¿A quién afecta una desafectación? Los casos de la Satalia y la Font de la Guatlla
- Visiones urbanas
- Jul 19
- 10 mins
Calificadas como zonas verdes por el Plan General Metropolitano, las barriadas de la Satalia y la Font de la Guatlla han vivido mucho tiempo bajo la amenaza de la expropiación y el derribo. En los últimos cinco años, dos modificaciones del planeamiento vigente las han salvado de la picota, pero, desde el punto de vista de la gentrificación, las dos desafectaciones han tenido resultados diametralmente opuestos.
El portal Idealista ofrece por 725.000 € un local de 130 metros cuadrados, pendiente de reformar y situado en el distrito de Sants-Montjuïc. Tiene dos habitaciones amplias, “una gran terraza con espectaculares vistas a Barcelona” y, según el mismo anunciante, la “posibilidad real” de cambiar de uso para ser calificado como vivienda. Aun así, el precio cuesta de entender hasta que se lee que está en la calle de Julià, en el “sorprendente barrio de la Satalia”. Para quienes no conozcan este territorio adyacente al Poble-sec, en la ladera de la montaña de Montjuïc, el anuncio se entretiene en explicar que “vivir en la Satalia es como vivir en Barcelona, pero con la sensación de estar fuera” y destaca “el encanto y el aroma natural” de sus casitas ochocentistas con hortet. Parecería, pues, que este “barrio con sabor a pueblo pequeño”, a setecientos metros de la estación de metro del Poble-sec, tendría que haber sido siempre un lugar atractivo y reputado, de precios caros y reservado a las clases acomodadas. Nada más lejos de la realidad.
Hasta hace muy poco, la Satalia era una barriada informal, prácticamente desconocida y condenada al derribo. Lo mismo pasaba en lo alto de la Font de la Guatlla, al otro lado del recinto ferial de Montjuïc. Ambas crecieron en la vertiente septentrional de la montaña, durante el periodo de efervescencia constructora que se extendió entre las exposiciones universales de 1888 y 1929. Inspiradas por el modelo de ciudad-jardín, tanto una como la otra querían huir del ajetreo de los barrios densos que hay pendiente abajo sin incurrir en la precariedad asilvestrada de las barracas de más arriba. En 1976, el Plan General Metropolitano las calificó como zonas verdes, lo que implicaba su inapelable extinción. A la espera de ser expropiados por el Ayuntamiento, los propietarios tenían prohibido aumentar el volumen de las edificaciones existentes, que solo se podían someter a reparaciones menores de mantenimiento. Esto afectaba tanto el precio de venta como el estado de conservación y favorecía que los dos barrios mantuvieran un carácter popular y un paisaje suburbano, frondoso y mágicamente decadente.
Como es lógico, la parálisis urbanística resguardó los dos parajes de cualquier transformación. Los congeló en el tiempo y propició la conservación de elementos patrimoniales de valor notable. En la Satalia, por ejemplo, todavía se conserva, en forma de callejón sin salida, un tramo del camino Antiguo de Valencia, vía medieval de origen romano flanqueada por muros de mampostería con grandes sillares irregulares. También hay adoquinados, minas de agua, surtidores, balsas, aljibes, lavaderos, refugios antiaéreos de la Guerra Civil y La Mangrana, un caserón ruinoso que el Ayuntamiento tiene que convertir en equipamiento de proximidad. Por su parte, en la Font de la Guatlla destaca la masía de Can Cervera, de finales del siglo xviii, también adquirida por el consistorio para acoger un equipamiento. El entusiasmo olímpico por el orden urbano barrió bien deprisa las barracas de más arriba, pero las casitas con huerto, de construcción consolidada y con papeles de propiedad, fueron más persistentes. Hace unos diez años, se produjeron las primeras expropiaciones y desaparecieron bajo la picota algunas casas del conjunto de la Font de la Guatlla. Aun así, el mordisco no fue a más.
