Cuerpos productivos: el retorno del taylorismo

Ilustración ©Octavi Serra

Cuando hablamos de la salud, lo hacemos en contraposición a la enfermedad. Y, en definitiva, lo que determina si estamos sanos o enfermos es hasta qué punto nuestro cuerpo es o no productivo. Los herederos del taylorismo consideran que un cuerpo al que se le puede dar un uso productivo tiene que ser un cuerpo sano, pero algunos estudios demuestran que la idea de que la felicidad y la salud engendran necesariamente a trabajadores más productivos podría ser poco más que una ilusión.

En el ámbito de la medicina, la idea de que un cuerpo productivo tiene que ser un cuerpo sano se remonta a finales del siglo xix. Fue entonces cuando los médicos comenzaron a interesarse por la relación entre el trabajo y la salud. En este sentido, una obra pionera fue el volumen The Hygiene, Diseases and Mortality of Occupations [Higiene, enfermedades y mortalidad en el trabajo], escrito por el médico John Thomas Arlidge, alumno del King’s College de Londres, que se publicó en 1892. Este estudio marcó un antes y un después, porque trazaba un impresionante abanico de ocupaciones, desde oficinistas hasta lavanderas, estanqueros o encuadernadores, para intentar mostrar los distintos peligros de cada una. Lo más sorprendente, sin embargo, no es el detalle con que el autor describe cada trabajo, ni la minuciosa investigación que tuvo que llevar a cabo para llegar a estas conclusiones, sino más bien la demostración de un desprecio mal disimulado hacia quienes no han logrado integrarse con éxito en el conjunto de la cadena productiva; quienes, según palabras de Arlidge, “no son más que unos holgazanes y unos vagos, que desperdician la vida indolentemente o que solo viven para la autocomplacencia”.

Hay dos supuestos subyacentes en esta afirmación que vale la pena analizar. El primero es la estigmatización de quienes, voluntariamente o no, deciden elegir un camino que no es explícitamente productivo. A estos los llama “hijos parasitarios de la sociedad civilizada”. El segundo supuesto es que la ausencia de enfermedad es, si no un requisito necesario, al menos sí una condición indispensable para que los cuerpos sean productivos.

La preocupación por la salud en relación con las actividades laborales, tal como se manifestaba sobre todo en Inglaterra, no parecía preocupar demasiado a Frederick Winslow Taylor, el ingeniero estadounidense que, en 1898, inició unos experimentos trascendentales sobre la eficiencia en los puestos de trabajo. Cuando llegó a la empresa siderúrgica Bethlehem Steel, Taylor estaba decidido a averiguar hasta qué punto podía ser eficiente un hombre. Para realizar este experimento, eligió como conejito de indias a un hombre fuerte, un hombre al que Taylor llamó “señor Schmidt”. El señor Schmidt era, según lo describió despectivamente Taylor, “un tipo de hombre de mentalidad vaga”. Lo que lo hacía apto para el trabajo, argumentaba Taylor, era que “era tan estúpido y flemático que mentalmente se parecía más a un buey que a ninguna otra cosa”. Equipado con un cronómetro y un cuaderno, Taylor planificaba la jornada laboral, minuto a minuto, movimiento a movimiento, y el dócil señor Schmidt, que de forma obediente hacía todo lo que le ordenaban, era capaz de cargar hierro como nunca lo había hecho. Si el señor Schmidt, bajo la atenta mirada de Taylor, podía trabajar a una velocidad diez veces superior a la de sus compañeros, seguramente estos también podían trabajar a la misma velocidad.

Ilustración ©Octavi Serra Ilustración ©Octavi Serra

Este modelo chapucero de incremento de la eficiencia, irónicamente calificado de “científico”, se extendió por Estados Unidos en los años siguientes y pronto se exportó a Europa y a otros lugares del mundo. El método era bastante sencillo. Desglosar hasta el más mínimo detalle las tareas de un trabajo y, con una vigilancia de carácter militar, asegurarse de que ningún trabajador dispusiera de espacio de tiempo alguno para descansar o recuperarse. Este modelo se convirtió en el predominante para aumentar la eficiencia, no solo en las fábricas, sino también en las oficinas y en otros espacios de trabajo.

