“No creo en los políticos que dicen: ‘yo hago lo que la gente quiere’”
- Entrevista
- Dic 18
- 17 mins
Sergio Fajardo
A diferencia de los movimientos políticos que en lo que va de siglo han ocupado el poder en América Latina, Sergio Fajardo se sitúa claramente en el centro del espectro y lo reivindica, a su manera. “Somos un movimiento cívico independiente –explica–, no nos definimos por negación, sino por construcción. Hay quienes nos han definido como un extremo centro y otros no saben cómo clasificarnos”. Su libro, El poder de la decencia (Ariel), en el que estructura su proyecto de gestión de lo público, es lo más parecido a un Tractatus a lo Wittgenstein; es un Tractatus sobre la ética en política. Cada capítulo lo encabeza un diagrama y prima la pedagogía.
Sergio Fajardo (Medellín, 1956) tenía cuarenta y cuatro años cuando se decidió a entrar en política. Era profesor universitario, con un doctorado en Matemáticas, una disciplina que se refleja con claridad en su programa. Al margen de los partidos tradicionales, se hizo con la alcaldía de Medellín en 2004 encabezando un movimiento ciudadano y renovó completamente una ciudad que había entrado en la crónica negra de la mano de los carteles de la droga. Se presentó a las presidenciales de 2010 junto al candidato del Partido Verde Antanas Mockus, entre 2012 y 2015 fue gobernador de Antioquía, y el pasado mes de mayo se quedó a 250.000 votos de pasar a la segunda vuelta y disputarle la presidencia a Iván Duque, a quien según los sondeos hubiera podido derrotar. La historia de Colombia estaría ahora en otro carril.
Fajardo estuvo en Barcelona el pasado mes de octubre, invitado a participar en la bienal de pensamiento Ciutat Oberta.
De su programa, como de su acción política, está ausente el debate ideológico. En las últimas elecciones presidenciales de Colombia, en la segunda vuelta, usted anunció que votaría en blanco: ni por el candidato de la derecha, Iván Duque, ni por el de la izquierda, Gustavo Petro. ¿Su movimiento es posideológico? ¿La ausencia de debate ideológico no supone un límite?
Hay un descrédito de los partidos políticos por su incapacidad para dar respuestas a los interrogantes de nuestro tiempo. Son tiempos de gran malestar en los que es muy fácil suscitar el resentimiento y apelar a la política de las emociones, pero no es verdad que las únicas emociones que se puedan tener sean las de rabia. La razón también es una emoción; la de la confianza y la de la exigencia, pero son emociones más exigentes. La confianza se construye con el tiempo. La rabia es inmediata. Lo que nosotros hemos hecho toma tiempo. Somos un movimiento del siglo XXI que no se basa en presupuestos ideológicos del pasado. No arrastramos una maleta, unas raíces políticas. Los viejos partidos se han quedado en un formato que busca esencialmente el clientelismo, cómo ganar elecciones, cómo acceder al poder y mantenerse en él, y no han entendido que el mundo ha cambiado, que la forma en la que nos encontramos y nos relacionamos las personas es muy diferente. Los partidos tradicionales han envejecido, por lo menos en Colombia. No se ha producido un relevo generacional y no veo que tengan respuestas a los desafíos de los nuevos tiempos.
Lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer…
Las nuevas formas alternativas de hacer política están sujetas a vaivenes. Las estructuras electorales y constitucionales están diseñadas para los partidos tradicionales, lo que hace que sea muy difícil manejarse a escala estatal. Tal vez por eso son movimientos que crecen desde lo local, lo que los hace más interesantes. No arrancan con tomas de posición sobre las grandes cuestiones sociales, con una visión macro. Nosotros crecimos en una ciudad, partiendo de una mirada local hasta llegar a lo nacional. Es una mirada muy distinta sobre la política, por su esencia, porque el contacto con la gente se produce desde el barrio, desde el municipio. Es algo que tenemos incorporado al ADN, a diferencia de los viejos partidos, que ven el mundo desde el poder central. Este es el presupuesto con el que arrancamos en una ciudad como Medellín, rompiendo con la vieja forma de hacer política. Cambiamos el lenguaje, cambiamos la manera de relacionarnos y empezamos por plantear los problemas e invitar a la gente a que buscara y sugiriera la solución. A escala nacional hemos aplicado los mismos principios, hablando de cosas concretas, sobre cómo se construye el territorio, cómo se lucha contra las desigualdades, etc.
