Efectos de la transformación del trabajo
- Dosier
- Abr 21
- 10 mins
En un momento en el que falta trabajo, una orientación individualista que centra la gestión de lo público en los intereses particulares lleva a competir por los puestos de trabajo existentes y a culpabilizar a quien queda excluido de ellos. No estamos ante una crisis puntual sino ante un proceso general de desestabilización de la condición salarial. La transformación del mercado laboral nos permite repensar nuestra relación con el trabajo.
No es el fin del trabajo sino su transformación
No se trata de un planteamiento catastrofista. Sigue habiendo una sociedad del trabajo, pero han cambiado radicalmente las condiciones. Se produce una modificación profunda de la condición salarial. Entramos en una sociedad de plena actividad, pero no de plena ocupación, lo que implica que hay mucho trabajo, pero no todo el mundo puede acceder a él.
Aparece una tendencia a la polarización entre personas altamente ocupadas y otras con graves problemas para acceder a un trabajo. Pero nos encontramos en una época posindustrial, no de postrabajo. No ha cambiado la centralidad del trabajo, sino el modo de entender esta centralidad y, por tanto, también la manera de incorporarla en la narrativa vital. Por ejemplo, cuál es el peso que cada uno da al elemento trabajo en el proyecto personal de vida o cómo cree que le permitirá conseguir los propios ideales.
Sin un mínimo de cultura y sentido crítico, ciertos conocimientos solo tienen un valor limitado. La prueba es que cada vez hay más títulos, pero cada vez tienen menos valor social.
La orientación actual del trabajo tiende a deshacer la dimensión colectiva
El debate sobre el peso social del trabajo y las regulaciones por hacerlo posible tiene una larga trayectoria. Lo importante de esta cuestión es cómo se tiene en cuenta la posibilidad de existir en el campo del otro; cómo es posible adquirir un sentimiento de utilidad respecto al conjunto de la sociedad y cómo se refuerza la complementariedad de los individuos.
Las transformaciones que sufre el trabajo tienden a deshacer esta dimensión colectiva, garante de la orientación al otro. Se desarrollan nuevas formas de organización del trabajo que apuntan a un enfoque narcisista y a una interiorización de la causa de la empresa. La llamada economía de plataforma es un buen ejemplo de ello: los trabajadores se sienten amenazados por una exposición cada vez más directa a las fluctuaciones del mercado de trabajo, y eso les afecta en el sueldo, las protecciones y los estilos de vida. En esta línea, podemos situar tres factores que inciden en la construcción del proyecto profesional. El primero tiene que ver con el tiempo. La persona debe lidiar con relaciones a corto plazo, pasando de un trabajo a otro continuamente, sin posibilidad de pensar a largo plazo; el segundo factor tiene que ver con la necesidad de cambiar la base de los propios conocimientos, desarrollando continuamente nuevas habilidades vinculadas con nuevas demandas del mercado de trabajo; el tercer factor, finalmente, implica tener que desprenderse del propio pasado, que la persona vuelva a nacer, laboralmente hablando, tantas veces como su inclusión laboral lo requiera.
La precarización
Quizá uno de los términos que ha conseguido expresar mejor los efectos que genera en las personas esta nueva situación es el de precariado, condición social que relacionamos con esas personas que tienen malas condiciones laborales. Pero este es solo uno de los aspectos del precariado. El otro es la falta de apoyo comunitario. Este segundo aspecto tiene una incidencia fundamental en la configuración de esta nueva categoría. Podemos decir que la precariedad laboral es un reflejo de la precariedad de los lazos sociales, pero también lo podemos formular a la inversa: la fragilidad social comporta fragilidades en la empleabilidad. El borrado de los antiguos roles sociales articulados en relación con el trabajo provoca la exclusión no solo de quien no tiene trabajo, sino también de quien no dispone de arraigos sociales. Debe tenerse en cuenta que el trabajo está en el centro de la visión del mundo que hemos construido; ha sido el principal elemento de identidad personal y social, ha estructurado la actividad social, ha condicionado el urbanismo, ha determinado las ideologías, ha regulado los ciclos de vida, ha incidido en los sistemas de aprendizaje, ha otorgado roles...
La conexión entre la precariedad laboral y los lazos sociales nos permite entender que, en realidad, se trata de una precariedad simbólica. Actúa reduciendo el marco mental en el que era posible pensar y articular un proyecto de futuro, imaginarlo, proyectarlo. El resultado final es la dificultad en la producción de sentido y, por tanto, en cómo ocupar un lugar protagonista en la nueva realidad laboral. Pero eso no afecta a todos por igual, dado que la posibilidad de representarse en un mundo del trabajo fragmentado está desigualmente repartida. Sin un mínimo de cultura y sentido crítico, la adquisición y el dominio de ciertos conocimientos solo tienen un valor limitado. La prueba es que cada vez hay más títulos, pero cada vez tienen menos valor social.
El problema es que las personas caducan al ritmo que lo hacen sus conocimientos superficiales, y en el mercado de la precariedad, cuanto más vacío de saber, más empleable eres.
Destrucción de la experiencia colectiva
Los procesos de precarización provocan la destrucción de la experiencia colectiva, ya que el espacio en el que era posible articular lo individual y lo colectivo se diluye. La desregulación del mercado de trabajo cambia el valor de la propia trayectoria laboral y profesional, altera la manera de movilizar el esfuerzo de la persona y transforma la materia de que está hecha la posibilidad de inscribirse subjetivamente en un determinado puesto de trabajo.
