De masías y casas señoriales a centros cívicos

Público sentado en el exterior de Can Felipa siguiendo la conversación-conferencia “¿Desglobalización?”. © Imatges Barcelona / Xavi Torrent

Los centros cívicos, que hace dos años cumplieron cuatro décadas de historia, son la red cultural pública más extendida por la ciudad. En ellos se llevan a cabo programaciones amplias y variadas, como talleres, exposiciones, conciertos y cursos. Pero los centros cívicos no son solo las actividades que se realizan en ellos, sino también los edificios que los acogen, que, llenos de curiosidad, nos hablan de la historia de la ciudad y de su transformación.

El año 2022 fue una fecha clave para los centros cívicos de la ciudad, ya que se celebraron los 40 años de esta red de instalaciones culturales públicas. El Centre Cívic Guinardó fue el primero en abrir, en 1982. Acto seguido, llegaron los de La Barraca, en La Sagrera; Sant Martí; Casinet d’Hostafrancs; La Sedeta, en Gràcia; Can Deu, en Les Corts; Zona Nord, en Nou Barris; Casa del Rellotge, en La Marina, y muchos otros.

Hablar de centros cívicos ―uno de los servicios públicos mejor valorados por la ciudadanía— equivale a pensar en el acceso democrático a la cultura y a adentrarse en las reivindicaciones vecinales de los años setenta y ochenta, ya sea por la apropiación pública de edificios en desuso o emblemáticos, o bien por la construcción de edificios de nueva planta. Es bien sabido el paréntesis que se establece desde el primer tercio del siglo XX hasta la llegada de la democracia. Tampoco es necesario explicar demasiado el proceso de desmovilización de clases populares y medias desde mediados de los años noventa.

Antes del plan estratégico de los centros cívicos, Barcelona contaba con una red de cultura de base muy inestable, dispersa, formada por ateneos y casales, salas de lectura de obra social, centros morales y religiosos, asociaciones y espacios culturales sin sedes fijas ni gestión orientada.

Lugares con historia

Durante la celebración de los 40 años, hubo un interés por saber exactamente de dónde surgía la idea de crear unos espacios de proximidad cultural. Si retrocedemos mucho en el tiempo, vemos que la mayoría de los centros cívicos ahora se ubican donde antes había campos labrados o masías. Con frecuencia, los edificios actuales habían sido, a finales del siglo XIX, fábricas o almacenes industriales, cuarteles, conventos, cocheras, casas señoriales… Muy pocas veces, construcciones con alguna raíz cultural. Observar la historia de cada edificio también permite ver el proceso de industrialización y desindustrialización de la ciudad, el alejamiento de muchas fábricas hacia el extrarradio y, en definitiva, la transformación del espacio urbano.

Fachada del Centre Cívic Matas i Ramis. © Imatges Barcelona / Laura Guerrero Fachada del Centre Cívic Matas i Ramis. © Imatges Barcelona / Laura Guerrero

Llegada la democracia, las asociaciones de vecinos y la militancia social los arrastraron hacia el patrimonio público, herederos de última hora los vendieron a la Administración o, con frecuencia, políticos y técnicos de cultura del consistorio promovieron su adquisición y proyectaron deliberadamente lo que se haría en ellos. Tampoco falta el centro cívico que llega como donación de algún barcelonés ejemplar, como Joaquim Matas i Ramis (Matas i Ramis, en Horta), Manso Argemí (Torre Llobeta, en Nou Barris) o el astrónomo y científico Josep Comas i Solà (Vil·la Urània, en Sarrià - Sant Gervasi). El señor Comas i Solà especificó en el testamento que la propiedad tenía que ser obligatoriamente “un observatorio popular, un grupo escolar o una institución cultural”.

