La Ilustración no entiende de nostalgias

Ilustración ©Octavi Serra

Llevamos décadas imbuidos de un pesimismo general que es, en parte, debido al influjo de la posmodernidad. En este contexto hay quien echa en falta la Ilustración, el Siglo de las Luces. Pero, si queremos ser ilustrados, debemos dejar de idealizar el pasado y hacernos cargo del presente, como hicieron los protagonistas de aquel siglo. Conquistemos las ambivalencias de nuestro tiempo. Miremos sin miedo nuestra vulnerabilidad común.

Cuando las cosas van mal, tratamos de reconfortar el ánimo a base de distracciones. Necesitamos olvidar. Pero cuando las cosas van a peor es casi imposible no entregarse a la nostalgia, que, en vez de ayudarnos a abrirle las ventanas al olvido, nos encierra en el bucle del recuerdo.

Nostalgia es una palabra que hace referencia a la extraña afección que sentían algunos soldados cuando pasaban demasiado tiempo fuera de casa. El dolor (-algos) por no poder regresar (nostos-) a la tierra matricial generaba una difusa sensación de placer y de dolor que sumía a los nostálgicos en una niebla de melancolía.

La nostalgia es una experiencia del exilio emocional. Normalmente, aparece para rellenar un boquete excesivamente penoso o doloroso, de ahí que al principio parezca aliviar. Sin embargo, el hecho de que ese vacío se rellene con recuerdos hace que el ejercicio mnemotécnico se impregne de circularidad y pesadez.

No hace mucho el escultor rumano Albert György trató de dar forma a la experiencia melancólica. En su escultura El vacío del alma - Melancolía (2012), cinceló una figura humana sentada en un banco con los brazos cruzados y apoyados pesadamente sobre sus rodillas, con su pequeñísima cabeza curvada sobre el torso. En la obra, el torso se perfila solo como un contorno, sin nada que le dé sustancia propia, y por eso el viaje espectral a la oquedad que esta figura transmite es especialmente sobrecogedor. Quien ha estado ahí sabe lo pegajosa que es la sensación de mirarse dentro y no encontrar más que un páramo baldío.

Llevamos unos años, unas décadas, imbuidos de un pesimismo general que parece no darnos respiro. La opresiva neoliberalización hace que la vida se haya reducido a una cuestión de mínimos en su sentido más literal y trágico, y esto, en un estado del bienestar, es “-algos” que no debería estar ocurriendo. No debería suceder, y, sin embargo, no para de pasar. No obstante, nuestro pesimismo se explica por más factores. No todos los fenómenos de la vida se pueden entender únicamente a partir de la infraestructura. A sus aguas llegan más afluentes. Uno de ellos es el influjo de la posmodernidad, que aún fluye con cierto caudal.

Renunciar al metarrelato

En 1979, J. F. Lyotard publicó La condición posmoderna, uno de los libros más importantes para la idea de la posmodernidad. Su tesis principal era que ya no era posible seguir creyendo en los metarrelatos. La condición que imponía la posmodernidad a cualquier tipo de reflexión cultural sobre la sociedad o el mundo era la renuncia al metarrelato. Cualquier pretensión de ofrecer un discurso más o menos aglutinador, una perspectiva general sobre la experiencia o el mundo (un relato de relatos, un metarrelato), quedaba por principio eliminada. Eso, que afectaba al marxismo, al neopositivismo, al cristianismo o a la Ilustración, significaba que para hablar de las cosas había que ceñirse a la fragmentación de la realidad y no darle demasiada volada al pensamiento unificador.

Las tesis posmodernas tuvieron su parte (pro)positiva. Nos mostraron que nuestra imagen de la realidad es mucho más pequeña que la complejidad, la pluralidad y el dinamismo de lo que realmente es. Que no hay un mundo, sino experiencias del mundo, y que somos demasiado narcisistas para poder enterarnos bien de cómo funcionan las cosas. La realidad, si es que existe algo que pueda nombrarse en singular, es más caótica y desorganizada de lo que nuestras ideas dicen de ella.

La asunción de aquella fragmentación como principio existencial comportó el descrédito de cualquier discurso filosófico-cultural que se refiriera a conceptos como razón, verdad, bondad o realidad, y en parte no les faltaba razón (valga la redundancia). Pero quizás la cosa se haya pasado de frenada. La consecuencia directa de todo ello es que cualquier discurso que suene a “moderno” o “ilustrado” es automáticamente objeto de sospecha, por imperativo posmoderno. A lo mejor, también por eso la posverdad o las fake news han podido proliferar más fácilmente.

