“Cada vez que comienzo un proyecto, también comienzo un viaje”

J. A. Bayona

© Miguel Ángel Chazo / Sitges Film Festival

Esta entrevista ha tardado un tiempo en materializarse. No es extraño. J. A. Bayona es un cineasta prolífico y, probablemente, el director catalán con más proyección internacional. Aunque vive en Barcelona, donde tiene su empresa, La Trini, viaja constantemente. Finalmente, pudimos encontrarnos en el Festival de Sitges, donde presentó La sociedad de la nieve, que se fija en un hecho real, el accidente de un avión uruguayo que en 1972 se estrelló en los Andes. Ese hecho dio pie a una película anterior, Viven, de Frank Marshall (1992), y ahora Bayona vuelve a relatar aquella tragedia. No es la primera vez que se interesa por la experiencia extrema de la gente; su segundo largometraje, Lo imposible, recoge el testimonio de María Belón, una superviviente del tsunami del sudeste asiático de 2004.

Nacido en 1975, Juan Antonio García Bayona forma parte de la primera promoción de la Escuela Superior de Cine y Audiovisuales de Cataluña, ESCAC. Inició su trayectoria dirigiendo videoclips, hasta que en Sitges conoció a Guillermo del Toro, quien produjo su primer largometraje, El orfanato, que se estrenó en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes. A partir de aquí, podríamos decir eso de que el resto es historia, con películas como Un monstruo viene a verme, la segunda parte de Jurassic World o la serie El señor de los anillos: Los anillos del poder.

En Sitges, un lugar para él especial, le dieron un premio. Bayona se presta a responder preguntas sobre su última película (evidentemente, quiere presentarla al mundo), pero, sobre todo, sobre su infancia y adolescencia en Barcelona, en un período de descubrimiento de su pasión por el cine.

Me gustaría empezar hablando un poco de los inicios de tu cinefilia, en un contexto muy determinado, el de la vida de barrio y el de una época muy concreta, la de los ochenta.

Para mí, el cine era todo un acontecimiento, porque estaba muy lejos. Yo vivía en la Trinitat Vella y, para ir allí, tenía que coger el metro. Por aquel entonces, íbamos al cine en Navidad, con lo cual era todavía más un acontecimiento. Entonces, lo consumía sobre todo en la televisión y en vídeo.

Recuerdo perfectamente la primera vez que fui solo: era en 1990, y era la época de los Oscar. Me faltaba ver una película, de aquella edición: Paseando a Miss Daisy. Había convencido a mis hermanos para que fueran a ver las otras películas conmigo, pero en esa ocasión le dije a mi madre que cogería el metro yo solo. Mi madre me dijo que sí. Tenía 14 años. Fui al Comedia, en el paseo de Gràcia con la Gran Via.

Al volver a casa, me di cuenta de que podía ir al cine siempre que quisiera. Eso sí: ir al cine era complicado.

¿En qué momento creaste un grupo de amigos alrededor del cine?

Iba al colegio Sant Josep Oriol de la Trinitat Nova. Allí hice la EGB, y teníamos a un profesor, Lluís Rey, que precisamente ahora ha venido a la presentación de La sociedad de la nieve en Sitges. Él había recibido un premio de la Generalitat por acercar el cine a las escuelas de Santa Coloma de Gramenet en los años setenta. Imagina cómo era un proyecto como aquel en esa época.

En el aula de plástica de mi escuela, él impartía cine. Pero yo estaba en el grupo A, y él daba clases al grupo B. Mientras sus alumnos hacían cine, yo hacía ganchillo. No me podía creer que ellos estuvieran aprendiendo cine mientras yo confeccionaba un estuche de lana.

El director, durante el rodaje de su última película, La sociedad de la nieve. © Netflix El director, durante el rodaje de su última película, La sociedad de la nieve. © Netflix

Dos años después, me dio clases, e hicimos, por ejemplo, una cámara con una caja de puros. Y empezamos a proyectar películas. Recuerdo que nos llevó de colonias a Queralbs. Era la primera vez que dormía fuera de casa con los de la escuela. Allí nos proyectó una copia en 16 mm de Frankenstein (James Whale, 1931). Hizo una introducción y nos dijo: “Veréis una película con un prólogo donde sale un hombre y dice que la vida solo puede darla Dios; bien, quiero que sepáis que esto no lo hizo el director, sino que lo obligaron a incluirlo en su película”. Nosotros, con ocho años, no entendíamos lo que nos estaba diciendo, pero son cosas que te quedan y van resonando. De repente, para mí, había un director y un estudio que lo había obligado a hacer algo que él no quería.

