los ojos azules?

Parámetros como la estatura, la inteligencia o el color de los ojos no van a ser fáciles de manipular porque esos rasgos están repartidos en muchos genes. Pero es cuestión de tiempo.

En su libro, Contra la perfección, el filósofo Michael Sandel plantea los efectos que tendría poder elegir el hijo a la carta. Si eso ocurriera, dice, se acabó el amor incondicional de los padres por sus hijos, al margen de cómo salgan. Es uno de los mecanismos más fuertes que la naturaleza ha creado para que nuestra especie cuide de la descendencia. Si los padres pudieran decidir cómo han de ser sus hijos, la relación cambiaría radicalmente y algún día, estos les podrán pedir explicaciones.

Así es. Son temas apasionantes que tenemos que plantearnos porque ahora podemos hacer modificaciones genéticas puntuales, pero dentro de 50 años, tal vez solo 30, muy probablemente podamos empezar a hacer modificaciones más complejas, lo que nos llevaría a un mundo como el que aparece en la película Gattaca: la posibilidad de buscar la mejor combinación de genes del padre y de la madre para tener el mejor hijo posible. Eso daría lugar a dos tipos de personas, las seleccionadas y las nacidas al azar, que tendrían todo tipo de problemas. No estamos en ello, no hay que alarmar… pero hemos de ir pensándolo.

Sobre todo porque cuando una técnica implica una mejora objetiva, difícilmente deja de aplicarse. ¿El problema de la intervención genética sería que se haga con justicia?

Es el punto primordial. Es muy deseable utilizar el conocimiento de la genética para evitar enfermedades hereditarias o eliminar el cáncer; pero si solo se benefician unos y otros quedan excluidos, estamos creando un gran problema.

En septiembre de 2017, la Food and Drug Administration de EE.UU. aprobó el uso comercial de una técnica de terapia génica para la leucemia. El coste era de 500.000 dólares. La primera terapia génica aprobada en Europa, Glybera, para tratar a una mujer con una enfermedad rara, costó 900.000 euros. ¿Son compatibles estos precios con la medicina personalizada?

Esos precios solo se pagan al principio. Secuenciar el primer genoma costó millones y millones, y ahora por 500 euros puedes secuenciar el tuyo. Secuenciarlo es barato. Otra cosa es analizarlo. Lo ideal sería que toda la medicina fuera personalizada, que existiera un programa de inteligencia artificial que, a partir de los parámetros genéticos y fisiológicos de cada persona, pudiera diseñar un tratamiento específico. ¿Suplirá la inteligencia artificial a los médicos? ¿Serán los médicos consultores psicológicos? De momento, más que a una medicina personalizada vamos a una medicina estratificada, que consiste en agrupar a los pacientes según ciertos rasgos genéticos y buscar la terapia que mejor funciona en cada grupo.

En su laboratorio están realizando una investigación muy prometedora con bacterias. ¿En qué consiste?

Trabajamos en una bacteria pulmonar que en personas inmunocomprometidas produce neumonía atípica. Le quitamos los componentes patogénicos y le introducimos una serie de moléculas con la idea de utilizarla para tratar enfermedades pulmonares. Hemos elegido esa bacteria porque ya vive en el pulmón y por tanto no sería rechazada y podría mantenerse activa durante un tiempo. La idea es utilizarla para tratar a pacientes intubados que han desarrollado una neumonía hospitalaria. Este es un problema muy grave. Un 13% de los pacientes afectados mueren porque no responden a los antibióticos. La idea es conseguir que esta bacteria, una vez modificada y reintroducida en el pulmón, disuelva los biofilms y mate a las otras bacterias resistentes a antibióticos. También podría utilizarse como una vacuna en el cáncer de pulmón, modificándola para que pueda bloquear los mecanismos que el tumor utiliza para eludir el sistema inmune.

¿Podría servir también en otros tipos de cáncer?

Esta bacteria en concreto está en el pulmón, pero el procedimiento podría usarse en otros tumores. Ya se utilizan bacterias que expresan interleuquina 10 para bajar la inflamación en enfermedades del colon. Un antiguo becario mío ha creado una compañía en Bélgica con la farmacéutica Johnson & Johnson para utilizar bacterias en el tratamiento del acné juvenil, y hay una compañía en Suecia que las utiliza para tratar heridas en la piel. Son distintos desarrollos de una misma idea: conseguir una píldora viva, una píldora inteligente. Los fármacos que ahora utilizamos son drogas tontas. Una droga ni siente ni padece. Pero si utilizas un ser vivo, y lo controlas, puede detectar el ambiente de cada organismo y adaptarse a las necesidades de cada paciente.

¿Han creado ya una empresa para explotar las aplicaciones?

Estamos en ello. Ahora estamos hablando con inversores.

Porque una de las cuestiones más importantes de la investigación sostenida con fondos públicos es cómo capitalizar los resultados. ¿Qué hay que hacer?

Aquí hay varios aspectos a considerar. Uno es que los científicos tenemos que hacer investigación de calidad, trabajar movidos por la curiosidad pero teniendo en mente siempre que lo que hacemos pueda tener un impacto en la sociedad, convertirse en algo de valor. Otro es conseguir que los centros públicos tengan oficinas potentes de transferencia de tecnología. También hay que conseguir que el capital riesgo, que ahora crece en España, arriesgue realmente. Y por encima de todo, hay que cambiar el marco normativo. Es muy importante que se desarrolle la ley de la ciencia, a escala estatal y autonómica, para que podamos quitarnos de encima una serie de normas administrativas que entorpecen la investigación.

