Democracia: una triple fractura
- Oct 24
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La extrema derecha no posee el monopolio de los ataques a la democracia. De hecho, este fenómeno se produce en un contexto de fractura múltiple, en torno al fantasma de las identidades nacionales puras. Las controversias políticas reconvertidas en cuestiones morales, como ocurre en Estados Unidos, y el nativismo, que abona un discurso identitario excluyente, completan un panorama que pone en riesgo los valores de la convivencia.
Vivimos en democracias en crisis. Nos preocupa el futuro: ¿Los principios a los que se aferran los demócratas podrán resistir? El populismo de extrema derecha se extiende por Europa, con una creciente sombra que se considera el principal peligro para el futuro de la democracia. Pero, aunque esto es cierto, solo lo es en parte, porque la extrema derecha no tiene el monopolio de los ataques a la democracia.
Para identificar mejor el alcance mucho más amplio del peligro, quiero analizar lo que creo que es una triple fractura en la democracia. La primera es el resultado de la transformación de los principios liberales en tótems identitarios. La segunda hace referencia a la polarización moral de las controversias políticas. Y la tercera es la redefinición arbitraria y antiliberal de lo común. Estas tres dinámicas son acumulativas y se retroalimentan.
La democracia en crisis
Durante mucho tiempo hemos vivido en sociedades que creían que el futuro sería cada vez más democrático. Pero como la democracia nos parecía una realidad imperfecta, nunca lo bastante integradora, siempre demasiado desigual, pensábamos que podíamos mejorarla, reforzarla, hacerla (¡al fin!) realidad. Hemos hecho todo lo posible para mantener viva esta esperanza que, si bien nunca se ha cumplido, ha dado sentido y fuerza al hecho de pertenecer a una ciudadanía común.
Los países que fueron, a finales del siglo XVIII, las grandes cunas de las democracias modernas están ahora tentados de abandonarlas.
Sin embargo, hoy este ideal de futuro ha dejado de ser una brújula indiscutible. En muchos países se ha sustituido por la nostalgia política de un pasado que nunca ha existido. Esto ha alimentado al fantasma de una pureza de la identidad cultural de la nación que debería ser restaurada. En nombre de esta restauración, los países que fueron, a finales del siglo XVIII, las grandes cunas de las democracias modernas están ahora tentados de abandonarlas.
En los Estados Unidos, el Reino Unido, los Países Bajos y Francia se alzan voces que rechazan los principios que, durante dos siglos, se han considerado imprescindibles en cualquier democracia: la igualdad, la inclusión, la solidaridad, la emancipación, la diversidad y el derecho a la alteridad. Este es el retroceso que hoy en día hace tambalear a la democracia y sus principios y valores, en los territorios políticos y humanos que la vieron nacer.
¿Quién hubiera imaginado hace tan solo diez años que el Partido Republicano, actor principal de la democracia en Estados Unidos, vería en Donald Trump a su profeta y que haría del eslogan “Make America Great Again” (“Hagamos que América vuelva a ser grande”) su único programa? Fue en el mismo terreno ideológico en el que los británicos votaron a favor del Brexit tras un referéndum a golpe de sobredimensionar la identidad nacional y la inmigración. Apenas pocas horas antes del recuento de votos, nadie creía que el Reino Unido pudiera abandonar la Unión Europea.
¿Y qué podemos decir de los Países Bajos? ¿La tradición política neerlandesa todavía enaltece la tolerancia como base de su identidad nacional? Todavía vive el recuerdo de Spinoza, el gran filósofo, cuya familia, judía conversa, encontró refugio en ese país huyendo de la Inquisición ibérica. Actualmente, el Gobierno de los Países Bajos está copresidido por un partido, el PVV, cuyo presidente ha pedido que se prohíba el Corán.
Por último, ¿quién hubiera imaginado que el debate en Francia llegaría a considerar el antirracismo como una realidad mucho más problemática que el propio racismo, y que acabaría revirtiendo el significado del lema “Libertad, igualdad, fraternidad” en nombre de una lucha quimérica contra el wokismo?
La culturalización de la ciudadanía
Todos estos ejemplos abren una ventana a través de la cual podemos observar tres dinámicas que caracterizan la crisis contemporánea de la democracia. La primera de estas dinámicas es que los valores característicos de la ciudadanía liberal se han transformado en valores de singularidad cultural. Un ejemplo particularmente ilustrativo de esta culturalización de la ciudadanía lo encontramos en Francia, donde el laicismo forma parte de los grandes principios de la democracia francesa desde 1905, al igual que la libertad sindical, la libertad de prensa o, incluso, la gratuidad de la escuela pública obligatoria.
Con la ley de 1905, el laicismo ofrece un marco de libertad y de igualdad frente a la diversidad religiosa. La ley establece una separación entre el Estado y las religiones: el Estado no debe intervenir en los asuntos religiosos. El objetivo es garantizar la libertad religiosa de todos, una libertad elevada a la categoría de libertad fundamental. Además, la ley proclama la igualdad de todas las religiones, es decir, no existen grupos más privilegiados que otros. Por tanto, cada persona es libre de no creer o de creer, y de practicar su religión en libertad, sin tener que temer la intrusión del Estado o la dominación por parte de otro grupo cultural o religioso.