Uno, dos, tres… algunos edificios

En el antiguo municipio de Sant Martí de Provençals, a mediados del siglo xix, surgieron las fábricas textiles del llamado “Manchester catalán”. El edificio de Can Felipa, donde hoy se encuentra el centro cívico del mismo nombre, era del empresario Felip Ferrando y, posteriormente, pasó a otros propietarios. Diseñado por el ingeniero industrial Benet Puig i Rossinyol, alojó la fábrica Catex, que se encargaba de toda la cadena de producción de tejidos de algodón. Es una construcción singular que a algunos les hace pensar en un edificio de viviendas parisino, y a otros, en un balneario, quizá, en cierto modo, porque dentro hay una piscina. Tras cerrar en 1978, pasó a un concurso de acreedores, y a principios de los ochenta se puso en marcha la campaña “Catex per al barri!”. El edificio, que se salvó de la venta para construir oficinas, lo compró el Ayuntamiento.

En cuanto al barrio de La Trinitat, debe su nombre a una capilla construida en 1413. Este rincón, muy alejado de la antigua muralla, tuvo una de las cinco horcas (forca, en catalán) de la ciudad en la época medieval; de ahí la expresión a la quinta forca (en el quinto pino). Hasta el siglo xx, La Trinitat había sido una zona agrícola casi deshabitada. Pasó de ser campos de viñedos a alojar unas cuantas casas de veraneo y, más tarde, bloques de pisos, aunque la fisonomía del barrio quedó marcada por la cárcel de mujeres desde 1963. Estadísticas de hace unos diez años indicaban que La Trinitat Vella era uno de los barrios menos transitados por los barceloneses, lo que cambió con la construcción del nudo de La Trinitat. El Centre Cívic Trinitat Vella abrió en 1986.

El Centre Cívic Can Deu se encuentra en la plaza de la Concordia, en el distrito de Les Corts. A mediados del siglo xix, la familia Deu instaló fábrica y residencia en este barrio. “Ponme un Deu” era una expresión habitual de la gente, y hacía referencia a los anisados y vinos que producía esta familia (el Centre Cívic Parc Sandaru, dicho sea de paso, también recibe el nombre de una antigua bebida, el sandaru: tónica con zumo de frutas). El apellido también generó expresiones admirativas del tipo “Fue una comida de cal Deu” (de padre y muy señor mío). Todo el barrio de Les Corts, de hecho, está lleno de referencias a este linaje. El arquitecto Eduard Mercader construyó el palacete Deu, de estilo ecléctico, pero con reminiscencias neogóticas y modernistas. Este centro cívico fue uno de los primeros en abrir. Hay gente que nunca ha entrado, eso seguro, pero quizás no tanta que no haya estado en el bar que, al tener acceso directo desde la plaza de la Concordia, no parece que pertenezca al edificio. El estanque, la glorieta, los vitrales y el hierro forjado parecen de otra época, pero nos encontramos en la nuestra.

Más centros cívicos: la tertulia infinita

Joan Brossa decía que el problema es que la gente nunca se da cuenta de la fuerza que tiene. Revisar la historia de los centros cívicos significa, insistimos, darse cuenta de que sin una conciencia de vecindad muchos de estos edificios serían ahora centros comerciales o viviendas adocenadas. Está claro que los centros cívicos existirían igual en un espacio u otro, posiblemente nuevos por estrenar, pero la reivindicación vecinal y la asociación militante los impulsaron en el pasado y también en los últimos años.

Patio del Centre Cívic Pati Llimona. © Imatges Barcelona / Paola de Grenet Patio del Centre Cívic Pati Llimona. © Imatges Barcelona / Paola de Grenet

Quedo con el consultor Bruno Sivilla, vecino de Sant Gervasi de casi toda la vida. Me explica la historia del activismo vecinal del Espai Jove Casa Sagnier, en la calle de Brusi, que fue centro cívico hasta el año 2018. El edificio fue la casa del arquitecto Enric Sagnier y sus herederos hasta principios de los años cincuenta. Mercè Rodoreda habla de este espacio en el prólogo de Mirall trencat, refiriéndose al “parque abandonado del marqués de Can Brusi”, y alude a los imponentes jardines que tenía antes de la guerra.

