“Es bonito amar la música que eres en cada momento de tu vida”

Sílvia Pérez Cruz

Retrat de Sílvia Pérez Cruz © Alex Rademakers

A pesar de la incertidumbre general en el mundo de la música y los cambios constantes en su agenda de conciertos, Sílvia Pérez Cruz pisa con fuerza el 2021 con dos nuevos trabajos publicados durante el 2020, Farsa (género imposible) y MA. Live in Tokyo, y su música en la banda sonora de Josep, conmovedora película de animación sobre el exilio durante la dictadura franquista del dibujante Josep Bartolí. Conversamos con la cantante y compositora de Palafrugell sobre el momento en el que se encuentra como compositora e intérprete, sobre su relación con las demás artes, sobre cómo abraza la libertad creativa y sobre todas las canciones de cumpleaños que compuso para amigos durante el confinamiento.

El músico uruguayo Jorge Drexler dijo de ella que era “una voz que marca una generación”. Y de hecho, su estilo tan característico y único, con mucho peso del flamenco y la canción, ha marcado un punto de inflexión en la canción mediterránea de la última década. Educada en la música clásica, el jazz y la tradición popular, Sílvia Pérez Cruz (Palafrugell, 1983), comenzó su carrera profesional como cantante del grupo de flamenco Las Migas en 2004, y al mismo tiempo en el ámbito de la canción de autor junto al guitarrista Toti Soler y en el jazz, con el contrabajista Javier Colina. En 2012 debutó como compositora y solista con 11 de noviembre, un disco autobiográfico, que despertó la entusiasmo de público y crítica y catapultó una trayectoria ascendente marcada por la versatilidad y la variedad de géneros y formatos con trabajos como Granada (2014), Domus (2015) o Farsa (género imposible) (2020), el más reciente. Los últimos años también ha participado en diversos proyectos de danza, teatro y cine, que la han llevado a debutar como actriz, ganar varios premios, como dos Goya a la mejor canción (2013 y 2017), y firmar bandas sonoras, como la del film de animación José, que se ha estrenado en 2020.

La pandemia condiciona constantemente la posibilidad de realizar conciertos y de que los músicos podáis desarrollar una actividad normal. ¿Cómo vives esta inestabilidad?

Es un momento muy bestia. Por un lado, desde el punto de vista personal siento que no me puedo quejar, porque sé que soy de las primeras opciones que contratarán en cuanto se pueda; pero, por otro lado, creo que debo quejarme en nombre de todos. No quiero personalizarlo, pero tengo la sensación de que, a pesar de contar con bolos programados, es como si los fuéramos empujando hacia delante porque ahora no se pueden realizar. Además de que es una situación que afecta económicamente a todo el mundo.

¿Crees que la pandemia ha puesto en evidencia la fragilidad con la que vive y sobrevive la cultura?

Sí, absolutamente. Casi todos mis amigos son músicos o artistas, personas acostumbradas a vivir al día, sin ningún tipo de seguridad, y a ir realizando conciertos. Tal vez la máxima seguridad que puedas tener son las clases. La pandemia ha evidenciado que todo es muy frágil y que nos hemos acostumbrado a ella, pero no debería ser así. Además, estamos al lado de Francia. Cuando ves cómo cuidan allí a los artistas te sientes muy desamparado. Muchísimas personas que viven de la cultura hace mucho tiempo que no han ingresado nada.

Puede que sea un cliché, pero suele decirse que el artista está habituado a vivir con esta constante incertidumbre.

Una cosa es la parte creativa y la otra, el oficio. A veces todo esto se confunde. Durante estos meses de pandemia hemos estado defendiendo la importancia de la cultura para la sociedad. Hay que cuidarla y entender que es muy importante para que las personas se sientan libres, vivas, para que puedan replantearse las cosas y se les rompan los esquemas. La cultura es experta en remover las emociones. Por eso debemos cuidarla como un bien para todos. Pero, por otro lado, debemos entender también que la cultura es un oficio, que hay gente que vive de ella. En mi caso, disfruto mucho con los ensayos. Me hace muy feliz esta parte creativa del hecho de compartir, de entender cómo los humanos nos relacionamos a través de la música. Descubres tantas cosas cuando ensayas... La parte creativa es muy nutritiva para el alma, pero para el estómago el camino es otro.