Movimientos vecinales
La incertidumbre compartida que suponía la amenaza de expropiación cohesionó a los habitantes de ambos barrios, que se organizaron alrededor de sendos movimientos vecinales. Tanto la Asociación de Vecinos de la Satalia como la Plataforma de Afectados por el PERI del Turó de la Font de la Guatlla —Plan Especial de Reforma Interior de 2004— lucharon durante muchos años para que el Ayuntamiento les reconociera el derecho adquirido de preexistencia, los indultara del derribo y los rescatara de la informalidad. A ambos lados del recinto ferial de Montjuïc, los vecinos se salieron con la suya. Aun así, el resultado es diametralmente opuesto. Desde que fueron desafectadas, las propiedades de la Satalia han experimentado una explosión de precios que pueden haber beneficiado mucho a algunos vecinos, pero han condenado a otros al barricidio de la gentrificación. En cambio, la desafectación de la Font de la Guatlla ha ido más allá de la mera protección del patrimonio inmobiliario y se ha esforzado en preservar el patrimonio intangible de su tejido vecinal. ¿Qué aprendizajes podemos extraer de cada una de las dos desafectaciones urbanísticas? Sin duda, la lección más importante es que desafectar no afecta a todo el mundo por igual.
Vistas de Barcelona desde la calle Julià, en el barrio de la Satalia.
© Arianna Giménez
En junio de 2014, durante el mandato del alcalde Trias, el Consejo Plenario del Ayuntamiento desafectó la Satalia por medio de una Modificación del Plan General Metropolitano (MPGM), que establecía que el barrio dejara de ser zona verde para convertirse en una zona donde se tenía que “conservar la estructura urbana”. La ordenación detallada del entorno y sus usos quedaba pendiente de un Plan Especial de Mejora Urbana (PEMU) que se tenía que elaborar a continuación con la participación de los residentes. Lejos de tranquilizarlos, la desafectación preocupaba a los vecinos porque suponía que el patrimonio arquitectónico del barrio quedaba desprotegido: de repente, ahora sí que se podía construir en la Satalia. Por este motivo, la asociación vecinal se implicó activamente en la redacción del PEMU de la Satalia, que fue aprobado definitivamente en septiembre del 2016. La nueva regulación blinda las edificaciones, los caminos, las fuentes, los muros antiguos y todos los elementos patrimoniales del barrio, limitando la posibilidad de crecimiento del techo residencial.
Una vez resuelta la desazón respecto al suelo privado, la beligerancia vecinal se centró en el suelo público. La pianista Ana Menéndez, presidenta de la Asociación de Vecinos de la Satalia, lo explicaba con claridad: “Primero nos organizamos para ‘salvar nuestras casas’; una vez esta batalla parece ganada, estamos trabajando para un proyecto colectivo”. Ahora, pues, los vecinos de la Satalia quieren que el equipamiento municipal de La Mangrana se convierta en un espacio de encuentro y de trabajo para “artistas, arquitectos o ceramistas”, con una única condición: “Que sea para gente del barrio”. Pero, ¿qué quiere decir exactamente ser "gente del barrio"? Sin duda, es muy diferente que la gente sea de un barrio y que el barrio sea de una gente. En cierto modo, el arquitecto Joan Fortuny, miembro activo de la asociación de vecinos, hace emerger esta espinosa paradoja cuando defiende que la conversión de La Mangrana en equipamiento municipal es urgente porque “el lugar sirve de refugio a personas sin recursos en una okupación intermitente”. De hecho, el caserón fue el escenario del primer desalojo ordenado por la alcaldesa Colau, en julio de 2015, cuando la Guardia Urbana recibió la denuncia de unos vecinos que alertaban de la “presencia de inquilinos ilegales”. De repente, la ilegalidad ya no afectaba a todo el vecindario por igual.
La conclusión no puede ser más sorprendente: en la Satalia, desafectar gentrifica; en la Font de la Guatlla, la desafectación se convierte en un instrumento contra la gentrificación.
