Movilidad, un entramado complejo
- Dosier
- Abr 19
- 8 mins
La creación en 2010 del Área Metropolitana de Barcelona supuso un cambio positivo en la gobernanza de la movilidad metropolitana, pero insuficiente. Vivimos una compleja situación en la que se mantienen, sin ninguna voluntad de integración, las competencias de los múltiples actores involucrados. Con estas limitaciones resulta difícil abordar razonablemente los retos derivados del modelo de movilidad actual.
Para aquellas personas desconocedoras, no habituadas o no interesadas en un sector, es natural confundir o no identificar cuáles son los diferentes organismos, instituciones, empresas o administraciones que tienen una determinada responsabilidad sobre su gobernanza y sus políticas. Y aún más cuando la complejidad en su organización es elevada. La movilidad metropolitana en Barcelona no es una excepción: ¿quién no ha oído confundir la ATM con TMB o la AMB con la ATM? ¿Quién sabe diferenciar entre los titulares de las infraestructuras y los de los servicios? ¿Qué funciones tiene el Servicio Catalán de Tráfico y cuáles las administraciones locales? ¿Qué papel tienen los municipios? En el caso de la movilidad metropolitana —sobre todo en cuanto a los procedimientos para mejorar su eficiencia—, la forma en que se interrelacionan los diferentes actores que participan tampoco ha sufrido un cambio sustancial. Se podría aceptar que en ciertos ámbitos sí, pero no a escala general.
Lo primero que nos viene a la mente cuando pensamos en la gobernanza de la movilidad es seguramente el transporte público metropolitano. En la estructura organizativa del transporte público en el área de Barcelona participan, por un lado, varias administraciones titulares de la infraestructura y de los servicios de transporte público —que son, a su vez, las que aportan su financiación— tales como la Administración General del Estado (AGE), la Generalitat de Cataluña, el Área Metropolitana de Barcelona (AMB) o el Ayuntamiento de Barcelona; y, por el otro, las empresas que operan estos servicios, bien sean públicas (como TMB, FGC, Cercanías de Cataluña) o privadas. La Autoridad del Transporte Metropolitano (ATM) articula la cooperación entre estos dos tipos de organismos, particularmente con respecto a los acuerdos de financiación del sistema.
La ATM, creada en 1997 como consorcio interadministrativo de carácter voluntario —con una participación del 51 % de la Generalitat de Cataluña y el 49 % del Ayuntamiento de Barcelona, la AMB (antes EMT) y la AMTU—, fue el instrumento que permitió optimizar las negociaciones sobre la financiación que, de forma separada, realizaban estas administraciones con la AGE (a través del Ministerio de Fomento). Hay que destacar, sin embargo, que la AGE no forma parte del consorcio, solo participa como observadora. Con su puesta en marcha, por lo tanto, las negociaciones y revisiones sobre financiación y contratos-programa pasaron a ser gestionados por la ATM. Eso no quiere decir que se solucionara la cuestión de la financiación de transporte público (no fue hasta 2015 cuando el Parlamento aprobó la Ley de Financiación del Transporte Público, aún sin reglamentar), sino que los acuerdos se vehicularon a través de la ATM. También se le asignaron otras funciones, que a lo largo de los años se han ido ampliando. Particularmente, se le encomendó la ordenación de tarifas y el desarrollo de una política tarifaria integrada (que se inició en 2001); y también se le atribuyó la planificación de infraestructuras y servicios de transporte público, que se materializa en la realización del Plan Director de Infraestructuras (PDI) cada diez años. La ATM es responsable del desarrollo de la red de los tranvías y titular de estos servicios; debe vehicular las relaciones con los operadores de transporte, particularmente a través de contratos-programa, de los que tiene que llevar a cabo el seguimiento; y tiene conferidas las funciones correspondientes a una autoridad territorial de la movilidad de acuerdo con la Ley de la Movilidad: estas funciones incluyen la elaboración del Plan Director de Movilidad (PDM), ampliando su presencia en la planificación y gestión de la movilidad en su conjunto y no solo respecto al transporte público.
Las funciones asignadas a la ATM no son suficientes para poder implementar una política integrada de movilidad para el territorio metropolitano.
