Animales en la ciudad, ¿los quiero aquí?
- Dosier
- Oct 22
- 8 mins
Las ciudades no pueden ser solo “nuestras”. Necesitamos los animales. Su presencia nos obliga a afinar sentidos al margen del oído y la vista, tan urbanos, y activa la octava inteligencia: la naturalista. Además, en los barrios con más animales de compañía se registran índices de criminalidad más bajos, y rodearse de animales y plantas reduce el trastorno por déficit de atención en los niños.
Imagina que, mientras caminas por el parque de tu barrio o frente a cualquier semáforo, aparece un jabalí. Más allá de la abstracción del cambio climático, de conceptos como veganismo, deshielo, biofilia… ahí delante tienes a un mamífero de gran tamaño dotado de afilados colmillos y con la respiración acelerada por el temor que le inspiras. En la ciudad. ¿Qué sientes? ¿Cómo actuarás? La reacción podría explicar más cosas sobre tu auténtico lugar en el mundo que cien mil horas de elucubraciones y lecturas. Cuando el animal se haya marchado —porque, si no has hecho nada raro, se marchará—, podrías preguntarte: ¿me gustaría volver a verlo?
El cara a cara con jabalíes ya es común en Barcelona, aunque si vivieras en Chicago podrías haberte encontrado a un coyote; a un macaco, en Jaipur; en Canadá, a zorros; o a un puma, en California. Por no hablar de los marsupiales en Brisbane; los camellos de Jartum; elefantes, vacas y todo tipo de monos en ciudades africanas y asiáticas; o el abanico de macroroedores, junto a un sinfín de aves, en capitales latinoamericanas. ¿Quiero que estén ahí? En la respuesta nos jugamos el futuro.
Ahora que más de la mitad de la población mundial habita en ciudades mientras se insiste en la urgentísima necesidad de cambiar la relación de los humanos con los ecosistemas para mejorar la salud del planeta, parece sensato centrar buena parte de los esfuerzos en transformar las grandes urbes, haciéndolas confortables para los seres no humanos. Habrá que intervenirlas a fondo, eso sí, porque hasta ahora han sido diseñadas para el uso exclusivo de una especie. Hace pocas décadas, el pensador naturalista Thomas Berry animó a emprender La Gran Conversación entre la humanidad y el resto de la naturaleza. Berry sabía que las bacterias y la inteligencia de los demás seres vivos —del lagarto a la rana, del cactus a la abeja— nos enseñan, nutren e inmunizan; de ahí que promoviera el diálogo entre especies. Y un enclave fundamental para este intercambio sería la ciudad.
Escrutemos el número de seres vivos no humanos que habitan urbes. En general, suele haber menos de los deseables, pero más de los imaginados, y es que la ciudad está llena de salvajes que han adecuado sus hábitos a nuestra presencia, pese a las trabas que les ponemos. Asumir a gaviotas, ratones, cotorras, gatos o incluso perros vagabundos no se antoja tan difícil, si bien el desafío consiste en crear las condiciones físicas y morales para compartir grandes espacios con animales menos familiares y de volúmenes intimidantes como el tejón, el zorro o el jabalí.
Al pretender aislarnos de los animales, hemos dejado de entenderlos y perdido la sincronía.
El cambio de paradigma pasa por entender que la presencia de animales no implica falta de higiene o peligro, y por apreciar el valor de los microbios acumulados en el pelo, las escamas o las alas, el veneno de un aguijón, la saliva de otras lenguas. Cuentan que nuestros antepasados sabían escuchar a las plantas, hasta que el monocultivo, el monoteísmo y la monogamia rompieron la comunicación y diluyeron esa facultad. Lo mismo ha ocurrido con los animales: al pretender aislarnos de ellos hemos dejado de entenderlos y perdido la sincronía. Cuando solo te relacionas con una persona, cuando solo cultivas una idea, un amor, una especie, cortas las conexiones en red, disminuyes las defensas y coqueteas con la extinción. Las ciudades no pueden ser solo “nuestras”. No pueden estar hechas solo de humanos con móvil y cables. La comunicación es otra cosa. Necesitamos desesperadamente la compañía (habitual) de seres distintos, y, por eso, un estudio del Insituto de Salud Global de Barcelona[1] indica que vivir a menos de trescientos metros de un parque disminuye un 35% el riesgo de cáncer de mama. A menos de cien metros, el riesgo desciende al 44%. Residir a menos de quinientos metros de una zona verde reduce el número de muertes prematuras. Rodearse de animales y plantas reduce el TDAH (trastorno por déficit de atención e hiperactividad) en los niños, que disponen de espacios de juego ajenos a las pantallas, y acceden al misterio y la aventura física que cualquier ser vivo anhela a su edad.