En Farsa (género imposible) (2020), tu último disco, recoges algunas de tus colaboraciones con artistas de otras disciplinas, como la danza y el teatro, en los últimos tres o cuatro años. ¿Cómo ha sido este proceso de seleccionar y grabar de nuevo estas canciones?
 

Ha sido muy interesante porque todas estas canciones se crearon en compañía, escuchando lo que la otra parte quería y pensándolas para acompañar la danza o el cine. Cuando las separas de eso, ya puedes tratarlas solo como música, como canción, y pueden cambiar muchas cosas. Puedes llenar, puedes vaciar. Puedes añadir los músicos que consideras, los instrumentos que quieres... Puedes soñar libremente. Por ejemplo, he podido reencontrarme con amigos y tocar con músicos con los que tenía muchas ganas de volver a tocar. El momento de grabar el disco —no tanto en la composición sino en los arreglos, en el sonido y en la forma de grabarlo— representa mucho el momento en el que me encontraba entonces.

Ponme un ejemplo.
 

Creo que donde esto más se representa es en las partes instrumentales. Hay pequeños momentos con texturas sonoras que son lo que quizá más me apetecía hacer entonces. Quería experimentar. Es muy interesante entender que, según donde estés, puedes ocupar un espacio u otro, e ir comprendiendo cómo va evolucionando.

¿Ser libre a la hora de afrontar una canción o de buscar un nuevo enfoque puede relacionarse con tu formación jazzística? Los estándares de jazz no dejan de ser variaciones de un tema original.
 

Sí, en realidad, lo que he hecho con Farsa son versiones diferentes de las canciones originales; la diferencia en este caso es que en ambas estaba involucrada. Ahora puedo hacerlo de una forma más libre porque puedo permitirme centrarme en la parte sonora y musical. Cuando haces una versión creo que lo bonito no es pensar que tu versión debe ser mejor que las anteriores, porque hay versiones que son realmente bonitas. Cuando me apetece crear una canción me pregunto qué puedo aportar yo y me lanzo a emprender este viaje. Me pregunto: “A ver, ¿cómo quiero que suene?”. Yo creo que es una pregunta muy corta, pero que implica aceptar muchas cosas de uno mismo que cuestan mucho. Es un viaje que debes hacer constantemente como persona y como músico. Es decir, preguntándote: “¿Qué es lo que siento yo?”. Hay que aceptar cómo sentimos ahora y, a la vez, saber que eso seguramente va a cambiar con el tiempo. Es algo precioso.

Es cierto, las personas cambiamos a lo largo de la vida.
 

En la vida debes tener en cuenta que vas haciendo las cosas como por fascículos, y que hoy estás en un estado, pero seguro que, más adelante, cambiarás de parecer sobre algunas cosas. Y tu música va a cambiar, y es bonito amar la música que eres en ese momento. Solemos fijarnos mucho en lo que queremos ser y luego solo vemos todos los defectos de las cosas que hacemos. Tampoco digo que uno deba hacer todo lo que se le pase por la cabeza, pero, ostras, hay que ver cómo eres de verdad, no eso en lo que te reflejas. Hay que ver cómo suena lo que siente cada uno en ese momento y dejarte este espacio para poder ser.

Este ejercicio de sinceridad parece que implica una gran exposición personal.
 

Absolutamente. De hecho, el título del disco, Farsa, proviene de esta vulnerabilidad, no tanto de enseñar las cosas perfectas sino de mostrar que somos algo muy imperfecto. Entender la belleza de la imperfección y la belleza de la vulnerabilidad. De hecho, hay una canción que compuse durante el confinamiento, que se titula “La flor”, que se basa en algo que una amiga me contó. Yo le hablaba mucho de la naturaleza porque durante el confinamiento me había fijado todavía más en ella, en todos sus ciclos y en todas las cosas que puedes entender acerca de cómo funciona. Ella empezó a hacer el paralelismo con una flor: me decía que para poder florecer antes debe romperse. Hay un instante de dolor y, después, se florece. Luego llega la parte de la exposición a la luz, que es un momento de máxima vulnerabilidad. Y, además, todo el proceso tan solitario que tiene que sufrir la semilla. Me pareció algo muy bonito y fácil de entender. Hay que aceptar estas rupturas y esta vulnerabilidad.