Una rótula financiera
Estas funciones asignadas a la ATM no son suficientes para poder implementar una política integrada de movilidad para el territorio metropolitano y ejecutar las acciones necesarias que la materialicen. De hecho, se podría asimilar a un órgano en el que, de forma periódica, todos los actores discuten sobre políticas de movilidad, aprueban o vetan determinadas actuaciones, pero que mantienen sus propias responsabilidades y competencias inamovibles. En la práctica, la ATM se convierte en una rótula financiera. No tiene traspasadas las competencias sobre la programación, gestión, operación o financiación de los servicios ni infraestructuras (excepto el tranvía), que mantienen las administraciones consorciadas y la Administración General del Estado. La decisión final de ejecutar y priorizar las actuaciones o de desarrollar planes de servicios queda, por lo tanto, en manos de las administraciones competentes.
En el caso de la red viaria metropolitana, para mejorar las infraestructuras, llevar a cabo el mantenimiento, programar o gestionar el tráfico, intervienen también diferentes administraciones. Muchas de estas son las mismas con competencia en transporte público: la AGE, la Generalitat de Cataluña, la Diputación de Barcelona o los municipios. En este caso, la titularidad de las vías o la competencia respecto a la intervención en el espacio público (en manos de los municipios dentro de sus límites administrativos) son los dos pilares sobre los que rige la distribución de funciones entre los actores implicados. A diferencia del transporte público metropolitano, sin embargo, en este caso no existe una figura que interrelacione y coordine los diferentes actores.
Así, la planificación y ejecución de infraestructuras viarias metropolitanas recae básicamente en la Generalitat de Cataluña y el Ministerio de Fomento, con instrumentos como el Plan de Infraestructuras del Transporte de Cataluña o el Plan de Infraestructuras, Transporte y Vivienda, respectivamente; mientras que las intervenciones a escala local recaen en los municipios y en la Diputación de Barcelona. Por otra parte, la intervención sobre la programación y gestión del tráfico está también distribuida entre estos actores, a través de diferentes organismos como el Servicio Catalán de Tráfico (SCT) y la Dirección General de Tráfico (DGT) —en las vías interurbanas—, o los departamentos de movilidad o espacio público y los cuerpos de la policía o guardia urbana —a escala urbana. La coordinación entre estos organismos no es del todo evidente en el momento de impulsar estrategias de gestión del tráfico para hacer un uso racional de la red o para mejorar la velocidad del transporte público (gestión de velocidades, promoción y gestión de carriles especiales o de alta ocupación, peajes, información, etc.). Adicionalmente, que los municipios tengan buena parte de las competencias sobre la gestión de la movilidad (aparcamiento, espacio público, regulación del tráfico, etc.) deriva en situaciones en las que, a falta de una estrategia de alcance metropolitano, se implementan actuaciones contradictorias o ineficientes, principalmente derivadas de una visión partidista.
Finalmente, cabe destacar también que este entramado de actores se puede extender a otros ámbitos de la movilidad metropolitana: la distribución y el transporte de mercancías, los servicios de transporte adaptado, escolar o discrecional, los servicios de taxi o los servicios de transporte público de ocio o turísticos, entre otros.
Las políticas de movilidad tienen que ser de alcance metropolitano o regional y deben abordar alternativas a un modelo demasiado dependiente del vehículo privado.
Una situación compleja
Las razones de esta compleja situación en la gobernanza de la movilidad metropolitana son, por un lado, el mantenimiento de las competencias existentes entre los múltiples actores involucrados, sin ninguna voluntad de integración ni intención de delegación o traspaso real a un único ente o autoridad que simplifique la actual configuración y optimice la eficiencia del sistema; y, por otro, pero no menos importante, por la inexistencia de un gobierno metropolitano (la Corporación Metropolitana se abolió en 1987) con competencias en urbanismo, espacio público y movilidad —no solo en cuanto a su planificación, sino también en cuanto a su programación, gestión y operación— que tenga en este único ente o autoridad su brazo ejecutivo. En este sentido, la creación en 2010 del Área Metropolitana de Barcelona como administración metropolitana puede convertirse en el principio del cambio en la gobernanza de la movilidad, siempre que pueda ejercer las funciones que se le asignan, por traspaso, convenios o delegación de competencias. No es nada nuevo, teniendo en cuenta que en otras áreas metropolitanas ya existe más de una figura ejecutiva.
Es crucial entender que las políticas de movilidad deben ser de alcance metropolitano o regional. Es en la escala de metrópoli barcelonesa donde tiene sentido desarrollar muchas de las actuaciones en materia de movilidad y de forma homogénea. En caso contrario, será difícil abordar los retos derivados del modelo de movilidad actual, todavía muy dependiente del uso del vehículo privado, con graves consecuencias sobre la habitabilidad urbana de nuestras ciudades, sobre su sostenibilidad y sobre la salud de los que vivimos en ellas.
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