¿Se siente cómodo con el calificativo de centrista?
Me han llamado tibio, cuando lo que hago es enfocar los problemas y buscar la mejor manera de solucionarlos. Por ejemplo, queremos romper la estructura permanente de resentimiento y odio que ha sido la norma en Colombia, la cultura de la violencia, el considerar enemigo a quien no piensa como uno. Hay territorios en los que la desaparición de la guerrilla ha supuesto un cambio total, como si hubiera acabado una pesadilla eterna. Paradójicamente, en algunos de esos territorios en el plebiscito ganó el no con porcentajes abrumadores. Yo me preguntaba cómo era posible que la gente que más tenía que ganar con la paz fuera la que más rechazara el tratado de paz. Fui allí y hablé con ellos. Había muchas heridas abiertas. Esencialmente no querían ver andando tan tranquilos por la calle a quienes los habían tenido sojuzgados y cautivos durante años y años. No soportaban esta idea. El malestar era tan grande que votaron por el no, sabiendo que iban a ser los primeros beneficiados por el proceso de paz. Faltó mucha pedagogía. Si yo no soy capaz de entender que esa persona que votó en contra tiene rabia, nunca voy a entender lo que pasa. Tengo que aceptar que tiene rabia y a partir de ahí nos podemos poner a ver cómo lo arreglamos. Es muy fácil propiciar la violencia en una sociedad en la que la respuesta siempre ha sido la violencia. Yo no creo en esos políticos que dicen: “yo hago lo que la gente quiere”.
En España todavía está por ver si Podemos y los Comunes consiguen estabilizarse en las próximas legislaturas. ¿Hasta qué punto es posible dar el salto de lo local a lo nacional y mantener este mismo modelo?
Creo que es posible y estamos muy cerca. En Colombia, la ciudadanía más despierta entiende el cambio. La generación joven es muy diferente: es inteligente, diversa, muy valiosa y tiene el germen de lo que ya es irreversible: la fuerza de estos movimientos alternativos. Por primera vez en unas elecciones presidenciales hubo más votos para los candidatos de fuera del establishment tradicional que para los de los viejos partidos. Eso nunca había pasado y es un mensaje muy potente. Además, veinte días después de las elecciones tuvo lugar una consulta sobre la corrupción, derivada de una recogida de firmas previa que llevó a cabo Claudia López, de la Alianza Verde, una mujer muy importante en la Colombia actual. Era una consulta totalmente libre de condicionantes, porque era ajena al calendario electoral, y por muy poco no se alcanzó la participación necesaria para imponer una serie de reglas contra la corrupción política. Fue una auténtica sorpresa comprobar la movilización que este tema provocó y mostró que hay mucha gente que participa y contempla la política desde otra perspectiva. Hay una acumulación de señales muy potentes y que, en mi opinión, muestran que el cambio es irreversible.
Pero lo cierto es que ganó Iván Duque, el candidato uribista, como ganó Donald Trump en Estados Unidos y ahora más tarde Bolsonaro en Brasil; hay más ejemplos de cómo la vieja política, o su reencarnación populista, sigue controlando el poder. En América Latina, tras una década en la que se habían producido nuevos modelos de gobierno, regresa ahora la vieja derecha conservadora, cuando no directamente la ultraderecha. ¿No le parece que se está produciendo una regresión, en este sentido?
“En Medellín rompimos con la vieja forma de hacer política. Cambiamos el lenguaje y la manera de relacionarnos con la gente, y empezamos por plantearle los problemas e invitarla a que buscara y sugiriera soluciones”.