Parecía una idea brillante: exprimir a los trabajadores al máximo y, al mismo tiempo, afirmar que se trataba de una tarea legitimada por la ciencia, ingeniosa y rentable. Hasta que dejó de serlo.

La razón, como Ford (entre otros líderes empresariales) descubriría más tarde, era que los cuerpos (y las mentes) comenzaban a estropearse. Resultó, sin que nadie se sorprendiera, que pasar un día tras otro por el aro era, para cualquier ser humano, incluso para los que Taylor consideraba indefensamente estúpidos, una experiencia tan brutalmente espantosa que los trabajadores no veían más salida que escapar, aunque las expectativas de sobrevivir sin trabajo, sin dinero y sin techo fueran escasas.

El antecedente de los recursos humanos

Lo que sucedió después, al menos si consultamos los manuales clásicos sobre gestión empresarial, es el nacimiento del movimiento de las relaciones humanas, que al mismo tiempo fue precursor de lo que hoy en día llamamos “recursos humanos” o “RR. HH.”. El propio Ford tenía que encontrar fórmulas para que la gente no dejara el trabajo (era demasiado caro contratar continuamente empleados), así que se dedicó a buscar la manera de que los trabajadores se sintieran vinculados al puesto de trabajo, tanto física como emocionalmente. Para lograrlo, construyó casas familiares cerca de las fábricas; incluso creó un departamento sociológico que realizaba visitas a domicilio para asegurarse de que las casas estaban ordenadas y en buen estado, e implicaba a los trabajadores en actividades sociales.

Sin embargo, Ford no fue el primero en adoptar medidas tan aparentemente humanistas para mantener a los trabajadores cerca de las fábricas. Existe una larga y fascinante historia de los llamados “capitalistas del bienestar”, desde Pullman hasta Kellogg, que han intentado elevar la calidad de vida de los trabajadores para aumentar simultáneamente los beneficios de sus respectivas empresas. Sin embargo, lo que hace que el ejemplo de Ford sea relevante hoy en día es que detecta el problema que supone para las empresas que la gente enferme tanto que no tenga otra opción que dejar el trabajo. Lo que preocupaba a Ford no era el bienestar de los trabajadores; que estuvieran sanos o enfermos determinaba un problema mayor: si eran productivos o no.

El legado de Taylor (que murió en 1915) perduró, aunque, pocos años después de la publicación de su emblemático panfleto The Principles of Scientific Management [Los principios de la gestión científica], una nueva generación de teóricos estadounidenses del management tomaba el relevo. Estos académicos formados en escuelas de negocios, a menudo asociados al movimiento de las relaciones humanas, comenzaron a desarrollar lo que llamaron “la teoría de la incidencia de la felicidad en la productividad”. Según esta tesis, la salud y la felicidad se integran en una idea más amplia de la “parte humana” del trabajo. La teoría que ideó esta generación de “científicos” era que se podía conseguir que los puestos de trabajo fueran más eficientes, sin tener que ejercer un control amenazante al modo de Taylor, sino apuntando a los corazones y las mentes de los trabajadores, y cultivando lo que ellos llamaban soft skills (habilidades blandas).

Lo más interesante es que, aunque ninguno de estos científicos era médico de formación ni tenía conocimientos de medicina, fueron capaces de influir profundamente en el discurso de la salud. Combinaron el interés creciente por la psicología de grupos y del ego con un interés cada vez mayor por el liderazgo empresarial.

Desde entonces, la psicología humana no se dedicó solo, ni siquiera principalmente, a explorar la misteriosa profundidad de la mente humana, como hacían Freud y sus seguidores librecambistas, sino a comprender la mente y el cuerpo humanos con el objetivo de hacerlos más adecuados en un mundo lucrativo.