El borrado del marco en el que las personas pueden articular la dimensión individual en la social comporta una falta de identidad, una crisis del relato ocupacional. Supone quedar fijado en un estatus que no ofrece ninguna posibilidad de carrera profesional.
El espacio social donde se daban las construcciones compartidas se acaba convirtiendo en un espacio inestable y fragmentado, que no orienta. De acuerdo con este hecho, cada vez aumenta más el volumen de personas que no solo no tienen trabajo, sino que no se adaptan a las nuevas lógicas laborales.
Una visión solo en clave productiva
La mayoría de las políticas de ocupación tiende a ubicar a la persona en relación con su capacidad productiva. Se trata de una mirada que genera nuevos procesos de segregación en nombre de la productividad. La desocupación se apodera de la idea de trabajo y se organiza bajo la consigna de recuperar un ideal perdido, y el resultado frustrado de este intento siempre recae sobre la persona sin trabajo, fijándola en este lugar de fracaso.
Las políticas neoliberales han trasladado los criterios de gestión del trabajo de las empresas a las poblaciones, pero eso es una trampa para las personas. Se ha fomentado el concepto de empleabilidad para justificar que todo el mundo tiene que ser empleable, y ahora estamos asistiendo a un nuevo proceso de culpabilización de los desempleados. De aquí surgen las “competencias líquidas”, conocimientos altamente obsolescentes pensados para que el individuo pueda competir con otros para acceder a un trabajo. El problema es que las personas caducan al ritmo que lo hacen sus conocimientos superficiales, y en el mercado de la precariedad, cuanto más vacío de saber, más empleable eres.
Aceptar la competencia como marco regulador de la participación en el mercado laboral obliga a todo el mundo a someterse a la máxima neoliberal de ser productivo o acatar sus consecuencias.
La dimensión común del trabajo
El equilibrio entre economía y justicia social está en crisis, y sus efectos no son solo la pérdida de ocupación, sino también la orientación social hacia el trabajo. Se piensa más en la lógica de utilidad pública que del interés común: mientras que lo público es la gestión de este equilibrio desde la perspectiva de la suma de los intereses individuales, lo común es la gestión de este equilibrio desde la perspectiva de los intereses colectivos. En el primer caso, el problema se llama desocupación y afecta a cada uno individualmente; en el segundo, se trata del “valor social de la persona a través del trabajo”, y es un problema de la comunidad.
¿Qué ha sido el trabajo en tanto que bien común? A pesar de esta crisis, encontramos numerosas prácticas y experiencias que conciben el trabajo como una actividad vinculada al bien común. Muchas de ellas han nacido con el objetivo de crear economía de un modo distinto. Son iniciativas que reparten la propiedad, la toma de decisiones y la organización del trabajo entre todas las personas implicadas. Las cooperativas son un buen ejemplo de ello.
En otros ámbitos de la vida podemos encontrar esta orientación hacia el bien común. Veamos algunos ejemplos: proyectos donde se comparten y se intercambian objetos y conocimientos sin una finalidad mercantil; propuestas que establecen modelos no especulativos de acceso a la vivienda y que generan nuevas dinámicas entre los vecinos; iniciativas comunitarias autogestionadas que buscan satisfacer necesidades comunes, como la crianza compartida de los hijos, los huertos urbanos o los grupos de consumo; actividades laborales comprometidas con el impacto social y ecológico de sus prácticas; o iniciativas que visibilizan y dan valor a la economía de los cuidados.
En todas estas propuestas, lo común no se limita solo a la copropiedad de las cosas, sino que se amplía a la coactividad, es decir, una actividad compartida que tiene la voluntad de transformar nuestra relación con el trabajo y con la economía.
En un momento de falta de trabajo o de trabajo precario, una orientación individualista, que centra la gestión de lo público en los intereses particulares, nos lleva a aceptar los riesgos de competir por los puestos de trabajo existentes y a echar las culpas a quien queda excluido. En esta lógica, la exclusión será vista como un resultado “natural” del funcionamiento del mercado. De este modo vemos como la mejora de la ocupación basada en la competencia no impide que se generen mayores exclusiones de los menos preparados. Esto es importante tenerlo en cuenta porque habitualmente se piensa que la mejora de la empleabilidad es el reverso de la exclusión laboral, cuando, según el enfoque que se le dé, es solo el discurso que la legitima. Aceptar la competencia como marco regulador de la participación en el mercado laboral obliga a todo el mundo a someterse a la máxima neoliberal de ser productivo o acatar sus consecuencias.
A modo de conclusión
La transformación del mercado laboral nos da la posibilidad de repensar nuestra relación con el trabajo: o sigue siendo un bien privado que genera precariedad y exclusiones, o se trata como un bien común y hace posible la integración por la vía de la utilidad social. O dimitimos ante el relato neoliberal o aceptamos el reto de generar nuevas formas de trabajar. Este es el escenario al que nos convoca la transformación del trabajo.
Referencias bibliográficas
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- Sennett, R., La cultura del nuevo capitalismo. Anagrama, Barcelona, 2006.
- Standing, G., El precariado. Una nueva clase social. Pasado y Presente, Barcelona, 2013.
- Desafíos en un mercado laboral en transformaciónUOC, 2017
- Trabajo y vínculo socialUOC, 2012
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