Alternativas a la plaza dura. Por la biodiversidad urbana y el empoderamiento ciudadano

Il·lustració © Raquel Marín

En diseño urbano, se considera “plaza dura” a una solución para urbanizar un espacio público de superficie extensa, normalmente construida en granito u hormigón, sin apenas presencia de vegetación y con escaso mobiliario urbano. Siempre ha sido motivo de polémica porque es ejemplo de una de las muchas fracturas entre los criterios técnicos de arquitectos y urbanistas y los deseos de la ciudadanía.

El ejemplo por antonomasia sobre el que se constituyó el modelo de plaza dura es la plaza dels Països Catalans en Barcelona —obra de los arquitectos Albert Viaplana y Helio Piñón, con la colaboración de Enric Miralles—, símbolo del nuevo urbanismo que en los ochenta ponía a la capital catalana en el mapa internacional. En 1984 obtuvo el premio FAD de Arquitectura y en 2019 fue elegida por el Ayuntamiento de Barcelona como uno de los bienes de su patrimonio cultural que merecen, por tanto, protección especial.
La plaza ordena un área de más de dos hectáreas de extensión y no cuenta con ninguna zona de ajardinamiento, en parte porque se construyó sobre una inmensa playa de vías ferroviarias. Su diseño original incorpora dos marquesinas. La central, de mayor altura, no protege de los elementos climatológicos por su enorme esbeltez y por su cobertura trasparente. La otra, ondulante, de menor altura, atraviesa la plaza linealmente y, aunque cuenta con un escueto mobiliario (menos de una decena de bancos con mesas integradas), parece más bien destinada a proteger al flujo de pasajeros que se dirige a la estación de trenes. Pese a que la plaza constituye la entrada a la Estación de Sants, que lleva décadas recibiendo más de 10.000 viajeros diarios, la sobria provisión de bancos en el diseño original se completaba con unos treinta que formaban una línea serpenteante, sin protección del sol o la lluvia y, curiosamente, situados en la periferia de la plaza, muy próximos a la arteria circundante de más tráfico, la calle Viriat.

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La plaza dura y el modelo Barcelona

La plaza dura aparece en un contexto histórico, político y económico que conviene recordar para comprender las virtudes que perseguía. En 1979, con una democracia recién estrenada, el PSC (Partit dels Socialistes de Catalunya), en alianza con el PSUC (Partit Socialista Unificat de Catalunya), llegó al poder en el Ayuntamiento de Barcelona. La década de los ochenta se caracterizó por una importante escasez de recursos, por el comienzo del sueño olímpico, que acabó sucediendo en 1992, y por un potente movimiento vecinal que en muchas ocasiones no conseguía entenderse con el Ayuntamiento. En 1980 llega a la Delegación de Urbanismo el arquitecto Oriol Bohigas. Su decisión respecto a como revitalizar Barcelona consistió en una fuerte apuesta por la construcción de espacios públicos de tamaño limitado y en múltiples barrios. Sacó a los coches de la plaza Reial, derribó una manzana en el Raval e impulsó las plazas de Sants y Gràcia. Frente a otros modelos de gestión municipal que apostaron por un Plan General, como Madrid, o por concentrar la inversión en calles paradigmáticas y en elementos singulares, este urbanismo disperso por el territorio suponía también que el presupuesto para cada una de esas plazas era limitado.

Además de los condicionantes políticos y económicos, la plaza dura parte de un ambiente conceptual a cuya construcción contribuyó singularmente Ignasi de Solà-Morales, en cuyos escritos comprendemos mejor la agenda de diseño implícita en este tipo de soluciones. En el capítulo “Lugar: permanencia o producción” de su libro Diferencias. Topografía de la Arquitectura Contemporánea, se oponía a un concepto estático y sagrado de lugar y lo sustituía por las ideas de flujo, dinámica, conjunto de acontecimientos y punto de encuentro de energías. Más aún, Solà-Morales defendía que lo que llamaba terrain vague —espacios semiabandonados sin definición funcional— eran la verdadera esencia de lo urbano, en cuanto a que proporcionaban una libertad anónima que el ciudadano podía ejercer sin la determinación capitalista del resto de espacios de la ciudad, que dictaminaban qué hacer en cada lugar también como un acto de imposición del consumo.