Lluís Rey era un gran tipo, muy cinéfilo. Cuando yo estudiaba BUP, en el Instituto de Sant Andreu, él daba un curso de cine en Camp de l’Arpa. Allí seleccionábamos películas que alquilábamos en 16 mm y luego las proyectábamos y debatíamos. Yo tendría unos 15 años. Con 16 años, fui por primera vez al Festival de Sitges y, a los 17, empecé a cubrir el festival como prensa, porque me acreditaba para la radio local de la Trinitat Vella y para la televisión local del Clot. Después, con 18 años, entré en la ESCAC.

Cuando la ESCAC todavía estaba en Barcelona…

Sí, en las Escuelas Pías de Sarrià. Cada día iba desde la Trinitat Vella hasta Sarrià. En bus, con el 60.

Supongo que había un contraste en el contexto socioeconómico.

En la primera promoción de la ESCAC había gente de edades y procedencias muy diversas, estudiantes de 18 años, de 24… Era un grupo muy heterogéneo. En mi clase estaban, por ejemplo, Kike Maíllo y Adrián López, ambos de Sant Andreu. Mucha gente de barrio.

Hay algo muy definitorio en tu cine: un amor muy fuerte por el género y, al mismo tiempo, una tendencia muy marcada hacia el drama emocional.

Cuando estaba haciendo Los anillos del poder y Jurassic World: El reino caído, venía Guillermo del Toro y me decía: “Bayona, la siguiente tiene que hacer daño”. Hay cosas que te remueven y te hacen daño. Evidentemente, en el contexto de El señor de los anillos o de Jurassic World, como director, estás al servicio de la historia e intentas hacerlo lo mejor que puedes, siempre en el marco de una industria con una manera de producir muy clara y cerrada. Luego, en las otras películas, ya hay más espacio para trabajar desde este lugar “que hace daño”, y lo que hago es seguir la intuición. Voy rascando y rascando a ver dónde hace daño, y eso siempre conecta con una parte que se repite en cada una de mis películas.

¿De dónde crees que viene?

Ahora que he empezado a entrevistar a mis padres y mi familia para documentarlos, empiezo a preguntar, y hay algo que se repite: el miedo siempre ha estado muy presente en mi familia. De repente, hay cosas que sucedieron y que la marcaron. Mi padre es muy cinéfilo y, cuando era pequeño, para poder entrar en el cine, empezó a vender pipas y golosinas. Entonces, casi todos los días, entraba gratis.

Hace poco fuimos a visitar el cine donde mi padre iba de pequeño, y le pregunté cuál era la primera imagen que recordaba haber visto en esa pantalla y que le hubiese quedado grabada para siempre. Me respondió que era una de Béla Lugosi tendiendo la mano.

Claro, esta es una imagen que yo he utilizado en Jurassic World: El reino caído, cuando el dinosaurio está en la habitación. Y entonces pienso: “¿Cómo se ha transmitido esto?”. En relación con el miedo, también tiene que ver el contexto, el de esas generaciones en las que en Andalucía había mucha miseria. En La sociedad de la nieve, cuando hablaba con los supervivientes, uno me explicaba que la emoción que lo movía era el miedo: de tener que quedarse en las montañas, de lo que comían, de no volver a casa. Todo esto daba pie, precisamente, a que la película fuera de miedo.

Hablabas de la imagen que más ha marcado a tu padre. Pero, ¿cuál es la que más te ha marcado a ti personalmente?

La imagen que siempre he tenido grabada en la retina es la de Frank Langella en Drácula (John Badham, 1979), cuando baja boca abajo, por la fachada, y rasca con la mano la ventana. Es increíble: es como la imagen que recordaba mi padre, la de la mano de Béla Lugosi. Quizás algún día podré hacer algo, de todo esto, citar estas imágenes de forma más explícita que en Jurassic World y en un contexto diferente, como el de la Trinitat Vella.

Te has criado en una ciudad, pero tus películas son muy poco urbanas.

Supongo que esto es casualidad. El otro día me preguntaban por Los Fabelman, de Steven Spielberg. Es cierto que es una película en la que él habla de su infancia, pero en realidad la infancia está en todas sus películas. Al final, lo importante es la manera de acercarse a las historias, de apropiárselas. El orfanato era un guion de Sergio G. Sánchez que ya existía, Lo imposible se basa en una historia de María Belón, Jurassic World es un encargo…

Y, sin embargo, todas muestran un universo muy tuyo.