Retrat de Luis Serrano © Arianna Giménez © Arianna Giménez

Esta sí que es una vieja asignatura pendiente…

No significa que no tengamos control, pero ha de ser un control adaptado a lo que hacemos. Yo ahora querría hacer un estudio en cerdos sobre la técnica que estamos desarrollando, pero como cuesta más de 50.000 euros, tengo que ir a concurso público. En España solo hay un sitio en el que pueda hacer este estudio, pero cuando hay más, tampoco se presentan. Es tan farragoso que muchos ni lo intentan. Necesitamos formas de control que no entorpezcan nuestro trabajo.

La burocracia no es el único problema. Muchos investigadores se quejan de insuficiencia presupuestaria.

Claro, no puede ser que tengamos una agencia estatal y que no tenga un presupuesto plurianual. Yo ya desisto de que podamos llegar al 2% del PIB en inversión para la ciencia. Me conformaría con que se duplicara el presupuesto del Plan Nacional de Investigación Básica, que son unos 400 millones de euros, o sea, el equivalente de tres kilómetros de AVE. Todos los partidos están de acuerdo, no entiendo por qué no se hace.

¿Tiene la impresión de que, por estar aquí, está compitiendo con las manos atadas a la espalda?

Competimos en condiciones mucho peores, de eso no hay duda. El tiempo dedicado a solucionar estos problemas te quita productividad. Y luego está la incertidumbre. Cuando contratas a alguien que sabes que es bueno, no sabes si vas a tener dinero para que continúe. Tienes que hacerlo fijo, pero si después no tienes el dinero, tienes que despedirlo. Tiene que haber contratos de proyecto. Esa modalidad ya figura en el decreto, pero no está bien desarrollada y no se puede utilizar.

Todo esto, ¿pone en peligro la posición que la ciencia ha alcanzado?

En Cataluña hemos llegado a un punto muy alto y todavía lo estamos. Somos competitivos a nivel mundial. Lo bueno es que se ha mantenido la financiación, pero ya lleva cinco o seis años congelada, la inflación empieza a repuntar y los equipamientos se están quedando obsoletos. Todo el mundo en Europa considera que Cataluña ha sido un ejemplo de éxito a escala mundial, y ahora que podríamos recoger los frutos, no podemos retroceder. Por eso es importante que se apruebe la ley de la ciencia catalana. Hay un anteproyecto que va en la buena dirección, pero tiene que ir al Parlament y ha de aprobarse. Los centros de investigación somos un negocio para la Generalitat, porque traemos más dinero del que nos dan. Yo siempre les digo: si pusieran un poco más dinero en el sistema, tendría un efecto multiplicativo. Es una pena que no lo hagan.

¿Ha sufrido, como científico, por el procés?

Hombre, todos esos momentos de incertidumbre y de tensión, afectan, sobre todo en un centro de proyección internacional como el nuestro. El conflicto estaba en las televisiones de todo el mundo. Tenemos unos 30 jefes de grupo y unas 500 personas en los equipos. La gente preguntaba, se mostraba preocupada. Ahora ya no parece que afecte tanto. Y a la hora de atraer talento, hemos podido contratar jefes de grupo muy buenos que podían optar por otros destinos.

¿Cómo ha afectado la crisis a las estructuras científicas?

Retrat de Luis Serrano © Arianna Giménez © Arianna Giménez

La crisis ha destruido la clase media de la ciencia, se han perdido muchas oportunidades. Doblar el presupuesto del Plan Nacional serviría para recuperar a todos estos grupos, pero en este caso, además de dinero, harían falta reformas. Una reforma de la universidad, por ejemplo, que incluyera la elección del rector por un comité externo, cosas que no son muy complicadas de hacer.

Pero que tocan muchos intereses consolidados…

Es cierto, pero la universidad necesita un cambio. Como lo necesita el CSIC, que debería tener una estructura parecida a los institutos Max Planck de Alemania, con un organismo central que asegure la calidad y autonomía de gestión para los centros. Para una universidad, ser competitivos es más complicado que para un centro como el nuestro, no porque no tengan buenos investigadores, sino porque están más atados. Hay que desburocratizar. Es una pena ver a gente joven que ha venido de fuera con una plaza Ramón y Cajal y a los dos años tiran la toalla porque se cansan de luchar.

¿En qué medida puede contribuir la ciudad de Barcelona a atraer talento?

Barcelona es muy atractiva. Por eso me da pena pensar que podemos perder posiciones. Se ha conseguido que sea conocida a escala internacional por sus centros de investigación y sus universidades. Tiene todas las condiciones para ser el equivalente de Boston en Europa: una ciudad con encanto, el ambiente intelectual necesario, y ahora también una masa crítica de científicos… Tenemos las condiciones, pero hay que poner lo que falta.

Estados Unidos es una potencia científica porque durante más de un siglo ha estado importando el mejor talento del mundo…

También aquí somos capaces de atraerlo. El 60% del personal del CRG y el 65% de los jefes de grupo son extranjeros. Pero también tenemos gente buena de aquí. Estoy orgulloso de que dos de nuestros jefes de grupo más jóvenes hicieran su tesis aquí; luego se fueron al extranjero y han vuelto compitiendo con científicos de Harvard, del EMBL de Heidelberg o del centro Francis Crick. Está volviendo una hornada de gente que se formó aquí y que ahora es internacionalmente competitiva. Y tenemos al menos siete u ocho posdoctorales que son jefes de grupo en Europa. Deberíamos hacer una reflexión: lo que hemos hecho es algo impresionante, mejorémoslo. Recuerdo que cuando vine al CRG tuvimos una discusión con Miguel Beato, que fue su primer director, sobre qué queríamos ser. La conclusión, muy obvia, era que queríamos competir en la liga mundial. Barcelona debe aspirar a ser la Boston de Europa. Y para eso hay que hacer una apuesta que no requiere miles de millones, sino reformas inteligentes.

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