Visión desde las alturas
- En tránsito
- Dic 18
- 17 mins
Siempre es posible para todo el mundo, incluso para un “gran” artista, dirigirse a los demás o representarlos visualmente sin mirarlos “desde arriba”. No es el caso de Marea humana (Human Flow), el ambicioso documental sobre la crisis global de los refugiados que Ai Weiwei dirigió en 2017 y que llegó a los cines de Barcelona la pasada primavera. El filósofo e historiador del arte Didi-Huberman hace una dura crítica del mismo, que es a la vez una profunda reflexión sobre el compromiso social y político en arte.
Sucedió que un artista internacionalmente reconocido, Ai Weiwei, quiso echar un vistazo a la situación de los migrantes de todo el mundo. Es uno de los motivos, sin duda, por los cuales los periódicos e incluso los diccionarios aún lo definen como un artista “político”, “activista” y “disidente”, pese a una estrategia comercial cercana a sus colegas Damien Hirst o Takashi Murakami y su posición notable en el mercado del arte (dos millones y medio de dólares en Christie’s de Nueva York por Map of China en 2016). Este no es el lugar para evocar al personaje en sí mismo, su trayectoria biográfica o las cualidades estéticas de su obra en general. De entrada, intentemos entender, ya que ha dado “un vistazo a la situación de los inmigrantes” en su película Marea humana[1], simplemente intentemos entender cómo ha echado un vistazo. Y qué dice este gesto sobre él mismo, en su relación con los demás, es decir, en su relación con los refugiados filmados por todo el planeta.
Hay diferentes maneras de echar un vistazo. Una es asomarse, hacia alguien o algo, y supone un movimiento —hacia abajo— del cuerpo, de los hombros, de la cabeza, de los ojos. Todo ello eventualmente prolongado en un movimiento de la mano que se extiende, que da o que quiere tomar y, por qué no, se mediatiza en un movimiento de cámara. Claro está que un gesto así produce a la vez un enfoque estético, una visión epistémica y una relación ética. En La gaya ciencia, Nietzsche quiso comentar lo que él denominaba “la amplitud del elemento moral” inherente a cada uno de nuestros gestos: se revela, según él, tan pronto como decidimos movernos hacia alguien. Incluso surge cuando se produce una imagen de algo o de alguien: “La imagen que veíamos por primera vez, la construimos inmediatamente con la ayuda de todas nuestras experiencias anteriores, siempre según nuestro grado de probidad y de equidad. Incluso en el ámbito de la percepción sensible, no hay más experiencias vividas que las morales.”[2]
El simple gesto de asomarse para echar un vistazo y el de crear una imagen tendrían, pues, ambos, un vínculo con un cierto “grado de probidad y de equidad” de quien los realiza. Una película, en este sentido —especialmente una película que compone unas imágenes para “echar un vistazo a la situación de los refugiados”—, debería entenderse por tanto como un gesto de imagen que revela hasta cierto grado la cuestión de su probidad o equidad: un gesto, pues, a la vez ético y estético. En el mejor de los casos, sería un gesto para restituir a los otros, a aquellos cuya imagen se crea, su dignidad en peligro, como vemos en los mejores documentales, desde László Moholy-Nagy o Luis Buñuel hasta Wang Bing o Harun Farocki.[3] Sería bueno recordar una vez más que el significado más antiguo de la palabra “imagen”, en su acepción latina de imago, se refería en principio al ámbito del derecho, por no decir de la justicia —en todo caso, a la dignidad “republicana”: la dignidad como cosa pública.[4] ¿Qué hay, pues, aquí, de la dignidad que la imagen querría eventualmente “restituir” a las personas filmadas —en unos veintitrés países diferentes— en las condiciones mismas de su gran desgracia?
[1] Ai Weiwei, Human Flow, 2017, 2 h 20 min.
[2] Cita original: F. Nietzsche, Le Gai Savoir (1882-1887), § 114, trad. P. Klossowski revisada por M. B. de Launay, Œuvres philosophiques complètes, V, ed. G. Colli y M. Montinari, París, Gallimard, 1982, p. 143.
[3] Cf. G. Didi-Huberman, Remontages du temps subi. L’œil de l’histoire, 2, París, Les Éditions de Minuit, 2010.