Un enfoque bien diferente
Por su parte, la desafectación del Turó de la Font de la Guatlla es fruto de una Modificación del Plan General Metropolitano (MPGM) aprobada definitivamente en febrero de 2019. Poco más de cuatro años después del precedente de la Satalia, el enfoque de esta desafectación fue muy diferente. Aquí no solo se quería preservar la cincuentena de casitas existentes, sino también al tejido vecinal que las habitaba. En el mismo momento en que perdía la calificación de zona verde, el suelo edificado adquirió la de vivienda protegida. La diferencia no es menor. La considerable plusvalía que puede experimentar una propiedad afectada cuando pasa a ser reconocida por el planeamiento vigente queda automáticamente contrarrestada por una protección oficial que limita durante décadas el precio de venta o de alquiler. Además, la MPGM de la Font de la Guatlla otorga al Ayuntamiento el derecho de tanteo y retracto sobre estas propiedades —que le da la opción de compra preferente, por el mismo precio, en caso de que sean objeto de una compraventa entre privados—, de forma que el nuevo planeamiento sirve para aumentar la proporción de vivienda pública en el barrio. Gracias a estas peculiaridades, ausentes en la desafectación de la Satalia, los vecinos de la Font de la Guatlla han quedado resguardados con independencia de su condición. Si son propietarios, no vivirán más bajo la amenaza de la expropiación; si son inquilinos, estarán inmunizados contra el encarecimiento desorbitado de sus contratos porque los precios estarán condicionados por la calificación de vivienda protegida.
La conclusión no puede ser menos rotunda: en la Satalia, desafectar gentrifica; en la Font de la Guatlla, la desafectación se convierte en un instrumento contra la gentrificación. El primer caso es un ejemplo de urbanismo orientado a objetos; el segundo, de un urbanismo centrado en las personas. De la constatación de esta disparidad de resultados, se pueden extraer, como mínimo, tres lecciones paradójicas. Se trata de tres contradicciones que todavía tiene que resolver el urbanismo que tenemos si de verdad quiere proporcionarnos la ciudad que necesitamos. Una de ellas merece ser tildada de populismo vegetal; la segunda tiene que ver con un tipo de patrimonialismo mineral; la tercera, a riesgo de ser injustos con el esfuerzo democratizador de muchos movimientos vecinales, se podría calificar como activismo antisocial. Quizás lo mejor es empezar por aclarar la última, que es la más dolorosa. De manera querida o inconsciente, la participación ciudadana puede acabar siendo antisocial cuando no distingue, dentro del sujeto “vecino”, el conflicto de intereses que hay entre propietarios e inquilinos. Si no se acompañan de medidas para garantizar una determinada proporción de viviendas asequibles, las transformaciones urbanas que revalorizan las propiedades de los primeros pueden encarecer los alquileres de los segundos. Para que “ser del barrio” no sea una condición reservada a los propietarios, hace falta que las reclamaciones vecinales tengan en cuenta los intereses de los inquilinos, tanto de los actuales como de los potenciales.
El pasaje València es lo que queda del camino Antiguo de Valencia, vía medieval de origen romano.
© Arianna Giménez
Resulta más fácil ensañarse con las otras dos contradicciones. Como su nombre indica, el patrimonialismo mineral tiene predilección por las piedras de los muertos y es indiferente a las personas vivas. Olvida —u obvia— que los inmuebles inertes son solo un medio y que el fin último tendría que ser la vida que los llena. El urbanismo, una de las principales competencias municipales en un país de ayuntamientos débiles, está dotado de capacidades para proteger el patrimonio arquitectónico pero es pusilánime a la hora de preservar el patrimonio intangible que le da uso y sentido. Para combatir la gentrificación no queremos ciudades melancólicas como Venecia, presa disecada con ojos de vidrio, sino explosiones de vida como Nápoles, que sabe reciclar las preexistencias sin excesivas reverencias.
Por último, el populismo vegetal. Mario Gaviria lo denominaba “ideología clorofila”. Es un idealismo naif que consiste en confundir lo que solo es verde —un campo de golf— con lo que es verdaderamente ecológico —un ferrocarril—. En otras palabras, si todos los barceloneses vivieran en casitas con huerto, Barcelona llegaría hasta Mollerussa. La ciudad mixta y compacta que nos pide el futuro inmediato no se parece en nada al “barrio con sabor a pueblo pequeño”, cerca de la estación de metro del Poble-sec, que nos quiere vender el portal Idealista.
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