Sí, pero en Colombia el fenómeno es distinto y lo que se manifiesta de forma sistemática es una ciudadanía libre. Nosotros hemos pasado de casos puntuales, de alcaldías, de presidencias departamentales, a alcanzar unos resultados a escala nacional que anuncian un cambio de paradigma. El uribismo conserva una potencia indiscutible y lo evidencia la victoria del no en el referéndum sobre el proceso de paz, que vivimos como una gran frustración y una enorme decepción. Pero soy optimista, veo que los cambios que hacemos encajan con la nueva Colombia, con esta generación joven más educada. En una sociedad tan machista como la colombiana se ha producido un cambio radical en la generación joven sobre la igualdad de las mujeres. Si no hay empoderamiento no hay transformación. Las FARC y las guerrillas, el factor que durante décadas marcaba a la sociedad colombiana y determinaba cómo se hacía la política, va quedando atrás. Ahora llega la ciudadanía.
¿En qué punto se encuentra el proceso de paz?
En un momento de mucha incertidumbre. Perdimos la gran oportunidad para, por primera vez, unirnos alrededor de algo positivo, de un proyecto común que era construir la paz. Colombia estaba unida contra el narcotráfico porque todos los colombianos estaban en contra del narcotráfico, y lo mismo sucedía con las guerrillas en términos generales. Y cuando estábamos a punto de disponer de un elemento que nos iba a permitir, no ya defendernos, sino construir, que es lo que nos iba a dar el acuerdo de paz, no fuimos capaces de concedérnoslo. Cuando ganó el no en el referéndum de 2016, el gobierno de Juan Manuel Santos todavía tuvo tiempo de hacer algunos ajustes; atendió algunas de las inquietudes que generaba entre quienes votaron en contra y finalmente pasó el Acuerdo de Paz a través del Congreso. Pero los uribistas, que entonces estaban en la oposición y habían promocionado el no, siguieron criticando el proceso y poniendo dificultades. Santos terminó su mandato sin haber podido avanzar en el desarrollo de los acuerdos de paz y llegó al poder Duque, que está en contra. Hay muchas presiones en todos los sentidos, pero lo cierto es que estamos en un momento confuso, en una especie de limbo.
¿Cuál sería la intervención más urgente?
Ha entrado en juego el tema del narcotráfico con la cuestión de los cultivos de coca y de cómo poner en marcha modelos de desarrollo rural para que las poblaciones de las zonas que ocupaba la guerrilla planten cultivos sustitutivos. Esto requiere recursos económicos y ahora mismo está todo paralizado. Me preocupa que, si el Estado no llega pronto a ellos, los territorios que estaban bajo el poder de las FARC y que padecían una violencia política vayan a caer en manos del narcotráfico, en otro tipo de violencia, igualmente dañina para el país. Es necesario que se envíe una señal rápida y eso no está pasando.
¿Por qué ganó el no?
En mi opinión el gran error que cometió el gobierno de Santos, siendo la persona que tenía la capacidad de negociar –aunque una cosa es negociar y otra es construir la paz–, consistió en no hacer una pedagogía de la paz, en no explicar las razones por las que estábamos pactando con la guerrilla, en no decir que nos iba a servir para revisar nuestros valores como sociedad, la forma en la que nos habíamos relacionado durante cincuenta años. Todo eso no se hizo. El esquema que se utilizó durante las negociaciones era: no hay nada acordado hasta que todo esté acordado. Todo era secreto. Se perdió la oportunidad de explicarle a Colombia cómo funcionaba el país. Hay que recordar que cuando solo faltaba una semana para la votación del plebiscito sobre el Acuerdo de Paz, las dos partes firmaron la paz por anticipado. Mucha gente se preguntó: ¿si ya firmaron la paz para qué hacen el plebiscito?
¿Parte de la sociedad colombiana se desentendió?