[4] Plinio el Viejo, Histoire naturelle, XXXV, II, 2, ed. y trad. J.-M. Croisille, París, Les Belles Lettres, 1985, p. 38-39. Cf. G. Didi-Huberman, “L’image-matrice. Histoire de l’art et généalogie de la ressemblance” (1995), Devant le temps. Histoire de l’art et anachronisme des images, París, Les Éditions de Minuit, 2000, p. 59-83.
Uso omnipresente de drones
De entrada, en Marea humana, ¿qué aportan las imágenes producidas a la altura de los aparatos? El uso de los drones es tan omnipresente y sistemático que tiene la consecuencia visual y psíquica de allanarlo todo desde arriba, ya sea el deserto de Irak o las selvas de Bangladesh, pasando de las colinas del norte de Grecia. La lentitud imperturbable de la máquina —que evoca la de un gran insecto, más que la de un pájaro— está por todas partes, insinuándose incluso en el amasijo de las casas devastadas por la guerra. A menudo se acompaña de la misma música anestésica. Por otro lado, sufre el contraste de los cortes brutales a través de los cuales, sin motivo aparente, se pasa de un país y de un paisaje a otro. Se hace pesado para el espectador, en un momento dado, sobrevolar literalmente, a vuelo raso, una larga cola de migrantes rumbo a Macedonia, donde pronto se expresará el punto de vista de los aparatos de Estado —la aduana, la policía, el ejército—, concretamente en la frontera húngara, con sus militares sin miramientos.
La altura de la visión de los aparatos, como muchas herramientas técnicas, tiene la consecuencia de reificar, de cosificar todo lo que filman. Es una contradicción inherente a la película de Ai Weiwei el hecho de presentar un discurso humanista a través de una utilización tan profusa y asumida, es decir, no crítica, de imágenes deshumanizantes. El ejemplo más claro de esta contradicción aparece sin duda en un momento en que, entre dos palabras bien intencionadas contra los refugiados —“son seres humanos, después de todo”— un travelling perfectamente vertical desde el cielo hacia un campamento de refugiados sirios en Turquía muestra el movimiento de estas personas ligeramente acelerado, lo que, pese a la relativa lentitud del travelling propiamente dicho, nos da la impactante impresión de acercarnos a un hormiguero en plena actividad. De acuerdo que sabemos que son seres humanos “después de todo”, pero aquí nos vemos obligados a ver —y la aceleración indica la voluntad del director para que sea obvio— que son hormigas, “ante todo”. Un poco más adelante en la película, la proyección estadística de la población africana —2.500 millones de personas en 2050— aparece sobre el fondo de una imagen de un termitero gigante. La obra finaliza con el montaje de una mezcla de estas imágenes de dron de todo el mundo, con el contrapunto da unas palabras pronunciadas por un astronauta que evoca la sublime visión desde las alturas que tuvo de nuestro planeta durante su misión espacial.
Palabras desde arriba
Marea humana ofrece igualmente sus imágenes a la altura de las palabras. Y con mucha más abundancia de la que anuncia la simple cita poética de Nazim Hikmet que aparece en el prólogo. En efecto, a lo largo de la película se superponen a las imágenes un gran número de citas: fórmulas antiguas del budismo, poemas persas, fragmentos de Adonis, de Sherko Bekas (poeta kurdo), de Nizar Qabbani (poeta sirio) o de Mahmud Darwish… Pero el estatus de la palabra en esta película merece una interpelación más allá de estas indicaciones tranquilizadoras de sabidurías poéticas o espirituales. ¿A quién se da la palabra, sobre todo? Esta es la pregunta que hay que plantear. ¿A los propios refugiados? La verdad es que no: la duración de sus testimonios raramente excede los quince segundos —es decir, la duración de las intervenciones de los testimonios en cualquier telediario—, lo que condena su palabra a unos enunciados a menudo convencionales, incluso impersonales, sobre la libertad deseada o el sufrimiento soportado.