Volviendo a Farsa, hay canciones que han nacido junto a la bailarina Rocío Molina durante el espectáculo Grito Pelao; otras que se compusieron para la obra de teatro Cyrano, interpretada por Lluís Homar; otras, para la película Josep... ¿Este modo de componer colaborando con otras artes había sido algo habitual en ti hasta ese momento?
 

Por un lado, estar en contacto con otras disciplinas es algo natural en mí desde siempre, por la forma en la que se me ha educado en casa. Siempre he estado rodeada de diferentes artistas y lo tengo muy en cuenta de forma natural. No es que sea una persona especialmente culta, pero sí que creo tener sensibilidad. Me gusta mucho la parte que consiste en mirar, escuchar y entender cómo suena una fotografía, qué color tiene una canción. Al decirlo de este modo parece que no tenga sentido, pero se trata de entender el equilibrio de la belleza en la expresión artística. Así que, en cuanto a esta parte, ya era algo que solía hacer.

¿Y en cuanto a la otra parte?
 

En cuanto a la otra parte, ahora tengo la oportunidad de conocer a más gente, gente a la que admiro y a la que le gusta mi trabajo, y hacer cosas que antes no podíamos hacer porque no nos conocíamos. Creo que artísticamente, y como intérprete más que desde el punto de vista compositivo, llegó un momento en el que necesitaba nutrirme del modo en que otros artistas expresaban las emociones. Necesitaba encontrar nuevos caminos, regresar un poco al punto cero, y la danza me ayudó muchísimo. En el terreno creativo me ayuda a encontrar cosas que no hubiera pensado, a crear composiciones sobre temas que tú sola no hubieras podido hacer nunca, en relación con la temática o incluso de estilo. Por ejemplo, el tango es un género que jamás hubiera tocado, pero gracias al espectáculo con Rocío Molina surgió, porque los abuelos maternos de Rocío bailaban tango. Recuerdo que en esos días Rocío me contaba que se quería quedar embarazada in vitro como madre soltera, y decidimos que en el espectáculo teníamos que hablar de todos los temas y lo incluimos. Y también salió el tema de la ausencia del padre, y precisamente en ese momento me cruzo con “For a Fatherless Son”, el poema de Sylvia Plath que también está en el disco. Y ese poema me hizo componer de una forma diferente, profunda, estructuralmente diferente. Algo sucedió allí. Luego lo paso todo por mi filtro, pero el camino proviene de lugares que antes no había imaginado.

Sílvia Pérez Cruz tocant la guitarra © Alex Rademakers Sílvia Pérez Cruz tocando la guitarra © Alex Rademakers

El disco se publicó en octubre de 2020. ¿Se había grabado antes del primer confinamiento?
 

Sí, ya estaba terminado, y, de hecho, su estreno estaba previsto para el 24 de abril, pero... Durante el confinamiento me dijeron: “Sílvia, no puede salir ahora, saldrá el 2 de octubre”, y decidí avanzar el lanzamiento de otro disco que tenía que salir en diciembre, que es MA. Live in Tokyo.

El disco en directo a dúo con el pianista Marco Mezquida...
 

Sí, estuvimos hablando y, como ya estaba grabado, decidimos publicarlo en plena pandemia, ya que nos encontrábamos en un momento muy frágil, viviendo en un espacio muy limitado, cada uno en su casa. Este disco es en directo y es lo que es: solo nosotros dos en una sala pequeña con público japonés. Fue una decisión de última hora, pero me alegro mucho de haberlo hecho, ya que queríamos compartir esta música con la gente porque sabemos que la música puede curar. Y, a nosotros, desde un punto de vista creativo, hacer la mezcla nos liberó.

Además de la mezcla de este disco, ¿has podido componer durante el confinamiento?
 

Pues recuerdo que un día, durante el confinamiento, alguien me preguntó si había compuesto y dije que no. ¡Pero caí en la cuenta de que sí! Y es que lo hice de una forma tan natural que el verbo “componer” no me venía a la cabeza. Lo que hice fueron unas seis canciones para mis amigos y que son regalos de cumpleaños. De hecho, son las canciones que tocaré en un espectáculo previsto en el Festival de Jazz de Barcelona con músicos jóvenes.

