Cómo murió la tía Cristina

Ilustración ©Patrícia Cornellana

Me gustaría contarles la muerte de la tía Cristina. No exactamente cómo murió, sino cómo sus hermanas se convencieron de que había muerto y cómo se convenció de ello la propia difunta. No es conveniente mantener durante demasiado tiempo esta incertidumbre.

La tía Cristina fue la hermana mayor de mi abuelo. Nació en un segundo piso de la casa que hay frente a la iglesia de Betlem, en la Rambla de Barcelona. En esta casa, en noviembre de 1893, a la pequeña Cristina la despertó el estruendo de la bomba del Liceu, lanzada por un anarquista: coches de bomberos, carros para los heridos, campanas, griterío. Durante un largo rato, Cristina no volvió a coger el sueño y no dejaba de hipar asustada. Un siglo después, sus tres hermanas lo seguían recordando: “La bomba del Liceu, ¡que no dejaba dormir a Cristina!”. Ya se sabe, los anarquistas siempre presagiando mal tiempo.

Poco después, la familia se trasladó a un principal de la Rambla de Catalunya, en una casa que había levantado su abuelo —mi bisabuelo— en 1885, cuando todavía pasaba por allí la rambla de Malla. Se decía que en uno de los catorce armarios del piso se guardaba un haz de cañas de la rambla. Pero cuando vaciaron el piso no apareció.

La tía Cristina y sus hermanas corrieron la misma suerte que todos los rentistas del Eixample: de jóvenes eran ricas y de mayores lo fingían. A lo largo de sus vidas se dedicaron a las obras de caridad, aunque la tía Cristina con mayor contención que sus hermanas pequeñas. Cuando su madre —mi bisabuela— sufrió una apoplejía, la tía Cristina asumió el gobierno de la casa: las criadas, la cocinera, la costurera. El aparador con ese jarrón con fruta de cerámica pintada. Las macetas modernistas. La Virgen de los caramelos. Durante la guerra escondieron a dos o tres o cuatro curas —no los contaron—, una práctica común entre las familias barcelonesas de bien. En el Congreso Eucarístico de 1952 enramaron la fachada y colgaron un escudo del Congreso de grandes dimensiones, pintado sobre madera, que conservo en la galería de casa. Podría entretenerme en su vida, su carácter, sus salidas impertinentes y divertidas tan habituales en ella, pero mi único propósito es narrarles su muerte.

La tía Cristina falleció un día de febrero de 1975. Se apagó como un pábilo. Yo entonces tenía once años, casi doce, llevaba pantalones cortos e iba al colegio. A la hora de venirnos a buscar, porque la Escola Elaia quedaba lejos de casa, mi madre nos comunicó a mi hermana y a mí que la tía Cristina nos había dejado. Entonces, me puse triste porque me di cuenta de que no volvería a verla jamás, menuda y corva, refunfuñando y cortando papel para el váter en la mesa del comedor de aquel principal inmenso y mal iluminado. Los cortaba a la medida idónea para el uso para el que estaban destinados. No es tan simple como parece.

Durante unos cuantos días, mi madre nos contó en la mesa, mientras almorzábamos, una serie de episodios, dichos y manías de la extinta tía Cristina, que armaron un mosaico cargado y de gran amenidad, entre otros motivos porque pertenecían a un mundo desaparecido, el siglo xix, que aún pervivía bien avanzado el xx. Pero no es este el momento de reproducirlo. Muchas de esas extravagancias de la tía Cristina ya las conocíamos; en las familias se suele repetir todo muchas veces y con insistencia, como si fuese una novedad.