En el caso de Un monstruo viene a verme, aunque la historia ya existía previamente, existe una parte, en el subtexto, que tiene que ver con la vida de barrio. Si empiezas a hurgar, de forma muy sutil, encuentras algo relacionado con la crisis industrial que se produjo durante el gobierno de Thatcher, que ya estaba presente en la novela.

Ha habido un cambio muy claro en la fisonomía cinéfila de la ciudad de Barcelona: las salas de cine que había, por ejemplo, ya no existen. ¿Cómo estás viviendo todo este cambio?

Es muy triste que los cines hayan desaparecido del centro de la ciudad. Es un tema bastante global. Hablando con exhibidores, ahora lo reconocen como un problema, porque para ir al cine los chavales tienen que irse a la periferia, y allí no es tan fácil tener un plan para toda la tarde. Antes podías ir al cine Pelayo y después a tomar algo a la Oveja Negra.

Ahora, ir a una sala significa hipotecar toda la tarde en el centro comercial. Se están dando cuenta de que salir del centro de las ciudades les ha ido en contra. A mí me da mucha pena que los cines hayan desaparecido de los centros urbanos. Evidentemente, también es ley de vida: las formas de consumir evolucionan, pero creo que la gente se está dando cuenta de que las plataformas son más parecidas a la televisión.

Yo espero que algún día vuelvan las salas grandes al centro de la ciudad, pero ya será un consumo diferente, por la presencia de plataformas. La televisión y el vídeo ya quitaron espectadores al cine, y a pesar de ello no ha muerto. Estoy muy en contra de la idea de que las salas hayan muerto. Se han transformado, pero no han muerto.

Tus películas parecen volver a un cine de otra época, a partir de una mezcla entre entretenimiento y autoría. ¿Cómo vives el encaje entre tu universo personal y la industria?

Yo vi los clásicos en la televisión. Y los vi de pequeño, en la televisión española, que iba haciendo ciclos: de Truffaut, de Hitchcock, de Kubrick, de Kurosawa… Esto hace que no tengas prejuicios, porque no existen etiquetas. Recuerdo ver películas rarísimas, como Cría cuervos (Carlos Saura, 1975) o El tambor de hojalata (Volker Schlöndorff, 1979), a la vez que veía El increíble hombre menguante (Jack Arnold, 1957) o El hombre con rayos X en los ojos (Roger Corman, 1963). Todo formaba parte de lo mismo. A estas edades, la mirada está más libre de prejuicios y todo nos fascina.

La sorpresa tiene mucho que ver con lo que hago. Siempre pienso que el primer plano que vi en mi vida, que es el de Superman volando, ha marcado la idea que tengo del cine.

La sorpresa puede ser esto o un drama como el de La sociedad de la nieve. El miedo consiste en pensar cómo se vive que un avión se estrelle en los Andes, o cómo se vive la experiencia de que una ola lo arrase todo en unos segundos. La sorpresa forma también parte de un cine más dramático y realista.

Tanto Lo imposible como La sociedad de la nieve son películas muy cercanas a la gente que vivió las experiencias en las que se basan. ¿Cómo lo haces para conseguir acercarte a estas personas?

Yo siento mucho la presión de todo lo que me dan. En el caso de La sociedad de la nieve, me daba cuenta de que fueron muy listos: al darme tanto, hipotecaban mi visión de la historia. Sin embargo, no tuve mi percepción coartada. Yo sé que hay cosas que ellos no esperaban que estuvieran en la película, y luego las han visto y las han aceptado.

Cuando lees el libro de Pablo Vierci en el que se basa la película, te das cuenta de que ese grupo fue increíble, y de que la individualidad era más compleja. Cada uno hizo lo que pudo. Sí tuve una discrepancia con los guionistas, que querían que todo, en la película, estuviera muy bien atado, pero esta voluntad cambiaba los hechos. Yo les pedía que no los modificaran, que intentaran simplemente entender.

Has trabajado en Londres, en Hollywood, has viajado por todo el mundo para hacer tus películas. La última, sin ir más lejos, trata sobre un suceso que ocurrió en América Latina. ¿Cómo es, en la práctica, esta vida itinerante?

Cada vez que comienzo un proyecto, comienzo también un viaje. Para Los anillos del poder, estuve un año y medio en Nueva Zelanda. La sociedad de la nieve se rodó en España, pero viajé mucho a Montevideo, para familiarizarme con la cultura uruguaya y argentina, y también para intentar conocer la realidad cultural de ese momento. Me voy moviendo por todo el mundo, como cuando fui a Londres a rodar Jurassic World, pero siempre he vivido en Barcelona y no me planteo vivir en ninguna otra parte.

 

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