Rosalía, sultana de un nuevo pop en construcción

El mal querer, Rosalía. Sony Music, 2018.

El mal querer, segundo disco de Rosalía, es un relato épico lleno de turbulencias sónicas y pequeños desafíos artísticos. Partiendo de un imaginario alternativo, su autora propone una mixtura con alma pop, a la vez terrenal y trascendente, y con un trasfondo claramente feminista que evidencia su compromiso y su talento.

La alquimia sonora de El mal querer violenta esquemas y puede desconcertar en la primera audición: asaltan los sentidos del oyente las tramas electrónicas impresionistas y palmeos de media luna flamenca, el rasgueo de las guitarras con cuerdas de nylon y las salpicaduras de los sonidos casuales (joyas, cuchilladas que cortan el aire, conversaciones juveniles), ecos de copla y de los palos propios del jondo y capas de voces celestiales que miran de reojo al canto gregoriano. Y tonadas oscuras como la de "Malamente", por las que, fríamente, pocos ejecutivos discográficos habrían apostado hace pocos años como cartas comerciales ganadoras.

Pero a través de sus turbulencias sónicas y de un aventurado relato épico con trasfondo feminista, El mal querer, segundo disco de Rosalía, ha conectado con un público amplio, reflejo del cambio —o la expansión— del gusto musical que vivimos desde hace tiempo. Tiene algo que ver el auge de lo que hemos llamado "música urbana", y la evolución del hip-hop y del minimalismo electrónico casero, aunque este no sea un disco de trap. Ante estas etiquetas, El mal querer propone un estilo diferente mirando hacia el sur ibérico, alimentándose de la estética y la mística flamenca y haciendo una aportación a la construcción de un nuevo canon pop. Y, todo junto, venciendo al efecto ensordecedor del marketing, que ha puesto en guardia muchas sensibilidades.

Quizás sí que hay que hacer un pequeño esfuerzo para superar prejuicios cuando uno se enfrenta a El mal querer, pero sumergirse hasta el fondo reserva gratificaciones y da que pensar. Es un disco simbólicamente importante por las aportaciones que hace al nuevo pop global desde un imaginario alternativo (ni "anglo", ni latinoamericano), y a su vez está lleno de pequeños desafíos artísticos.

Envolviendo la obra tenemos la historia de una mujer joven que se casa por amor y que poco a poco ve como su sentimiento puro choca con un alma oscura y con un maltrato. Incluso el motivo de inspiración de El mal querer se va del paisaje ordinario: la cantante lo sitúa en la novela occitana Flamenca (aquí, gentilicio de Flandes), escrita en el siglo xiii por un autor desconocido y en la que un noble, por celos, encierra a su mujer en una torre. Rosalía, también compositora y productora, establece un puente entre este referente literario procedente de los albores del amor cortés y los casos, muy actuales, de dominación de género en ciertos ambientes juveniles.

Para Rosalía Vila Tobella, nacida hace veinticinco años en Sant Esteve Sesrovires (Baix Llobregat), este disco es el fruto de una obsesión largamente elaborada de la mano del productor canario Pablo Díaz-Reixa, El Guincho. La consagración de su talento es una buena muestra del alcance de las modernas enseñanzas superiores: Rosalía viene tanto del Taller de Músics como de la Escola Superior de Música de Catalunya (ESMUC), donde se graduó en flamenco.

Este sustrato se manifiesta en un atrevido primer disco, Los ángeles (2017), en el que quiso reconstruir cantes antiguos con el apoyo crudo y heterodoxo de la guitarra de Raúl Fernández, Refree. Un disco que ya precipitó un fenómeno popular. Ahora, El mal querer puede desprender un aura hipermoderna, pero también tiene raíces fuertes y precedentes en el campo de las fusiones: desde Smash, en los setenta, hasta Ojos de Brujo y la Mala Rodríguez, pasando por Maruja Garrido, musa de Dalí, o la misma Lola Flores; artistas que trabaron músicas mestizas a partir del flamenco y la rumba y en diálogo con el rock, el pop o el hip-hop.

Rosalía, erigida como figura carismática con madera de estrella, propone un paso más allá, una mixtura con alma pop, terrenal y trascendente, y ante esta la crítica por apropiacionismo cultural resulta miope y extemporánea. ¡Como si ciertas músicas tuvieran que estar predeterminadas a no transcender entornos étnicos, culturales o socioeconómicos! Sin embargo, El mal querer tiene todavía campo por recorrer: concebida como una obra con dimensión audiovisual, tiene que mostrar su alcance definitivo en los directos, que, por ahora, se limitan a citas en festivales como son el Primavera Sound y el renacido Doctor Music Festival.

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