No es una brecha, es una fractura
- Dosier
- Jul 22
- 9 mins
Para acceder a derechos básicos como el trabajo, la formación, la salud o la participación ciudadana es necesario disponer de una conexión de alta velocidad y tener competencias digitales avanzadas. Ahora que todo es digital, la dificultad de acceder a internet es una nueva causa de exclusión social. El reto del Estado es garantizar su acceso universal y construir una sociedad digital gobernada por criterios justos y no por los que dictan los algoritmos y el mercado.
El concepto de brecha digital ha ido evolucionando en paralelo a la creciente digitalización de la sociedad. Inicialmente, hacía referencia a la dificultad de tener dispositivos o de acceder a las infraestructuras, ya fuera por motivos económicos o de ubicación en el territorio, a la que pronto se sumaron las carencias en conocimientos y formación para poder entender y utilizar ciertas funcionalidades. Es decir, en ambos casos se trata de carencias de los usuarios y las usuarias que les pueden impedir o dificultar usar la tecnología con normalidad. Pero, últimamente, estamos descubriendo que hay otros factores que segregan y perjudican a colectivos concretos sin que estos puedan hacer mucho para evitarlo, puesto que los provocan sesgos de los autores de los algoritmos y de las herramientas, casi siempre hombres blancos que trasladan a estos sus prejuicios culturales, morales y de género. El resultado es un conjunto de circunstancias que impiden o dificultan el acceso a la sociedad digital a personas concretas y, por lo tanto, ahora que todo es digital, dificultan a personas concretas el acceso a la sociedad.
El primer factor de la brecha digital es el que hace referencia a las desigualdades en el acceso. Decir que en España el 87% de los hogares tienen internet y en Barcelona, el 91% puede hacer pensar que el problema se va resolviendo, pero la lectura correcta es que, en pleno siglo xxi, en las zonas rurales de España todavía hay un 21% de hogares sin internet, y que, en una gran ciudad europea como Barcelona, la cifra es del 8,1%. No obstante, si en lugar de hablar de hogares hablamos de personas, la cifra es todavía más cruda: más de 5,5 millones de personas en España no tienen acceso a internet. Es espantoso porque la pandemia ha demostrado que no tener acceso a la red puede implicar no poder acceder a derechos tan básicos y fundamentales como el trabajo, la enseñanza o la salud. La situación todavía puede ser más grave, porque muchos hogares, que según las estadísticas sí tienen acceso a internet, el que tienen en realidad es precario, insuficiente y caro.
Lo que hoy denominamos redes de alta velocidad es una infraestructura de interés estratégico nacional y no puede ser que su desarrollo dependa de las políticas comerciales de las operadoras.
Velocidad de conexión alta, un derecho y no un lujo
Ofrecer acceso a la red no es suficiente; hay que garantizar acceso a las redes de alta velocidad, ya que hablar de alta velocidad no es hablar de un servicio prémium, sino de la velocidad necesaria para desarrollarnos social y económicamente. Debemos poder acceder a la potencia necesaria, y el acceso a una potencia razonablemente alta tendría que tener un precio razonablemente bajo, ya que hablamos de las condiciones para la transformación y el desarrollo tanto social como empresarial. Lo que hoy denominamos redes de alta velocidad pronto solo serán servicios mínimos básicos. En general se trata de una infraestructura de interés estratégico nacional y no puede ser que su desarrollo dependa de las políticas comerciales de las compañías operadoras.
En su momento el Estado decidió que, para garantizar el desarrollo económico y social del país, había que desplegar una red ferroviaria de alta velocidad, y hoy tenemos la red de trenes de alta velocidad más densa de Europa, y la segunda del mundo solo por detrás de China. Tenemos más de 3.400 kilómetros de AVE, cada uno de los cuales ha costado 25 millones de euros de media, más medio millón anual de mantenimiento. Todo este gasto lo ha asumido el Estado, y no un operador privado, ya que era de interés público.
Hay gente de veinte años con baja capacidad para usar la tecnología con el objetivo de resolver problemas, mientras que personas de más de sesenta años han desarrollado plenas competencias digitales.