¡A esto se le llama música popular y cotidiana!
 

Sí, totalmente. Son fruto de un proceso supernatural. ¡Es que es la forma que tengo de expresarme! Me di cuenta de que la educación creativa es muy importante, no para llegar a ser un profesional de ello, sino simplemente para expresarnos, para transmitírselo a los niños. Para tener recursos creativos y poder disfrutar del tiempo de otra forma. Si en algún momento no sabes qué hacer, el hecho de poder tener esta inventiva para crear, tener la imaginación activa y crear cosas es muy saludable.

De hecho, en tu música también encontramos mucha canción de raíz tradicional y popular, desde fados hasta habaneras, como “Vestida de nit”, que compuso tu padre. ¿Percibes un despertar general de estas músicas en las nuevas generaciones de músicos, incluyendo el pop y el rock?
 

Totalmente. De hecho, en varios lugares de la Península parece que está de moda recuperar el propio legado. Recuerdo cuando me preguntaban, al empezar mi carrera, qué era lo que me atraía tanto de la música tradicional. Respondía que son estructuras musicales que han durado mucho tiempo, han sido pulidas, han resistido el paso del tiempo y están muy resumidas, y son como axiomas musicales, con letras muy contundentes, y una armonía muy clara y una melodía que no se rompe. Al tocarlas sabes que eso no se va a romper, y aunque le añadas tu imaginario y todo lo que quieras, casi siempre va a funcionar. Han superado tantas cosas, tantos climas, tantas personas, que tienen ese halo inmortal y te dan una gran libertad para crear. Mantienes un pie en el suelo mientras con el otro puedes volar.

Durante toda tu trayectoria ha habido otras colaboraciones que han sido determinantes, como el disco En la imaginación (2011), con el trío del contrabajista de jazz Javier Colina, y Granada (2014), con el guitarrista y productor Raül Fernández.
 

Sí, en mi carrera identifico dos caminos. Uno sería el de la composición propia, formado por los discos 11 de novembre, Domus y Farsa, y cada tanto publico uno. Yo siempre voy componiendo de forma natural y luego llega un momento en el que digo: “Esto ya es un disco”. Por ejemplo, 11 de novembre tiene relación con la muerte de mi padre, y la mitad del repertorio son canciones que había ido componiendo hasta su muerte y la otra mitad eran para digerir la muerte. Domus surgió a partir de una película —Cerca de tu casa, de Eduard Cortés—, pero fue una manera de que saliera todo ese imaginario musical que tenía, y con Farsa ocurre igual. Y el otro camino es el de las versiones y la interpretación, ¡que son cosas mucho más animales!

¡Ah!
 

La composición es un proceso más solitario, más pausado. El punto de partida es también orgánico, pero luego viene toda una parte de elaboración, de ir cocinando las cosas a fuego lento, y de pensamiento. También hay, evidentemente, una parte de interpretación de lo que tú compones, pero versionar canciones de otros me ha ayudado muchísimo a descubrir mi parte interpretativa, cómo me expreso cantando. Y da lo mismo si es mía o es de otro; al final, cuando disfruto, no pienso de quién es la canción. Y es de las colaboraciones con otras personas de lo que más aprendo, no tanto de los estilos, sino de las personas con las que te vas cruzando. A Colina, por ejemplo, yo lo admiraba mucho antes de poder tocar con él. Era uno de mis sueños musicales, hasta que me llamó. Con Colina, al menos una vez al año tenemos que hacer un concierto, que es como si tomáramos un café, y luego todo vuelve a su sitio.

En la imaginación era un disco enmarcado en el jazz. ¿Cuál es tu relación actual con este género?
 

Empecé con el jazz porque cuando estudiaba el saxo clásico a los 18 años, en mi pueblo, en Palafrugell, tocaba las piezas clásicas y las cambiaba, porque hacerlas igual todo el rato no me parecía para nada natural. Supongo también que lo hacía por lo que yo vivía en casa, porque vivía con el aspecto más popular de la música, la música para comunicarse, para crear un ambiente festivo. Un día, mi profesor me dice: “¿Sabes que existe una música llamada jazz que cambia las melodías?” Y me ponía solos transcritos para que entendiera qué era esa música. Para mí, eso representó la libertad, la libertad de componer en ese momento lo que sentía y también la libertad desde el punto de vista armónico. Aunque ahora estoy en un momento en el que necesito muchos menos acordes: haciendo canciones con tres acordes soy feliz. Pero sí creo que, en un nivel profundo, el jazz es la música en la que sí que existe esta libertad de base, de expresar lo que sentía en ese momento. Y eso es algo que siempre, siempre, tengo presente, aunque eso signifique cambiar tan solo una nota. Para mí esto también significa improvisar y cambiar lo que se ha decidido y que sea posible cambiarlo, que todos los que estamos sobre el escenario sepamos que, si nos apetece, hay cosas que pueden cambiarse.