Quien habla de manera mucho más completa y continuada en Marea humana son en general las autoridades que tienen la misión, precisamente, de abordar las situaciones de crisis desde arriba. Es verdad que la aportación de las organizaciones no gubernamentales es muy valiosa a través de las palabras de los representantes oficiales de ACNUR, Human Rights Watch, UNICEF, etc. Pero la cosa se complica cuando se trata de autoridades políticas o militares; por ejemplo, el oficial húngaro que “protege” su frontera; la princesa de Jordania que habla, elegante, sobre un paisaje montañoso; o Walid Jumblatt en persona discurriendo desde su palacio. Son en todos los casos intervenciones pretendidamente expertas y que, siempre en inglés, nos explican desde arriba la situación de los refugiados con todo detalle. Es una manera de seguir los pasos convencionales del documental televisivo, en que el artista, filmado a contracampo, asume la posición de periodista estrella, asintiendo sistemáticamente a la palabra autorizada. Se añaden una infinidad de citas de la prensa internacional (sin que se invoque ni un solo libro), de Die Zeit (“Angela Merkel: We can do it”) al New York Times, del Guardian al Spiegel o de la CNN a la CBS News...
Debido a esta afiliación sin reservas a los medios y a las instancias de comunicación oficiales, Marea humana no propone nada de lo que Gilles Deleuze formuló en su célebre conferencia “¿Qué es el acto de la creación?” sobre la contrainformación que aporta el trabajo de los artistas como un acto de resistencia: “¿Qué relación tiene la obra de arte con la comunicación? Ninguna. La obra de arte no es un instrumento de comunicación. La obra de arte no tiene nada que ver con la comunicación. La obra de arte no contiene la más mínima información. En cambio, hay una afinidad fundamental entre la obra de arte y el acto de resistencia. En este caso sí que tiene que ver con la información y la comunicación como acto de resistencia. [...] La contrainformación solo se vuelve efectivamente eficaz cuando es —y lo es por naturaleza— o se convierte en un acto de resistencia. […] La contrainformación solo es efectiva cuando se convierte en un acto de resistencia.”[1]
[1] G. Deleuze, “Qu’est-ce que l’acte de création?” (1987), Deux régimes de fous. Textes et entretiens, 1975-1995, ed. D. Lapoujade, París, Les Éditions de Minuit, 2003, p. 300.
Escenificando la grandeza de un artista
“Se filma al propio artista, cámara en mano, yendo a auxiliar a los refugiados del mundo entero. La verdadera “altura humana” se revela sobre todo como la escenificación de la grandeza de un artista en el combate cuerpo a cuerpo con la miseria del mundo.”
¿Qué pasa, finalmente, a la altura del hombre? ¿Cómo miran a los humanos las numerosas cámaras de Marea humana? ¿Qué vemos nosotros de ello, como espectadores, de esta manera de ver? Vemos a unos soldados en Irak situados autoritariamente por encima de la masa de refugiados en cuclillas. Vemos hombres y mujeres que posan, silenciosos sobre su desgracia, ante la lona blanca de una carpa de ACNUR. Vemos a unas mujeres pronunciando ante la cámara unas palabras demasiado rápidas y torpes. Vemos a un hombre llorando ante la tumba de cinco personas de su familia. Pero, ¿por qué hay tantas cámaras para tan pocas entrevistas cara a cara? Sobre todo, porque en esta “película de artista” se trata de filmar al propio artista, cámara en mano, yendo a auxiliar a los refugiados del mundo entero. La verdadera “altura humana” en Marea humana se revela sobre todo como la escenificación de la grandeza de un artista en el combate cuerpo a cuerpo con la miseria del mundo.
Por eso es posible ver en esta película la narración de una gran peregrinación humanitaria del arte hacia los territorios de la desgracia. En resumen, es una película “cargada de buenas intenciones” y técnicamente asistida, técnicamente construida para este fin. Consigue sin duda indignarse, e indignarnos a nosotros una vez más, sobre la situación que sufren actualmente los refugiados del mundo. Pero esta indignación, viniendo de un dignatario del mundo cultural, ¿logra devolver a los refugiados la dignidad ciudadana que se les debe? Se podría decir que el célebre artista da a aquellos a quienes echa un vistazo el mismo tipo de dignidad por delegación que Angelina Jolie ha podido dar, tan amablemente, a los hambrientos de Sierra Leona. Pero es una especulación muy ingenua sobre las virtudes éticas de la sociedad del espectáculo: como si con un aura artística bastase para “tocar” a los desdichados de la Tierra para que —como en una imposición de manos— recuperen su dignidad como sujetos. Que quede bien claro: lo que aquí se cuestiona no es el hecho de que una forma artística eche un vistazo a la situación de los refugiados, ni se afirma que tenga que prohibirse. Por el contrario, se trata de decir que una decisión como esta —echar un vistazo a los refugiados— obliga a reinventar a cada instante una ética de la forma que sea capaz, como mínimo, de no asumir el poder sobre el sujeto que se filma. Siempre es posible para todo el mundo, incluso para un “gran” artista, dirigirse a los demás o representarlos visualmente sin mirarlos “desde arriba” (Vermeer o Rembrandt, que yo sepa, no miraron nunca a nadie desde una altura como esta).