Después de acoger un colegio mayor femenino y un centro de estudios propiedad de la Universidad de Barcelona, hacia finales de siglo los vecinos se mostraron en desacuerdo con la recalificación del terreno. Según Sivilla, la plataforma propuso ocupar los jardines de noche y de día. La gente iba con su silla, resuelta y alegre, todo el rato que podía. Crearon un juego de mesa sobre la reivindicación (¡no era un juego de azar!) e hicieron ganchillo (¿por eso el centro cívico se especializó en arte textil y handmade?). Luego, pasaron a realizar largas tertulias, ya fueran políticas, de fútbol o de sociedad. Estas tertulias llegaban a alargarse hasta altas horas de la noche, hasta que llegaba la gente de la mañana, por lo que la tertulia no se acababa nunca, que es lo mejor que le puede pasar a una tertulia, según reflexiona Sivilla, poco lacónico. No sé si me toma el pelo.

Otra historia curiosa es la del Centre Cívic Cotxeres de Sants, que sigue manteniendo varios espacios que evocan los soportales donde descansaban los animales que tiraban de los tranvías. Esto mismo se dice en la novela Tándem, de Maria Barbal, en la que se produce un encuentro crucial en este centro. Si tengo tiempo, también me gustaría ir al Centre Cívic La Bruguera, en el barrio de El Coll, donde he estado muy pocas veces. La conocida editorial de libros y tebeos, muy importante para el barrio desde 1910, pero sobre todo después de la guerra, tenía allí su sede y las rotativas. El centro cívico participa en toda esta historia (una historia llena de claroscuros, por otro lado).

Al despedirnos, el amigo Sivilla me dice que, si realmente estoy haciendo un reportaje sobre centros cívicos, también sería conveniente hablar sobre lo que se hace en ellos actualmente. No todo es recluirse en el pasado. Hay talleres, charlas, exposiciones, cursos, itinerarios culturales… al menos en el que él conoce, el de Orlandai, al que nunca acude, pero se siente bien teniéndolo cerca. Mejor esto que un Starbucks o un vivero de start-ups. No hay turistas, expats ni nómadas digitales, me comenta con sorna. Y, antes de despedirnos, me dice que quizás, vista mi obsesión arquitectónico-historicista, podría proponer a alguien hacer un itinerario para ver los edificios de los 52 centros cívicos. Así me despacha.

Aquí y ahora de los centros cívicos

Estoy en la Antigua Escola Massana, en los jardines Rubió i Lluch. Hay turistas tomando fotos en la cruz de columna salomónica, mujeres de origen árabe entrando en la Associació Intercultural Diàlegs Dona, unos trabajadores de la Biblioteca de Catalunya y algunos ciudadanos enganchados a la heroína.

He quedado con Sergi Díaz y Manel Doñate, quienes, desde el Instituto de Cultura de Barcelona (ICUB), planifican la red de centros cívicos, aunque cada distrito y cada centro tienen autonomía para gestionarse. Desde su visión amplia de toda la red, me explican que existen programas que se gestionan desde aquí, como Música Z, centrado sobre todo en artistas emergentes no necesariamente jóvenes. Los centros cívicos permiten entrenarse ante un público muy transversal. Pantalla Barcelona, con doce ediciones, es la programación cinematográfica más extensa, a la que están adscritos doce centros, y es una alternativa a la Filmoteca, los festivales o las salas comerciales más comprometidas con el cine de autor. Barcelona Districte Cultural (BDC) es el circuito cultural en los barrios que congrega circo, danza y teatro. Las artes audiovisuales, digitales, multimedia y experimentales quedan fijadas en el ciclo “Temporals”. Tal como decíamos, estos son ciclos que circulan por todos los centros cívicos, que, a su vez, tienen sus programaciones artísticas específicas.

Cafetería del Centre Cívic Can Deu. © Imatges Barcelona / Vicente Zambrano Cafetería del Centre Cívic Can Deu. © Imatges Barcelona / Vicente Zambrano

Los centros cívicos, me dice Díaz, son los espacios de cultura más extendidos por la ciudad. Quieren informar, formar, difundir la cultura y fomentar la creación. Se establecen como centros de cohesión social y espacios de enseñanza para toda la vida. No desatienden ningún nivel cultural y apoyan a las entidades de cada barrio. La cesión de espacios a estas entidades es un punto importante, así como la cesión a cualquier vecino que quiera acercarse. Lo importante es, primero, saber que el centro cívico existe; después, entrar, informarse o dejarse interpelar. “¿Qué necesitas, exactamente?”, puede que te pregunten.