Entonces, cuando actúas, ¿dejas esa puerta abierta a la improvisación y la flexibilidad?
 

Totalmente. Hay canciones que son más cuadradas, pero te lanzas a la piscina y dices: “Después de esta parte, ¡que ocurra lo que tenga que ocurrir!”. Cuando en el escenario somos más personas hay que organizarse mejor, pero, por ejemplo, en el caso de los conciertos con Marco Mezquida, hay muchísima improvisación. De hecho, es un formato casi ensayado.

Del jazz pasamos al flamenco, otro de los géneros que está muy presente en tu repertorio y en tus inicios con el grupo Las Migas. ¿Lo vives con esta misma libertad?
 

Sí, sí, el flamenco también tiene esta libertad y, a su vez, una de las cosas que más me sorprendió en el flamenco cuando empezaba a conocerlo es que, en el fondo, todo está estudiado. Al inicio fue como una decepción, pero luego entendí que la libertad está en otros lugares, en ser capaz de ponerte a bailar allí en medio, en saber reaccionar en los cierres, en esta libertad rítmica que, para los que venimos del clásico y del jazz, que queremos contarlo todo de una forma más matemática, nos parece mágica. Y hay una parte de esta libertad que está relacionada con algo que no se puede estudiar y que no se puede contar, porque se debe respirar.

Hace casi diez años, cuando presentabas tu primer disco en solitario, 11 de novembre, decías en una entrevista que te sorprendía cómo una música que considerabas tan poco comercial hubiera llegado a tantas manos. Una década más tarde, tu música ha llegado a un público internacional. ¿Sigues pensando que tu música es poco comercial?
 

Retrat de Sílvia Pérez Cruz © Alex Rademakers Retrato de Sílvia Pérez Cruz © Alex Rademakers

¡Guau! Ahora me he emocionado mucho porque recuerdo perfectamente el momento de esa entrevista. Yo sabía que 11 de novembre podría ser un disco mucho más comercial, incluso la gente que me seguía esperaba que fuera un disco mucho más de cantante, pero yo tenía una necesidad diferente. Siempre he tenido esta relación con la música en la que siento que no puedo mentir, que es diferente de la mentira artística, de crearte un personaje, por ejemplo. Con ese disco me estaba jugando mucho: estaba en juego mi forma de entender la vida y un espacio en el que me siento feliz y me reencuentro conmigo misma. Tenía muy claro que eso no quería pervertirlo e hice lo que necesitaba. Es un disco muy frágil, tan vulnerable... Yo estaba feliz porque necesitaba hacerlo y lo hice. Era como una fiesta de la vida, un renacimiento. Y, de repente, me encuentro con una recepción espectacular contra pronóstico.

¿Fue un punto de inflexión para ti?
 

A partir de entonces se abrió una forma de ser, de cantar, de un cantar más de aquí, más ibérico, y, a la vez, muchas posibilidades para la composición. Recuerdo que me decían: “Sílvia, debes centrarte, no toques estilos tan diferentes”. Pero luego me premiaron con el Altaveu 2014 por la versatilidad y el riesgo [risas]. Entonces toda aquella mezcla empezó a ser mucho más aceptada. Pero volviendo a si la música es comercial o no, pienso que a veces tratamos al público como si solo quisiera comida rápida, y es superbonito e importante valorar al público, porque son personas, y la gente reconoce cuando las cosas están cuidadas y son auténticas, y lo que se hace desde el corazón. Si nosotros podemos detectar estas cosas, el público, que no deja de ser una suma de todos nosotros, también.

  • Farsa (género imposible) Universal Music, 2020
  • MA. Live in TokyoUniversal Music, 2020

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