En cualquier caso, me parece que a la forma construida e implementada en Marea humana le faltan, sencillamente, tanto este rigor estético como la “probidad” y “equidad” que derivarían de él. Se ve sobre todo en el modo en que el artista elabora durante toda la película su autorretrato “con los refugiados de fondo”, o en algunos diálogos en que la reciprocidad no pasa nunca de ser un simulacro. En Lesbos, el artista se hace selfies como hacen las estrellas con sus admiradores. En Jordania, el artista prepara unas brochetas (o finge hacerlo). Filma de lejos las colas de refugiados, mientras que filma de muy cerca a un camello pintoresco. En otro momento, compra fruta a un vendedor ambulante y simula que comprueba el cambio. En Idomeni, camina tres o cuatro segundos por el barro, habla con alguien al otro lado de una reja, se extasía con la imagen de un gatito en un móvil, filma pasando por encima de unas tiendas de campaña improvisadas, se interesa por su propia sombra y, finalmente, simula un intercambio de pasaportes con un refugiado al que propone ir a vivir a su estudio berlinés... Respuesta educada —o irónica— del refugiado: “Thank you, really thank you”. El artista responde con una frase que su propio gesto acaba de contradecir: “I respect you”.
Y así sucesivamente: aquí se hace cortar el cabello (en primer plano); allí ayuda a una mujer a vomitar (hay un cubo a mano, o quizás preparado); en otro momento, invade el espacio en el que un hombre de duelo llora por su familia; en Beirut, camina por la calle, acompañado de dos militares que le protegen; en Gaza, se hace filmar “en solitario” en la playa filmando el mar y después se va a bailar con los palestinos; en Kenia, quiere hacernos creer que está perdido, solo con su cámara, en medio de una tempestad de arena; en Berlín, se hace filmar filmando a unos migrantes puestos en fila como si tuvieran que pasar revista; cerca de Ciudad Juárez, habla con un policía americano, se hace peinar por un mexicano que vive en la miseria y se hace selfies con su esposa. En otro momento, vuelve a aparecer filmándose a sí mismo con una pancarta reivindicativa en el pecho: “Stand # With Refugees”, como si hiciese una manifestación él solo. Sobre el lema está escrito a mano, en letras mayúsculas bien grandes: “AI WEIWEI”. El sabe desde hace tiempo —desde Duchamp, desde Warhol— que un artista, de entrada, es alguien que firma y que tiene una firma que vale algo.
Una limosna del arte en la mano del refugiado
“Los refugiados no necesitan que les demos la vuelta a las brochetas de carne, que les acerquemos el cubo para vomitar o que finjamos que les regalamos un estudio de artista en Berlín. Reclaman simplemente que les miremos como a iguales.”
Sin duda, hay buena intención en el intento de poner este valor del arte al servicio de toda una población devaluada porque se ve privada de ciertos derechos fundamentales. En el contexto general de la gran inquietud que sienten hoy en día los artistas e intelectuales por la situación de los refugiados —que provoca, afortunadamente, una multiplicación notable de ensayos fotográficos y cinematográficos sobre el tema[1]—, la particularidad de Marea humana radica, aparte de su lujo de medios, en el hecho de que el valor del arte acaba ocupando un lugar central e incluso fundamental. Por supuesto, hay obras de arte cruciales que se producen en ciertos momentos de la historia, e incluso se podría decir que Ai Weiwei ha hecho más que Picasso, que no se desplazó hasta Guernica. Pero el valor del arte por sí solo no es una política. Para concluir, en esta película solo veo un acto de caridad abstracta: nada más que una limosna del arte en la mano del refugiado.