En última instancia, lo que se pretendía era que las empresas pudieran ser más eficientes, no imponiendo rutinas de trabajo más productivas, sino proporcionando a los trabajadores unas condiciones que favorecieran la felicidad y la salud. Así, la felicidad y la salud no solo eran requisitos necesarios para conseguir aumentar la productividad, sino que, en un razonamiento increíblemente circular, también eran su resultado.

A más felicidad más productividad?

La idea de que supuestamente los trabajadores felices son más productivos todavía persiste ahora y es un mantra incontestable para las empresas actuales. Sin embargo, por mucho que los gurús de los recursos humanos lo griten a los cuatro vientos, todavía no hay pruebas concluyentes de que así sea. Para demostrar esta hipótesis, un investigador correlacionó los beneficios de las cuatro grandes cadenas de supermercados del Reino Unido con la satisfacción de los trabajadores, y descubrió que las empresas más rentables tenían empleados menos satisfechos.

Este ejemplo, aunque no es estadísticamente representativo, nos habla sobre la ilusoria idea de que la felicidad y la salud engendran necesariamente a trabajadores más productivos. Lo que a menudo no se dice en el discurso optimista de los directivos son las condiciones materiales con las que, a menudo, si no siempre, se desarrolla el trabajo. Pongamos, por ejemplo, el caso de Amazon. Pese a las críticas generalizadas y constantes al trato que reciben los trabajadores, sigue obteniendo beneficios enormes, no porque los empleados estén sanos y sean felices, sino porque Amazon ha crecido hasta ocupar una posición tan poderosa que puede alterar, de forma muy eficaz y como le plazca, las normas establecidas.

En las últimas décadas, el taylorismo, sorprendentemente, ha vuelto a los puestos de trabajo, a menudo con el nombre de taylorismo digital. Las formas extremas de control, que en su día fueron criticadas y ridiculizadas en novelas como 1984, de Orwell, y Un mundo feliz, de Huxley, vuelven a ser actuales. De hecho, se aceptan en gran medida como parte del nuevo mundo laboral, da igual si es trabajando en una fábrica como en el sector del transporte, o en una oficina, por no hablar del trabajo en la economía gig.

Durante la pandemia, cuando las personas que trabajaban en oficinas empezaron a trabajar desde casa, se puso en práctica una forma totalmente nueva de controlar a los empleados. Se les instalaron programas informáticos invasivos en los ordenadores para poder vigilar todos sus movimientos. Uno de los softwares más amenazadores utilizaba la cámara integrada en los equipos de los empleados para hacerles fotografías por sorpresa, cuando menos lo esperaban, para hacerles capturas de las pantallas.

Aquí, la mirada del superior jerárquico se sustituye por la de la pantalla del ordenador, como si en el nuevo entorno de trabajo tus superiores te miraran fijamente a los ojos, pero sin que tú sepas si están o no.

No es de extrañar, pues, que Amazon sea una de las empresas pioneras en inaugurar una nueva era del taylorismo digital. Hace unos años, este gigante empresarial patentó una pulsera digital que no solo registraba la ubicación de sus trabajadores de almacén (lo que ya hacía antes), sino que, además, realizaba un seguimiento de dónde colocaban exactamente las manos o emitía vibraciones cuando el trabajador no estaba en la postura adecuada para realizar el trabajo.

Así, la preocupación de los directivos por la salud de los trabajadores surgió de la preocupación de que los cuerpos de los trabajadores no pudieran soportar la presión del trabajo. Parece que esta preocupación ha quedado atrás, y frente a la obsesión por hacer que los cuerpos sean más productivos es probable que seamos testigos de una inversión en la relación entre salud y enfermedad, en la que ambos conceptos se interrelacionen de forma diferente, condicionados por la rentabilidad del capital.

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  • La ilusión de la felicidad Alianza Editorial, 2019
  • The Wellness Syndrome Carl Cederström y André Spicer / Polity, 2015

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