Las grandes críticas al llamado modelo Barcelona, en cuya síntesis y articulación Oriol Bohigas tuvo un papel protagónico (se le atribuye haber tenido tanto poder decisorio como Hausmann en París u Otto Wagner en Viena), son aplicables también a la plaza dura. Josep Maria Montaner destaca la falta de diálogo con los movimientos vecinales, la escasísima protección y apreciación por el patrimonio histórico (se demolieron, por ejemplo, cuatro naves de Elies Rogent consideradas la cuna del modernismo para abrir la Ronda Litoral, y el propio Bohigas ha dicho en varias ocasiones que el mejor destino para la Sagrada Familia sería convertirse en apeadero de Renfe) y la falta de integración de criterios de sostenibilidad. A esta lista, desde una perspectiva actual, pueden añadirse otras críticas como la nula integración de una perspectiva de género o la no contribución a una visión del placemaking donde haya una verdadera observación, escucha e integración de las necesidades y deseos de los usuarios de los espacios.

Para profundizar en la distancia entre arquitectos y sociedad, la plaza dura y el ejemplo de la plaza dels Països Catalans podrían ser estudios de caso de enorme valor. José Mansilla, antropólogo urbano y miembro del Observatori d’Antropologia del Conflicte Urbà (OACU), realizó en 2017 un estudio dentro de la asignatura de Introducción a la Sociología y Psicología del Turismo a través de una práctica breve de observación participante con los usuarios. La mayoría de quienes participaron en el estudio no pensaban que el lugar fuera una plaza; la percepción de esta era como un espacio feo, sucio, de paso y con poco uso. Cuando se les preguntaba qué elementos añadirían a la plaza, respondían que dotarían a la escena de algo más de colorido, zonas verdes que permitieran respirar al paseante; bancos y espacios de descanso colectivos para limitar los equipamientos individuales que impiden la conversación; y, por último, la instalación de zonas infantiles, áreas para perros y un entorno delimitado en exclusiva para skaters. En un contexto más amplio, los participantes reclamaban pacificar el tráfico mediante la reducción de la presencia de vehículos en general y conectar la zona con la cercana avenida de Roma.

Il·lustració © Raquel Marín © Raquel Marín

Dos años después de este estudio, la plaza es catalogada por los expertos como patrimonio cultural y, por tanto, se podría haber impuesto la conservación en un estado lo más cercano posible al original. Es una de las muchas muestras de las fracturas entre los criterios técnicos y los deseos de la ciudadanía. Donde unos ven un ejemplo de patrimonio arquitectónico que se debe conservar para la posteridad, otros no alcanzan a reconocer una plaza o un lugar mínimamente confortable. Parece, sin embargo, que la atención a la experiencia ciudadana comienza a producirse en las administraciones y el estudio de arquitectura RCR, al que se le ha encargado un proyecto para reformar la plaza, anuncia ya que incorporará medidas para calmar el tráfico y propondrá una mayor presencia de verde.

Todo ello no ha impedido que la plaza dura haya sido un modelo de enorme éxito que sigue replicándose en muchos emplazamientos urbanos que no están sobre playas de vías y donde el ajardinamiento es perfectamente sencillo. Solo en Madrid, las plazas de Callao, Ópera, Puerta del Sol, Tirso de Molina, Lavapiés, Santo Domingo, Pedro Zerolo, Chueca o de los Cubos siguen este modelo. Las reacciones de indignación entre la ciudadanía han sido numerosísimas y, en algunas ciudades, como Sevilla, especialmente contundentes. El periodista Carlos Colón escribía para el Diario de Sevilla en 2016: “Las plazas duras de Armas y de Santa Justa fueron diseñadas para joder a los ciudadanos, desubicarlos, achicharrarlos y reducirlos kafkianamente a insectos que las atraviesan en un desolador y abrasador desamparo”.