“Si se nos salva, nos sentimos humillados, y si se nos ayuda, nos sentimos rebajados”, escribía Hannah Arendt en Nous autres réfugiés, un texto escrito después de su propia experiencia de vivir retenida en los campos franceses y de su propio periplo de apátrida.[2] Es la sensación fundamental de indignidad del refugiado en el momento en que se siente obligado a decir “Thank you, really thank you”. Y es lo que se ha convertido en un leitmotiv de los escritos políticos de Hannah Arendt sobre el problema de los refugiados, de los apátridas o de los parias de la sociedad en general. En 1935, cuando estaba exiliada en París, Arendt afirmaba que el problema de los refugiados no encontrará nunca la solución a través de ninguna “institución benéfica”: “Ciertamente, hay que ayudar a quienes no tienen dinero. Pero el dinero por sí solo no resuelve el problema de los errantes”.[3] En 1941, en una carta abierta a Jules Romains, destacaba esta “pregunta desesperante: ¿de verdad solo podemos escoger entre unos enemigos malintencionados y unos amigos condescendientes?”.[4]
El mismo año Arendt escribía con fuerza y rabia que “la existencia de un pueblo”, o su supervivencia cuando tiene que huir de la persecución, “es algo demasiado serio para que nos podamos plantear abandonarla en manos de hombres ricos [...] porque solo el propio pueblo es lo bastante fuerte para formar una coalición de verdad”.[5] ¿A qué se refería con esta expresión: “hombres ricos”? Se refería, de manera a la vez precisa (dirigiéndose a las organizaciones judías americanas) y general (en el marco de una teoría política), a la “buena intención” moral de los gestos benévolos realizados siempre desde arriba. Se refería a la “benevolencia” considerada desde el punto de vista del “mal menor” —que, como sabemos, nunca consigue nada bueno— y, en el aspecto de los principios, a una despolitización de la desgracia sufrida por tantos pueblos a lo largo de la historia. Es lo que Arendt denominó en 1944 una “máquina de benevolencia”, que tiene la consecuencia de “ahogar los gritos de desesperación de los oprimidos”[6], obligándoles a conformarse con un sempiterno “Thank you, really thank you” ante los poderosos.
Los refugiados, tanto hoy como ayer, necesitan mucho más que una simple beneficencia o benevolencia. La benevolencia de acogerlos en Europa, ni que decir tiene, no les aporta más que ventajas. A menudo es una benevolencia bajo condiciones, las cuales sugieren que tras ellas se camufla una voluntad de vigilancia y de rechazo. Por tanto, la forma benevolente adoptada por Ai Weiwei en contrapunto a sus imágenes de vigilancia capturadas por los drones solo hace que reforzar la mirada desde arriba que inmoviliza a los refugiados en el impasse político. Pero los refugiados no necesitan que les demos la vuelta a las brochetas de carne, que les acerquemos el cubo para vomitar o que finjamos que les regalamos un estudio de artista en Berlín. Reclaman simplemente que les miremos como a iguales, es decir, tener un estatus cívico y jurídico que los principios generales de nuestras democracias escribieron un día en piedra, pero solo en piedra. Una obra de arte que afronte esta cuestión no debería ser una obra de beneficencia: debería intentar acusar, hurgar, meter el dedo públicamente en esta llaga de la historia. Comportarse, en definitiva, de forma crítica.
[1] Cf. concretamente E. Alexandropoulou (dir.), No Direction Home, Atenes, Rosa-Luxemburg-Stiftung, 2016. G. Didi-Huberman y N. Giannari, Passer, quoi qu’il en coûte, París, Les Éditions de Minuit, 2017.
[2] H. Arendt, “Nous autres réfugiés” (1943), Écrits juifs, trad. S. Courtine-Denamy, París, Fayard, 2011, p. 425.
[3] Id., “Des jeunes s’en vont chez eux” (1935), ibid., p. 154.
[4] Id., “La gratitude de la Maison de Juda” (1941), ibid., p. 269.
[5] Id., “La guerre juive qui n’a pas lieu” (1941), ibid., p. 272-273.
[6] Id., “Une leçon en six coups de fusil” (1944), ibid., p. 365.
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