La guerra ya estaba muy alejada de los centros urbanos. Para muchos colombianos, pensar en lo que ocurría en las zonas de la guerrilla no tenía nada que ver con su vida cotidiana, era algo remoto. Gran parte de la sociedad colombiana consideraba que ya se vivía en paz porque, además, mientras se negociaba el proceso, fueron disminuyendo las hostilidades. No se construyó un relato con la ciudadanía que explicara el papel de la violencia en la vida diaria, en la convivencia. Tampoco se nos explicó –y esto es culpa del gobierno– lo que iba a significar que el Estado ocupara unos territorios que habían estado fuera de él. Colombia es muy grande y el Estado tenía que llegar a esos territorios y hacerse presente en lugares muy abandonados. Y tampoco se hizo nada en este sentido.
La paz parece que llega cuando se firma un tratado, pero la realidad es que se construye sobre el terreno, con relaciones, con acciones concretas. ¿Qué cambios se están produciendo en Colombia al margen del tratado?
El grupo encabezado por el expresidente Uribe estaba en contra de las negociaciones que había lanzado Santos, que había sido su ministro de Defensa. Ambos tenían el mismo origen ideológico. Uribe se puso en contra del proceso y señalaba constantemente los temas más duros, las heridas más sangrantes, lo que rápidamente encontraba eco, porque es verdad que todo era muy doloroso y que es muy fácil poner a la vista las contradicciones que surgen en un proceso de paz. Había que explicarle a la ciudadanía lo que es la justicia transicional, pero Uribe y su gente insistían en que lo que había que hacer era que los guerrilleros pagaran por sus crímenes. Había que explicar que estábamos en medio de una negociación y que era necesario hacer concesiones en determinados aspectos judiciales para sacar adelante un proceso muy delicado y muy complejo. Nada de esto se hizo y fue una de las razones del no.
Pero ha habido cambios perceptibles.
Sí. Hoy en día en Colombia hay muchos menos asesinatos, lo que obviamente es un avance. Sin duda la violencia asociada con las guerrillas básicamente ha desaparecido. Hay algunos episodios protagonizados por disidentes, pero están más asociados al narcotráfico. Hay mejoras, pero nos quedamos cortos, muy cortos. Este nuevo gobierno uribista todavía no sabe si avanza o no; si cumple lo que se firmó o lo deja marchitar. Ha quedado pendiente la pedagogía de la transformación, para poder mirarnos a nosotros mismos de otra manera. Todavía tenemos que aprender a ser diferentes sin ser enemigos. Nosotros, en Colombia, si somos diferentes enseguida somos enemigos. Nos hemos quedado en un estado de tensión permanente del que no sabemos cómo vamos a salir.
¿Es partidario de la legalización de las drogas?
Creo que, eventualmente, la solución es la legalización. Pero todavía falta mucho camino para llegar a ese punto, al menos en Colombia. En el mundo se ha venido avanzando. La legalización de la marihuana y el cannabis en Canadá y en Uruguay era inconcebible hace unos años. Las sociedades empiezan a entender el consumo de drogas como una responsabilidad ciudadana e individual, en el sentido de que es una cuestión de salud pública, y también de educación y conocimiento. Pero, hoy por hoy, el cultivo está asociado con una criminalidad extrema. La relación del narcotráfico y el cultivo con la política ha pasado por diferentes etapas. El paramilitarismo estaba asociado con lo que se llamó la parapolítica, y se producía principalmente a escala municipal y regional, permeaba la clase política, que perdió todo tipo de valores. Ahora está cambiando. No ha dejado de existir, pero el país ha ido aprendiendo. El narcotráfico también ha mutado y se ha ido adaptando. Empezó con el cartel, especialmente el de mi ciudad, Medellín, luego vino el de Cali y otras formas de organización. Ahora ya no existen los grandes carteles y los grandes capos; son organizaciones de bajo perfil, que saben interactuar y esconderse, y su relación con la política es mucho más tenue. La sociedad ha reaccionado.
La industria audiovisual, el cine y la televisión, ha encontrado un filón en las aventuras de los narcos. ¿Le preocupa esta banalización mediática de uno de sus grandes problemas?