Sin embargo, actualmente no es en absoluto en estos términos en los que se debate el laicismo en Francia. El laicismo se ha convertido en un argumento sobre la identidad nacional que se opone a la presencia de personas de confesión musulmana, aun cuando hayan estado desde hace mucho tiempo. Ha dejado de ser una cuestión de neutralidad del Estado, de libertad religiosa o de igualdad entre las religiones.
Aparte de los discursos mediáticos y políticos omnipresentes, esta nueva concepción del laicismo tiene efectos muy concretos. Las entrevistas de naturalización para ser francés, por ejemplo, pueden llevar a un funcionario a pedir a una mujer con velo que se lo quite para evaluar su “compatibilidad” con la “cultura francesa”. Otro ejemplo real: en 2023, un instituto musulmán estuvo a punto de perder el contrato con el Estado a causa de sospechas basadas en unas declaraciones hechas en clase, consideradas incompatibles con los “valores” de la República Francesa. En cambio, no se impuso sanción alguna cuando, en un prestigioso instituto católico de París, se supo de la existencia de cursos sobre sexualidad que estigmatizaban la homosexualidad y promocionaban las “terapias de conversión” para tratar a los alumnos LGTBIQ+.
Otro ejemplo: en los Países Bajos, en 2020, varias escuelas protestantes muy estrictas obligaron a las familias de los alumnos a firmar un contrato para declarar que vivían según los “preceptos de la Biblia”, lo que incluía de forma totalmente explícita el rechazo a la homosexualidad. Este ataque a los derechos LGTBIQ+ provocó gran indignación pública. A raíz del escándalo, el director de uno de los colegios reaccionó expresando su sorpresa: según él, la cuestión de la igualdad sexual era un tema que solo concernía a los musulmanes, ya que los protestantes constituían el centro indiscutible de la identidad neerlandesa y, por tanto, no se veían afectados por estos debates sobre los “valores típicamente neerlandeses”[1]
Los desacuerdos políticos se desplazan al terreno moral
Una segunda fractura de la democracia liberal es la extrema polarización del debate político. Es como si hubiera dos sociedades en un mismo país que ya no pueden hablarse. Es una idea que se perpetúa a causa del tratamiento que dan los medios de comunicación a los temas que provocan mayor división, como la inmigración y el islam.
La comparación con el caso estadounidense es útil para medir el impacto nocivo de esta polarización. En 2023, el barómetro anual de la democracia publicado por The Economist Intelligence Unit (EIU) clasificó a los Estados Unidos en el puesto 29 de las democracias del mundo, muy lejos de las diez primeras posiciones (ocupadas por los países escandinavos).[2]
La clasificación no es mucho mejor para Francia (en la posición 23) y Gran Bretaña (en la 20). En estos tres países, el documento constata una preocupante erosión de su “cultura política”, es decir, de todo lo que constituye la solidez de los acuerdos existentes en estos países para sostener los principios democráticos.
En su informe de 2020, el EIU ya señalaba, en referencia a los Estados Unidos, que “los partidarios de Biden y Trump consideran que las diferencias entre ellos no se limitan a la política sino que se extienden a los ‘valores americanos fundamentales’”. Debido a ese abismo que se extiende sobre los valores, la cultura política se ha convertido en la categoría más débil para los Estados Unidos […]. Dado que los estadounidenses se enfrentan cada vez más a dos realidades distintas y contradictorias, las perspectivas de una mejoría a corto plazo de la cultura política en los Estados Unidos son muy limitadas”[3]
Los propios autores escribieron: “Lo que más preocupa es que la confianza pública en el proceso democrático recibió otro revés en 2020 por la negativa del presidente en funciones a aceptar el resultado de las elecciones. El señor Trump y sus aliados siguieron alegando fraude electoral mucho después de las elecciones, sin aportar pruebas razonables que lo avalaran. […] Como resultado de la larga guerra de culturas en los Estados Unidos y de la creciente polarización política de los últimos años, la cohesión social se ha derrumbado y el consenso sobre cuestiones fundamentales, como los resultados de las elecciones, las prácticas sanitarias públicas e incluso la fecha de la fundación del país, se ha evaporado”.[4]
La preocupante polarización del debate político y público en las democracias liberales conduce, por tanto, a una ruptura de las condiciones normales para dirimir el desacuerdo. La libertad de expresión está siendo atacada de manera frontal. La cohesión social está debilitada. Confrontados a un tipo de pensamiento en bloque, ya no es posible discutir, sobre la base de nuestros desacuerdos, en relación a las decisiones que debemos tomar como sociedad. La política se ha trasladado al terreno de la moral.
