Murmullo
- Relato
- Ene 19
- 7 mins
A menudo las cosas que recordaremos toda la vida pasan así, sigilosamente, a medio camino entre el murmullo de la intuición y el afán de un deseo.
Hubo un tiempo en que yo desee toda Barcelona. Toda quería decir su gente, sus rincones, su ruido, su calzada de adoquines mojados y sus losetas con la flor. Toda eran también los taxis como abejas obreras, los borrachos en las plazas y el baile de luces ámbar, rojo y verde de los semáforos de la Diagonal. Toda era el ambiente de prisas y metas, de cosas que pasaban de verdad, de los nuevos amigos de la universidad, de aquellos versos de Bolaño que escribimos en el único espacio libre que quedaba en la puerta del lavabo de un bar sin ser capaces de recordar el poema entero.
Y dos cervezas en una terraza
de Barcelona.
Y gaviotas.
No está mal.
“Yo deseaba vivir en Barcelona pese a que la naturaleza de mi deseo, en su forma más pura, no me permitía anhelar en voz alta, por eso lo pedía fuerte hacia dentro.”
Pero yo me iba. Ellos se quedaban como las letras de Molly sobre la madera de la puerta del lavabo del Raval y yo tenía que coger el tren y volver, así que toda era también quedarme, pasar la noche, toda era lo que yo quería y el nombre de los lugares todavía por estrenar. Toda era fundirme en medio de la multitud, toda era el camuflaje de ser nueva y estar sola y a la vez el rumor de las intimidades de todo el mundo que resonaban dentro de mí dotando mi imaginario de perlas para la posteridad.
Toda. La quería toda. Era un deseo firme, pero tenía una manera ingenua de verbalizarlo. Agnóstica y aún censada en la Manchester catalana, yo deseaba vivir en Barcelona pese a que la naturaleza de mi deseo, en su forma más pura, no me permitía anhelar en voz alta, por eso lo pedía fuerte hacia dentro, porque solo es hacia dentro y desde la precariedad desde donde pueden pedirse las cosas grandes; entonces hacía resonar aquel por favor, por favor, por favor, hasta que me quedaba la duda de si con eso bastaría y el convencimiento de no estar equivocándome de deseo o de futuro, lo que vendría a ser lo mismo.
Como todas las grandes ciudades, Barcelona construye su propio relato irreflexivo y dejándose arrastrar por la inercia y por el peso que conformamos todos los que la habitamos de un modo u otro, todos los que la empujamos sin saberlo, a base de recuerdos y momentos cruciales en nuestras vidas, todos los que pertenecemos a ella de entrada o somos forasteros que ya no sabremos marcharnos y que vamos haciendo más grande la ficción que lleva implícita una metrópolis de avenidas feas, de ramblas bonitas, del extrarradio que la hace intrépida y descarada y de las partes altas que la dotan de elegancia hipócrita pero tan magnética.
Más tarde también él estaba allí, que vivía en ella, que había nacido en ella, que hablaba con su acento, que se movía con la agilidad de quien conoce los rincones de toda la casa. Él y aquella Vespa negra destartalada que le cogía a su padre sin mucho permiso. Antes de conducir una moto me senté muchos años en el asiento de atrás desde donde redimensionaba el relato de la ciudad cuando él me acompañaba hasta la estación de tren. El trayecto era un regalo: me embobaba mirando todas las ventanas con las luces encendidas de los edificios del Eixample. En cada ventana una escena de atardecer y mi deseo de estar dentro. A cada deseo un murmullo y a cada murmullo un deseo.
“Aquí sigo yo tan enganchada a la franja azul de su mar, al bullicio de su capitalidad, a los atardeceres reflejados en los charcos, a los chillidos de los niños que salen de los colegios, a la paz de una cola para el cine, a las persianas metálicas de los comercios, al paraíso de sus librerías y a la calidez de sus bares.”
Llovía a cántaros aquel atardecer en el que yo deseaba hacia dentro. Aparcamos la moto en el pasaje Mercader, entre Mallorca y Provença, y nos resguardamos en el porche de un edificio bajo hasta que amainara la lluvia y poder avanzar camino hacia el tren. Me atacó un mal humor salido de la nada como un perro rabioso que de repente aparece en la esquina y te enseña todos los dientes. Era un mal humor reincidente, reiteraba un mismo estado de ánimo o defecto todos los domingos al atardecer, como un agravante aplicado a la rea que era yo, de la responsabilidad criminal de no querer dejar la gran ciudad, subir al tren y volver a casa de mis padres cortando de cuajo momentos estelares de mi breve juventud.
Y la lluvia que no paraba y los truenos que no caían muy lejos, y el tren que se me escapaba y él liándose un cigarrillo. Y su calma que con los años se volvió mía pero yo aún no lo sabía. Aquel anochecer me parece que me la dejó como se dejan las cosas materiales, una chaqueta o unos apuntes de arte medieval. Me dejó la calma mientras su cigarrillo centelleaba bajo la lluvia y lo vi claro. La metrópolis ordenada, lógica y urbanísticamente previsible y aquella callejuela que era como un salto en el tiempo, silenciosa, con un naranjo enorme cargado de naranjas bordes y una acera de casitas con jardín delante salpicada también de anticuarios y consultas médicas. Quizás fue la suma de aquel préstamo de calma y el perro rabioso del mal humor mordiéndome los bajos de los pantalones, pero sé que murmuré por favor, por favor, por favor con el ímpetu de una conquista íntima y me juré que muy pronto dejaría de coger el tren y empezaría mi vida desde dentro de esta ciudad.
Hace casi dos décadas que duermo en ella, que pienso, sufro, amo, lloro, disfruto y leo en ella, que cuando cae el día los trenes que cojo me traen de vuelta a ella, que como, paseo, tiemblo, me manifiesto, me enfado en ella, que la dejo de lado, que no participo, que me alejo de ella. Hace casi dos décadas que no deseo hacia dentro porque mi deseo me fue concedido. Ambas hemos cambiado, entre otras cosas se nos he ido cayendo las vendas de los ojos. Nos hemos enamorado y desenamorado la una de la otra en más de una ocasión. Aquellos defectos que al principio nos daban tanta risa, ahora ya no nos la dan, pero aquí seguimos las dos, aquí sigo yo tan enganchada a la franja azul de su mar, al bullicio de su capitalidad, a los atardeceres reflejados en los charcos, a los gritos de los niños que salen de los colegios, a la paz de una cola para el cine, a las persianas metálicas de los comercios que suben y bajan como el sol en el horizonte, al paraíso de sus librerías y a la calidez de sus bares.
A menudo le murmuro cosas para recuperar aquella energía de cuando todo se estrena y las cosas buenas están muy cerca, le murmuro cosas dulces porque aún la encuentro bonita, le murmuro que la quiero, porque es cierto, es cierto que hay amores que no mueren nunca.
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