Los nativos digitales, no siempre los más competentes
El segundo factor de la brecha está vinculado a los conocimientos necesarios para poder usar la tecnología. En este contexto se ha hablado mucho de los nativos digitales, como si el hecho de haber nacido en una década u otra justificara una mayor o menor incorporación en la sociedad digital. Como si el mero hecho de haber nacido en 1997 garantizara una mayor capacidad de compartir la información o una mejor comprensión del significado moderno de identidad o participación, que haber nacido en 1964. Cualquier clasificación humana sobre el hecho digital basada en el año de nacimiento contiene un error de base. La edad no es una buena referencia. Sería mucho mejor tomar en consideración el tiempo de exposición al fenómeno, es decir, las horas acumuladas dedicadas a la práctica digital (uso de ordenadores, trabajo en internet, fotografía y vídeo digital, telefonía móvil, etc.), y aún un matiz adicional: cuánto de este tiempo de experiencia digital se ha relacionado con la resolución de problemas o el logro de objetivos. Hay gente de veinte años con acceso a las tecnologías digitales, pero con una baja capacidad para usarlas con el fin de resolver verdaderos problemas, mientras que hay personas de más de sesenta años que han desarrollado plenas competencias digitales. Lo que nos define y lo que marca la diferencia no es tanto la fecha de nacimiento como la actitud, el entrenamiento y el nivel de uso del universo digital para resolver determinadas situaciones. Es cierto que hay nativos digitales, pero esto no implica que sean ciudadanos digitales competentes. Si buscamos un factor determinante en la generación de la brecha, antes que la edad, debemos considerar el género, el nivel de ingresos, el nivel de estudios o la etnia. Sin ir más lejos, el estudio de la brecha digital realizado en 2020 en la ciudad de Barcelona muestra sesgos de género y culturales en los usos. Los hombres realizan más consultas al banco y las mujeres se ocupan más de los temas de salud.
Un tercer tipo de brecha no tiene nada que ver con que el usuario tenga más o menos acceso o conocimientos, sino con si es más o menos víctima de los prejuicios y sesgos de un grupo de personas que toman decisiones que le afectan.
La injusticia del algoritmo
Ahora tenemos un tercer tipo de brecha que ya no tiene nada que ver con si el usuario tiene más o menos conocimientos, y un mejor o peor acceso a las infraestructuras, sino con si es más o menos víctima de los prejuicios y sesgos de un grupo de personas que, desde cualquier lugar del mundo, toman decisiones que le afectan. Algoritmos policiales que tienden a sospechar antes de un negro que de un blanco; algoritmos bancarios con tendencia a denegar un crédito si resides en un barrio pobre; algoritmos gubernamentales que suelen denegar un visado de acceso al país si vives en el mundo árabe; algoritmos comerciales que suben el precio según el cliente, a saber por qué… Máquinas programadas con criterios que contienen discriminaciones que pueden convertirse en la norma.
Es necesario que haya una infraestructura de red y telecomunicaciones, hay que poder acceder a los dispositivos y a las herramientas, se deben tener habilidades y conocimientos para poder usar la tecnología necesaria para vivir en sociedad, y hacen falta garantías de que la sociedad digital se construye sobre criterios justos que permitan la igualdad de derechos, deberes y oportunidades. Si no tienes todo esto, te quedas fuera de internet, y sin internet te quedas sin derechos básicos: poder trabajar, que tus hijos puedan mantener el contacto con la escuela, realizar consultas médicas…, ser ciudadano. Tener problemas para acceder a internet no es una brecha, es una fractura.
Internet es la infraestructura que durante la pandemia nos permitió mantener una cierta actividad económica, continuar coordinándonos, celebrar reuniones de trabajo, consultar el banco, enviar mensajes para aclarar cosas, mantener el contacto con los seres queridos, hacer los deberes de la escuela, y entretenernos mirando películas o escuchando conciertos. El mundo aguantó social y económicamente porque tenemos internet, pero el Estado ni lo provee ni lo garantiza. Ahora que ya tenemos tren de alta velocidad, el Estado podría valorar si también necesitamos internet. Garantizar que llega correctamente a todos los territorios y garantizar que toda la ciudadanía tiene un acceso justo. Un niño tiene derecho a ir a la escuela, una víctima tiene derecho a recurrir a la justicia y un ciudadano debe tener derecho a acceder a internet.
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