Hoy más que nunca todo gira en torno al “para mí”, en las redes y fuera de ellas. Quizás no tenemos mucha idea de lo que queremos decir cuando pronunciamos la palabra yo (¿quiénes somos, en realidad?). Podemos asumir sin mucho problema que la subjetividad es una ficción, un relato o incluso una pose, pero si algo define nuestra praxis cotidiana es que nadamos en el hiperindividualismo. Lejos de estar deconstruido, el yo va echando por tierra todo lo que no le interesa, porque el yo es el soberano del ser.

Quizás por eso nuestros tiempos tengan tanto de barroquismo. Abundan la exageración y la hiperemotividad; mandan la pomposidad y la ornamentalidad mediática. A veces, hay más artificio que pretensión de verdad, y casi siempre vivimos recluidos en las estancias del castillo interior mientras la vida parece un sueño virtual. La tecnologización de la subjetividad parecería indicar que al egocentrismo le debería quedar muy poco. Los algoritmos y los procesos de objetivación deberían comportar una mayor homogeneización de la vida personal; todos iguales. Y en parte así es: somos cada vez más previsibles y repetitivos en nuestros gustos y comportamientos, así que funcionamos como réplicas de un mismo modelo de consumidor. Pero, al mismo tiempo, este proceso no ha reducido ni pizca nuestro egocentrismo militante; todo lo contrario. La vida social y la comunitaria se asemejan más a un galimatías de egos en lucha que a un dinamismo interesado en progresar hacia una estructura en red.

¿Para qué sirve el presente?

En este contexto hay quien echa en falta la Ilustración. “Eso sí que fueron buenos tiempos: el Siglo de las Luces”. Sin embargo, pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor, como dejó para los libros de citas el famoso verso de Jorge Manrique, puede ser tan irreal como el espejismo de un oasis que se vislumbra en pleno desierto. Probablemente, la reflexión del poeta hiciera referencia a la brevedad de la vida y a la insustancialidad de cualquier experiencia, que siempre acaba por esfumarse. Cualquier pasado que tenga menos pasado que el presente, cualquier pasado que tenga más futuro que este presente es preferible. Tempus fugit. Pero independientemente de la interpretación que le demos al verso llegamos a una misma cuestión final: ¿Para qué sirve el presente? ¿Qué podemos hacer con él?

En nuestra tesitura se puede tener la tentación de pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor, especialmente si ese tiempo es el de la Ilustración. Pero ser ilustrado es cualquier cosa menos huir de un presente para refugiarse en un pasado idealizado.

En el libro Filosofía de la Ilustración, publicado en 1932, Ernst Cassirer ofrece una panorámica general de las ideas filosóficas de la Ilustración. En el quinto capítulo del libro, titulado “La conquista del mundo histórico”, Cassirer explica cómo la conciencia de historicidad fue uno de los elementos característicos de aquel tiempo. Para la conciencia ilustrada, el trabajo del historiador era equiparable al del investigador de la naturaleza. Ambos buscaban la ley oculta que estructura la historia y la naturaleza. Es verdad que a la razón se la consideraba como algo atemporal y, por lo tanto, por encima de las contingencias, pero Cassirer acota que para los ilustrados la historia era el único escenario en el que esa razón podía desvelarse.

Hoy nuestra conciencia histórica no es especialmente halagüeña ni optimista, pero la pregunta y la responsabilidad que emana de ella es la misma que entonces: ¿Qué hacer? Si queremos ser ilustrados, debemos dejar de idealizar el pasado y hacernos cargo del presente, como hicieron los protagonistas de aquel siglo. Esto no significa olvidarse de la Ilustración. No hay presente que no tenga un pasado, y el nuestro también hunde sus raíces en el siglo xviii. Pero entregarse a la nostalgia por el tiempo pasado puede implicar idealizarlo excesivamente, como si el presente no fuese también consecuencia de las limitaciones y contradicciones de un pasado que debe quedarse ahí, atrás. La Ilustración tuvo muchos e importantísimos hitos, pero también graves lagunas con trágicas consecuencias. La Ilustración también debe pasar por el diván y afrontar sus sombras, como recientemente ha puesto de manifiesto Antoine Lilti en La herencia de la Ilustración. Ambivalencias de la modernidad.

Los capítulos de la historia deben ser releídos tantas veces como sea necesario para no perder el hilo, pero no para hacer con ellos un copy-paste. Seamos ilustrados y conquistemos las ambivalencias de nuestro tiempo con la ventaja de venir después de la Ilustración. Abramos un nuevo documento y miremos sin tanto miedo nuestra vulnerabilidad común, porque ahí seguro que nos encontramos. Bolígrafo en mano, enfrentémonos al ahora con nuestras luces y la conciencia de nuestras sombras, que la historia continúa.

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  • VulnerabilidadHerder Editorial, 2021
  • La vida también se piensa Herder Editorial, 2018

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