En esos almuerzos de 1975, entre el aluvión de recuerdos y curiosidades, mi madre nos expuso con todo lujo de detalles los métodos que las tres hermanas practicaban sobre el cuerpo aparentemente sin vida de la tía Cristina, que descansaba inmóvil y cerosa en una gran cama de nogal pintada de negro en la alcoba principal de la casa. La pincharon unas cuantas veces en el brazo y las piernas, con un alfiler o una aguja de hacer media, no lo sé muy bien. La quemaron con la llama de una vela, creo recordar que en las puntas de los dedos de una mano. Mi madre nos contó que se habían quedado grisáceos, como si la difunta hubiese removido ceniza. Luego, o antes, no lo puedo concretar, le pusieron un espejo bajo la nariz y cerca de los labios, para comprobar si se empañaba un poco. También la sacudieron y le levantaron las dos piernas, por si el aire del estómago regolfaba, presionaba el corazón y lo reavivaba. Desempeñaron estas labores sin ayuda de nadie, sobre todo de ningún hombre, porque la tía Cristina había dejado dicho que cuando muriese impidieran que ningún hombre la tocara. Porque los hombres, es un hecho, ven el cuerpo muerto de una octogenaria y se encienden. En estos casos no solo se condena a las penas del infierno al lujurioso, sino también a la difunta incitadora, tanto si lo hizo queriendo —una blusa sin atar lo suficiente, una postura insinuante— como sin querer.

Ilustración ©Patrícia Cornellana Ilustración ©Patricia Cornellana

Le tomaron el pulso, que no respondió en tres días. Le palparon las mejillas, heladas como el mármol. Le levantaron los párpados, para comprobar si la pupila miraba. Le hablaron al oído. Una de las hermanas la peinaba a menudo, porque los difuntos se despeinan más de lo que imaginamos. El día del entierro, un domingo por la mañana, llegaron los empleados de las pompas fúnebres y se volvieron con la caja vacía porque las hermanas no estaban convencidas de que la tía Cristina hubiese expirado. Una aseguraba que se había movido un poco, muy ligeramente. Nadie se atrevió a contradecirla.

Este episodio tan decepcionante para los empleados de la funeraria se repitió al día siguiente y solo al tercer día, aún sin acabar de verlo claro, las tres hermanas accedieron a que se llevasen el cuerpo para darle sepultura. Era un martes. Mi madre me vino a recoger al colegio a media mañana para llevarme al entierro. En el cementerio de Montjuïc hacía frío. De pie frente a la tumba, me entretuve leyendo todos los nombres de la familia grabados en la lápida. Debajo del último, había un espacio en blanco que nos esperaba a todos los que observábamos respetuosos cómo los albañiles del cementerio cumplían con su trabajo. Al terminar, rezamos un padrenuestro y después se hizo el silencio. Yo escuchaba expectante, listo para pasar a la acción y rescatarla, atendiendo hasta la más mínima señal: un golpe sordo dentro de la caja, o un susurro.

¿Por qué la tía Cristina tenía tanto miedo de que la enterrasen viva? En la familia se contaba que, durante su infancia, a finales del siglo xix, en Barcelona se había dado un caso de un enterrado en vida, en el Cementiri Vell, en el lado del Poblenou. Por lo que tengo entendido, el difunto pegó tres golpes contra la caja y profirió gritos y jaculatorias, desconozco durante cuántos días, y cuando lo rescataron salió pálido y exhausto. Y no sé mucho más y no tengo claro si es cierto. También corrían rumores de exhumaciones de cadáveres en que los cuerpos aparecían retorcidos de desesperación, con las manos medio roídas en la boca. E incluso el caso de una monja enterrada viva en un convento de la ciudad, parece que en estado de buena esperanza. Es en todo esto en lo que pienso cuando estoy recostado en la misma cama de nogal en la que murió la tía Cristina, y que ahora es mía. Boca arriba, una mano sobre la otra, miro el techo quieto y es entonces cuando querría que alguien me pinchara el brazo con una aguja, que me quemara las puntas de los dedos, que me pusiera un espejo bajo la nariz cerca de los labios. Para asegurarme.

LIBROS

  • Prou catastrofismes lingüístics Destino, 2022
  • El català tranquil Pòrtic, 2021

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