Talleres, charlas, itinerarios, exposiciones y conciertos son el grosor de la programación. Los cursos de idiomas o las salas de exposiciones son curiosamente bastante desconocidos. Lejos queda el tópico de los centros cívicos como templos del macramé, aunque hay que mantener a raya que no sean ahora centros de yoga o pilates (o, mejor aún, de mindfulness). Un 70% de los habituales son mujeres, la mayoría, en la franja entre los 40 y los 65 años. El público que los visita en familia, sobre todo los fines de semana, es numeroso. En L’Eixample y en Ciutat Vella es donde están los centros que reciben más gente de otros barrios. No hay ninguna obsesión por hacer que los jóvenes vengan a los centros, si bien hay talleres de robótica, programación 3D, STEAM y muchos otros que a priori pueden interesarles. Pero justamente el quid es romper clichés y que estos mismos cursos interesen a los mayores. Las programaciones quedan abiertas a la imaginación para dar al ciudadano lo que todavía no sabe que quiere. A veces estas actividades son gratuitas y otras tienen un importe razonable, porque ya sabemos que mucha gente valora más lo que paga.

No existen servicios que se hayan privatizado. Se han externalizado, por así decirlo. Han surgido intermediarios entre el servicio que presta el Ayuntamiento y el que recibe el ciudadano. La externalización, a diferencia de la privatización, supone un control de la Administración, ya sea en la imparcialidad de los concursos, las condiciones de los trabajadores, los valores en boga, los contratos mercantiles a los colaboradores o el reparto de ganancias. Qué buena noticia.

Retos para el futuro

Me cuentan más cosas en el ICUB: los edificios señoriales deslumbran y crean centros cívicos muy atrayentes, pero son los edificios que tienen más problemas de mantenimiento, y ―si dejamos a un lado los de nueva planta― los más sólidos son aquellos que eran fábricas. La época de reivindicaciones sociales de los años setenta y ochenta, aunque es necesario tenerlas presentes, está muy mitificada. De hecho, fue más tarde, en los noventa, sobre todo, cuando abrieron la mayoría de los centros. En Gràcia, solo hay dos centros cívicos. ¿Por qué? Por el cúmulo histórico de ateneos, casales, centros morales, asociaciones culturales…

Desde 2012, el número de centros quedó fijado en 52, y no hay ningún ciudadano que no tenga uno a 30 minutos de casa como máximo. No está prevista la apertura de ninguno otro en los próximos años. Algunos retos de la dirección de los centros, en consonancia con la sociedad actual, son hacer que entre en ellos la diversidad de gente que actualmente vive en la ciudad; hay que tener claro que cada año se marchan varias decenas de miles de habitantes y llegan otros. Otro reto es atender al envejecimiento de la población, que tendrá una jubilación de subsistencia y a la vez, quizás, más estudios que otras generaciones. Lo leo en un prospecto: es necesario atender la pluralidad y el conocimiento, la probidad, y la red comunitaria y de territorio.

Estoy en La Casa Elizalde, cuyo interior siempre me recuerda a la película Tras el cristal, de Agustí Villaronga. Es uno de los centros cívicos que más me gustan, donde he pasado muchas horas. Allí he quedado con Uri Barjola, compañero de los años universitarios y tallerista de literatura en varios centros cívicos. Ahora trabaja en el Consorci per a la Normalització Lingüística y vive con la ilusión de no tener que ser profesor de instituto. Le quedaban unos documentos por aportar y otro papel por firmar. Llegamos a la pregunta descabellada y cuqui: ¿qué es la cultura? Bonita tarde, la de hoy. A ambos, que somos de la población flotante de trabajadores culturales, siempre nos alegra que las dotaciones para la cultura no hagan restar ningún sueldo político, que la gestión nunca sea gestión de precariedad. Larga vida a los centros cívicos.

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