Pero esos hallazgos son recientes. La transformación está en una fase prematura. Hasta hace poco, Parques y Jardines de Barcelona encargaba la elección de sus plantas y árboles a gestores que seguían criterios estéticos. La contratación de biólogos ha permitido rescatar especies autóctonas que duran más consumiendo menos agua, y ya se favorece a las llamadas “malas hierbas”, que estimulan la polinización y extienden la vida a insólitos rincones. A su vez, se trabaja en corredores verdes que permitirán el tránsito, por ejemplo, de una ardilla desde el parque de la Ciutadella, muy cerca del mar, hasta el parque natural de Collserola; se instalan comederos en lugares estratégicos; hay arquitectos que diseñan edificios y estructuras con huecos donde miles de aves podrán anidar; y se está creando una señalética para evitar que las aves se estampen contra cristales. Otra intención es recuperar especies que se habían esfumado y atraer algunas nuevas. La coincidencia de tanta fauna debería contribuir a equilibrar un ecosistema que durante décadas fue escalofriantemente monotemático hasta que, en 1999, Barcelona introdujo a halcones estadounidenses después de que la especie se volatilizara a finales de los años setenta.
Ahora, en la ciudad hay más de ochenta especies de aves: garzas, gaviotas de Audouin que se han instalado en el puerto, oropéndolas, colirrojos y cada vez más cotorras. La nueva plaza de las Glòries emerge como inesperado meeting point ornitológico. En las huertas proliferan las currucas, a las que relevan los murciélagos cuando cae el sol, y en primavera se pueden escuchar vencejos. Se han calculado 367 colonias de este pájaro chillón y 280 de golondrinas. Dicen que en los túneles del metro habita el mirlo, la tórtola turca y la lavandera. Un colaborador ejemplar es el murciélago, que, aparte de mosquitos, devora docenas de mariposas de la procesionaria del pino librándonos de picores y fumigaciones indebidas.
Los barrios con más densidad de animales de compañía registran índices de criminalidad más bajos.
En Collserola habita algún animal de fama fiera, pero cuando se asoma a la ciudad no suele causar problemas. Va a por su objetivo, que siempre es comida desechada, o saciar alguna curiosidad, e intenta permanecer oculto para que nadie lo moleste y para no entorpecer nuestros flujos. Ese mismo respeto es el que las personas desarrollan al vivir rodeadas de animales salvajes, y son conscientes de ello. En cuanto a los domesticados, protagonizan otro dato sugerente: los barrios con más densidad de animales de compañía registran índices de criminalidad más bajos.
Por otro lado, la presencia de animales procura pensamientos nuevos porque su intrigante carácter nos obliga a afinar sentidos al margen del oído y la vista, tan urbanos, y activa la octava de nuestras inteligencias, la naturalista. Para que los niños musculen esa inteligencia conviene tener animales cerca. Animales de proximidad que ayuden a ilustrarnos durante un paseo, procurando un vocabulario salvajemente sensual conectado a los elementos, propiciando una realfabetización ecológica. La directora del proyecto Ciudades Sostenibles, Jennifer Wolch, afirma que “hay que reencantar la ciudad trayendo de vuelta a los animales”, alegando, si es preciso, motivos egoístas, como que su proximidad nos hará más fuertes y saludables.
Convencer a la población de estas ventajas también pasa por desempolvar la propia historia y, por ejemplo, señalar al animal en el escudo. ¿Quién sabe por qué hay un murciélago en el blasón de Valencia? Al menos, rondando la capital del Turia pueden encontrarse cientos de quirópteros, pero, en Madrid, ¿dónde está el oso? ¿Y el madroño? ¿Dónde están las ballenas de Hondarribia o Getaria?
Cultivar un imaginario urbano que estreche vínculos con otras especies repercutirá en el aumento de animales y plantas alrededor, y en un refuerzo de nuestras defensas virales y cognitivas. Para eso, el papel de narradores e intelectuales va a ser decisivo, aunque deberán salir al verde a ejercitar sus sentidos y ampliar su vocabulario. Para contarlo, deberán creer que el cambio es posible… viviéndolo. En estos momentos faltan palabras porque falta experiencia real.
Articular una “gran conversación” verosímil pasa por proyectos como las supermanzanas, que pueden materializar de forma rápida, eficaz y barata la zambullida colectiva en una nueva ciudad verde donde seres de toda índole dispongan de cómodas extensiones proclives a mezclar alientos y confianzas. Si las ciudades se aúpan como foros de diálogo interespecies, millones de individuos entenderán aún mejor la necesidad de preservar espacios netamente salvajes fuera de los centros urbanos. Y si algún día topan con un jabalí en el paso de cebra, no solo sabrán cómo actuar, sino que ni siquiera deberán preguntarse si desean que ese animal esté ahí.
[1] O’Callaghan-Gordo, C. et al. Residential proximity to green spaces and breast cancer risk: The multicase- control study in Spain (MCC-Spain). Int J Hyg Environ Health, 2018.
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