Plazas como soporte de la biodiversidad

Si la plaza dura había cosechado una gran cantidad de enemigos, es posible que con el cambio climático acabe su prestigio entre arquitectos y técnicos municipales. Las plazas duras contribuyen extraordinariamente al conocido efecto de la isla de calor, un fenómeno por el cual la temperatura en las ciudades resulta reiteradamente más elevada a lo largo del año que la que se registra en un área rural situada 10 km a la redonda. En la mayoría de las principales áreas urbanas españolas (Madrid, Barcelona, Valencia), el aumento de temperaturas se ha consolidado, de forma permanente en los últimos años, en un rango de entre 2 y 3 ºC.[1]

La concienciación ciudadana, institucional y técnica de que las ciudades deben dar soporte a la biodiversidad podría ser el elemento crítico final que nos convenciera, como ciudadanía, para desechar este modelo. Los lugares que pueden suponer un apoyo a la biodiversidad en la ciudad son muy limitados. Entre ellos, se encuentran: los restos del paisaje natural que han sido preservados dentro de las ciudades; los descampados —que, en muchos casos, pueden contribuir solo de forma temporal—; los parques y jardines públicos; los patios y jardines privados; y también algunos balcones y algunas cubiertas o tejados verdes.

Para que este limitado conjunto de espacios forme un soporte eficaz para la biodiversidad, hay parámetros adicionales que deben cumplirse, como el tamaño, la calidad, el patrón, la conectividad y la diversidad. El tamaño es uno de los aspectos más críticos. La fragmentación y el aislamiento de los espacios urbanos verdes han sido bien definidos en el Reino Unido, donde se estima que solo el 13 % de los árboles urbanos se encuentran en espacios verdes mayores de 0,25 hectáreas. Esta media estadística contrasta con la indicación de que solo las áreas de entre 10 y 35 hectáreas son capaces de dar, por sí solas, soporte a las especies urbanas (tanto a las que los utilizan de forma temporal como a sus habitantes permanentes).

Cuando esos grandes espacios naturales de entre 10 y 35 hectáreas no existen en un área extensa de la ciudad, el soporte solo puede ser prestado por una red de espacios menores cuyo tamaño y proximidad resultan fundamentales. Optar por plazas duras supone privar de un espacio de más de dos hectáreas (como la de Països Catalans, en Barcelona) o de una hectárea (plaza de la Encarnación, en Sevilla) a centros urbanos donde el soporte a la biodiversidad depende de la construcción de una red a la que normalmente le faltan nodos. En zonas como el distrito Centro de Madrid, solo el conjunto que constituirían todas las plazas, con la plaza de Callao (0,5 ha), la Puerta del Sol (1,2 ha), la plaza de Santo Domingo (0,35 ha) y la plaza Mayor (1,2 ha), entre otras, podrían acercarse muy tímidamente a la construcción de un soporte eficaz de la biodiversidad.


[1] Centro para la Red Internacional de Información sobre las Ciencias de la Tierra (CIESIN)/Universidad de Columbia, 2016, Isla de calor urbana global (ICU), conjunto de datos, 2013. Palisades, Nueva York, Centro de Datos y Aplicaciones Socioeconómicas (SEDAC) de la NASA. https://doi.org/10.7927/H4H70CRF.