El wokismo es un eslogan terriblemente eficaz para desacreditar cualquier crítica razonada a las desigualdades sociales.
Nativismo: una ruptura en la ciudadanía
Así pues, se nos invita a elegir a qué bando pertenecemos. Esta es, por ejemplo, la razón del éxito de un término como wokismo, que se originó en los círculos de la extrema derecha estadounidense. Recientemente, ha adquirido un puesto central en Francia en las polémicas sobre la “identidad francesa”. El wokismo no es una categoría analítica, no describe ninguna realidad empírica, pero es un eslogan terriblemente eficaz para desacreditar cualquier crítica razonada a las desigualdades sociales.
En aras de la lucha contra el wokismo, se justifica dejar de lado la agenda de la justicia social y la equidad cuando se refiere a las minorías sexuales, etnorraciales o religiosas. Con este único argumento, se aniquila la razón democrática en beneficio de un discurso identitario excluyente. Esto es precisamente lo que da fuerza a la cuestión de una supuesta “tiranía de las minorías”, que permite presentar la exigencia de más justicia social por parte de los grupos más vulnerables de nuestra sociedad como reivindicaciones ilegítimas que degradan el colectivo nacional. Esta es la definición clásica de nativismo que dio John Highams, es decir, una ideología que justifica “la oposición a una minoría interna que es percibida como una amenaza debido a su condición de extranjera (foránea)”.[5]
Pero es precisamente esto lo que la tradición democrática moderna siempre ha intentado evitar. La visión de los padres fundadores del liberalismo político era que la expresión de la mayoría en una sociedad democrática debía conseguir proteger a las “minorías”, para resguardarlas de lo que Tocqueville llamó la “tiranía de la mayoría”.
El nativismo rompe bruscamente con esa idea; incluso, le da la vuelta: el “verdadero” racismo ya no es el que se manifiesta contra las minorías inmigrantes, sino contra la mayoría nacional. El antirracismo tradicional ya no sería una dimensión intrínseca a la democracia, sino un ataque a la integridad cultural de cuya nación debería defenderse.
Para justificar esta inversión en el planteamiento, la ideología nativista cuestiona la “verdadera” identidad de algunos ciudadanos, bien por considerar que su llegada es demasiado reciente, o bien porque los cree incompatibles con la cultura política nacional. A pesar de ser ciudadanos del país desde hace varias generaciones, estas personas son calificadas de extranjeras en su propio país.
Solo las personas que son designadas arbitrariamente como “nativas” son consideradas auténticos miembros de la sociedad. En esta lógica, la ciudadanía se convierte en una pertenencia exclusiva, jerárquica, basada en la antigüedad en el territorio y en el origen de las personas, justo todo lo contrario de lo que sería una pertenencia democrática.
Conclusión
Estas tres fracturas constituyen una trampa mucho más amplia y compleja que el auge de la extrema derecha en sí mismo. No solo los discursos nativistas están consiguiendo imponer su forma de hablar sobre la justicia social en relación con la clase social, la raza y la religión en la escena política dominante, sino que también están volviendo al liberalismo político en contra de sí mismo.
Los nativistas apelan explícitamente a los ideales progresistas como el laicismo, la liberación sexual y la igualdad de género para convertirlos en una ventaja y sacarles provecho. Los principios de emancipación o tolerancia, que habitualmente se consideran un remedio a la crisis de las democracias liberales, ya no cumplen esa misión en sí mismos. Estos ideales se utilizan como herramientas de exclusión que fracturan aún más profundamente nuestras sociedades. Por tanto, es crucial deconstruir estos discursos nativistas para reconocerlos mejor y para promover una visión de la sociedad fiel a los ideales democráticos, gracias a una vigilancia constante, a un arrebato de lucidez y a una conciencia cívica.
[1] Bertossi, C., Duyvendak, J. W. and Taché, A. Nativisme. Ceux qui sont nés quelque part… et qui veulent en exclure les autres [Nativism. Those Who Were Born Somewhere… and Who Want to Exclude Others]. Les petits matins, Paris, 2021.
[2] The Economist Intelligence Unit. Democracy Index: In Sickness and In Health, 47. EIU, Londres, 2024.
[3] The Economist Intelligence Unit. Democracy Index: Age of Conflict, 44. EIU, Londres, 2020.
[4] Ibíd., 46-47.
[5] Higham, J. Strangers in the Land: Patterns of American Nativism 1860-1925. Rutgers University Press, New Brunswick, 1955.
Duyvendak, J. W. and Kesic, J. The Return of the Native: Can Liberalism Safeguard Us Against Nativism? Oxford University Press, Oxford, 2019.
PUBLICACIONES RECOMENDADAS
- Les mots et les choses de l’immigration en France Éditions du Trocadéro, 2022
- Nativisme. Ceux qui sont nés quelque part… et veulent en exclure les autresChristophe Bertossi, Aurélien Taché y Jan Willem Duyvendak / Les Petits Matins, 2021
- La citoyenneté à la française CNRS, 2016
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