“Actualmente cerca del 80% de la población ya vive en las ciudades y esto tiene mucho que ver con la violencia. Los retos urbanos para incorporar a estas masas de población que han llegado a las ciudades son inmensos.”
Mi gran preocupación respecto al narcotráfico es que ahora no estamos ocupando el territorio del que ha salido la guerrilla. Esta es la mayor debilidad del proceso de paz; dejar abandonada a la gente en estos lugares. Si no se les ayuda, si el Estado no ocupa este territorio, se van a decepcionar del proceso y van a caer en manos de los grupos de narcotraficantes. Tanto el actual gobierno colombiano como el de Estados Unidos mantienen una actitud ambigua, indefinida, y a veces parece que intentan volver al viejo modelo de la represión y la fumigación, que ya hemos visto los resultados que da y que podría perjudicar mucho el futuro de estas comunidades. Por otro lado, no me importa mucho lo que hagan Netflix o la industria del cine con nuestra historia, porque es nuestra historia y ahí está. A veces puede resultar irritante, pero la verdad es que no podemos negar la existencia de alguien que existió, y que todo el planeta conoce. Ya se agotará el tema. Lo que tenemos que hacer es mostrar cómo nos estamos transformando; cómo Medellín, por ejemplo, se ha convertido en otro lugar, el lugar del que ha surgido nuestro movimiento. Es cierto que hemos sido capaces de soportar cosas increíbles, pero salvo excepciones, que las hay, yo no creo que ahora mismo la política esté relacionada con el narcotráfico, sino que el problema actual es la corrupción, en el sentido de la apropiación de los recursos públicos. En Colombia manda el clientelismo. Es un círculo vicioso. Uno de los mayores malestares ha sido descubrir que la judicatura ha sido impregnada también por la corrupción. Últimamente se habla de una reforma de la Justicia, lo que quiere decir que quienes están en el poder ya saben que la ciudadanía sabe. Espero que pronto lleguen estas reformas, especialmente en lo referente a la separación de poderes. Formalmente están separados, pero la corrupción los juntó. La corrupción en Colombia se llama clientelismo y es una cadena que va desde la presidencia en Bogotá hasta el último rincón del país, y el objetivo de la clase política es mantener este poder central.
¿Cómo funciona el sistema de ciudades en Colombia? ¿Existen grandes áreas urbanas institucionalizadas?
Colombia es un país municipalista. A finales del siglo pasado hubo un importante cambio que empezó cuando se introdujo la elección directa de los alcaldes. Pero los municipios tienen una gran autonomía y esto hace muy difícil que interactúen entre sí. Demasiado a menudo son incapaces de plantearse problemas comunes. Tenemos pocas áreas metropolitanas. De hecho, la que mejor funciona es la de Medellín; el Área Metropolitana del Valle de Aburrá, que existe institucional y administrativamente, y que, pese a nuestra tradicional incapacidad para trabajar juntos, para coordinar tareas conjuntas, ha dado resultados positivos. Pero Medellín es la excepción. No es el caso de Bogotá. Colombia es muy diferente a otros países sudamericanos. Tiene una capital muy potente, Bogotá, rodeada por muchos municipios que no han conseguido conformar una unidad. Pero tiene también muchas ciudades grandes además de la capital.
Y se ha producido una gran emigración del campo a las ciudades.
Actualmente cerca del 80% de la población ya vive en las ciudades y esto tiene mucho que ver con la violencia. Ha sido la violencia la que ha empujado a emigrar a las ciudades y aprovechar las oportunidades de trabajo que ofrecen, y es la violencia la que no ha permitido abordar el problema agrario, el problema de la organización territorial. El Estado nunca tuvo la presencia sobre el territorio que hubiera debido tener. Los retos urbanos para incorporar a estas masas de población que han llegado a las ciudades son inmensos. El otro tema más importante y más fácil de entender es el medioambiental, que está tomando una gran fuerza en un país que hasta ahora lo ignoraba y que posee una de las mayores reservas de biodiversidad del planeta.
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