En la ciudad, los elementos singulares no son solo plazas, esquinas, monumentos o espacios verdes, sino que son parte de una red que puede permitir o no que se produzca la preservación de la salud colectiva o del medioambiente. Los lugares abiertos de la ciudad, vista desde una agenda que defienda la biodiversidad urbana, deben formar parte de una estructura matricial donde los “parches urbanos” se convierten en los nodos de una red (Breuste 2008, Wu 2008). La estrategia es generar una malla con el mayor número de cruces posibles y articularlos entre sí mediante relaciones de proximidad y diversidad. Para ello, hace falta un cambio en la visión de la ciudad: comprender el patrón que los diferentes elementos forman por encima de la naturaleza de cada pieza. Un buen ejemplo de la necesidad de un cambio en la forma de observación y análisis de la ciudad nos lo brinda la reciente polémica generada en los medios de comunicación sobre si la próxima reforma de la Puerta del Sol de Madrid debería incluir árboles. Los argumentos se basaban en la necesidad de celebrar eventos, en la importancia de ver las fachadas completas en un entorno histórico e, incluso, con cierta justicia, culpaban a los arquitectos por no saber de paisajismo. Entre las razones expuestas, a nadie se le ocurrió mirar cuál era la distancia hasta el espacio de sombra, el espacio verde y la fuente más próximos, y si estos formaban un patrón tupido o si su continuidad dependía de la Puerta del Sol. La supervivencia, o al menos el mínimo confort, de muchas especies en la ciudad, incluiría entre otras a una porción de especie humana que tiene condicionantes de edad, salud o disponibilidad económica y depende biológicamente de la solidez de esa red.

La heterogeneidad es otro aspecto clave en el diseño de espacios urbanos biodiversos. Muchas especies necesitan espacios naturales diferentes para su subsistencia. Las estaciones marcan una diferencia importante en las necesidades de los seres vivos: es posible que en verano requieran sombra y humedad y, en invierno, lo contrario. Estas necesidades diferentes afectan a las especies animales también a lo largo de las diferentes etapas vitales. Si producimos entornos heterogéneos, los seres vivos pueden ensamblar, según sus necesidades, un recorrido vital con tiempos de uso variados en los diferentes entornos. A este respecto, la estrategia que es buena para las abejas, los gorriones o las ardillas, lo es de forma idéntica para los seres humanos, quienes tienen necesidades variables según la estación y la etapa vital.

Soluciones heterogéneas frente a soluciones limpias

Quienes ejercen la arquitectura han sido educados para la homogeneización del entorno, entre otras razones porque, desde el punto de vista de quien diseña, es un proceso mucho más “económico” (doy con una solución que me parece buena y la repito), frente a la apuesta por la heterogeneidad (no sólo tengo que pensar varias soluciones, sino lidiar con los problemas que se producen al mezclarlas). Tanto regidores como profesionales de la arquitectura se han posicionado sistemáticamente a favor de las “soluciones más limpias", según las define el actual alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida, como la solución para reurbanizar la Puerta del Sol, tan extremadamente dura que propone una ausencia total de vegetación. Este proyecto fue objeto de un concurso organizado por el Colegio de Arquitectos de Madrid en 2014, ganado por Linazasoro & Sánchez Arquitectura.

En defensa de este tipo de propuestas se utilizan argumentos como la necesidad de preservar el patrimonio histórico, pero tenemos que recordar que la plaza Mayor de Madrid contó, como tantas otras, con arbolado y fuentes hasta 1927. La elección de la plaza dura debe ser contestada por la ciudadanía de forma militante porque supone un inconveniente grave para su salud y su bienestar y para la subsistencia de las especies vivas en la ciudad. ¿Acaso no nos ha enseñado nada la covid-19 sobre la conveniencia de primar la economía sobre la salud y el medioambiente? Los argumentos técnicos (estructuras subterráneas) o históricos son todos cuestionables y superables. Las únicas razones de peso para hacer primar la plaza dura son, de nuevo, situar las actividades productivas (limpieza, seguridad, control del orden público, publicidad, comercio y organización de eventos lucrativos) por encima de los ciudadanos, del medioambiente y de la salud, fórmula que este artículo quiere invitar a discutir como equivocada y, si se quiere ser más perverso, a entender como una forma de preservar una cultura visual de orden y limpieza que permite a los arquitectos educados en el Movimiento Moderno distinguir sus preferencias estéticas de las del pueblo llano.

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