“Bailar es habitar el cuerpo con la emoción y la mente”
- Entrevista
- Dic 21
- 20 mins
Cesc Gelabert
A los 68 años, Cesc Gelabert sigue bailando y luciendo la misma figura impecable que cuando empezó a moverse en la escena barcelonesa en los años setenta. Hubiese querido ser el chamán de los sueños de la tribu, pero como la época en que le ha tocado vivir no encaja con esta idea, se ha dedicado a soñar despierto, es decir, al arte. Nos encontramos con él en el Mercat de les Flors y desgranamos el libro Lo que me gustaría que la danza fuese, en el que reflexiona sobre su experiencia. Hablamos de la danza y la conciencia corporal como herramienta para la vida cotidiana y qué hace que la danza llegue a ser arte. Revisitamos su etapa de artista emergente en la Barcelona efervescente de la transición democrática, sus años en la Nueva York de finales de los setenta y su paso por Berlín. Y finalmente nos fijamos en cómo nos movemos por Barcelona y cómo podríamos bailar mejor en ella.
Cesc Gelabert Usle (Barcelona, 1953) colgó las botas de fútbol para dedicarse a la danza. Durante unos años combinó los estudios de arquitectura en la Universitat Politècnica de Catalunya con su formación en la escuela de danza de Anna Maleras y con varios maestros. Después de dos años de formación en Nueva York, en los años ochenta Gelabert empieza a hacer coreografías para varias formaciones. En 1985 funda, junto con Lydia Azzopardi, la compañía Gelabert-Azzopardi, con la que estrenan espectáculos como Desfigurat (1985) y ganan un gran prestigio en el país y en el ámbito internacional. De esta etapa destacan obras como Rèquiem (1987) o Belmonte (1988), en las que colaboraron con Carles Santos y Frederic Amat. La formación Gelabert-Azzopardi ha realizado muchas giras sobre todo por Europa, Centroamérica y Sudamérica durante décadas, y ha sido la compañía residente del Teatre Lliure y del Hebbel Theater de Berlín. También ha creado coreografías para otras compañías y artistas, como In a Landscape (2003) para Mijaíl Baryshnikov, una de las grandes estrellas de la danza del siglo xx. Además de su labor como bailarín y coreógrafo, a lo largo de su carrera Cesc Gelabert ha impartido cursos y talleres para bailarines y gente no iniciada en la danza. Ha publicado el libro Lo que me gustaría que la danza fuese (Comanegra, 2020), en el que condensa toda la experiencia de su larga trayectoria artística.
Recientemente ha publicado el libro Lo que me gustaría que la danza fuese. ¿Fue un encargo o una iniciativa propia?
Ya hacía años que me rondaba la cabeza el plasmar los conocimientos que he adquirido a lo largo de mi vida. En un principio había tenido la idea de hacerlo en formato digital y de manera interactiva, pero no conseguí la financiación. Hablando primero con Jordi Fàbrega —que, desgraciadamente, murió hace tres años— y después con Carles Batlle, empecé a trabajar en él. Cuando ya lo tenía bastante avanzado, coincidió con que el Mercat de les Flors, el Institut del Teatre y la editorial Comanegra iniciaban la colección “Paragrafías” sobre danza y coreógrafos. Fue el estímulo para acabarlo de concretar. Entonces le pedí a Joaquim Noguero (periodista y crítico de danza) que me ayudase en la edición. Él ha sido fundamental a la hora de encontrar un lenguaje que se entienda.
¿Qué ha querido transmitir en este libro?
Entiendo mi trabajo como un servicio y, por tanto, todo lo que he aprendido lo quiero compartir. Aquí explico la esencia de mi experiencia. De hecho, he transcrito en forma de libro lo que he explicado en mil conferencias, en mil clases y ensayos. Para mí, no es un libro, sino el libro. Tiene el afán de ser una síntesis que englobe el conjunto de lo que es la transmisión cultural vinculada al movimiento habitado. Trata de la danza en la vida, en todos los aspectos posibles, hasta en su función más específica como arte. También intenta incluir todos los roles dentro del mundo de la danza.
He reconocido muchas frases que le he escuchado decir en entrevistas o ensayos. Recuerdo perfectamente la de “la danza es habitar el cuerpo con la emoción y la mente” o “un sueño compartido en estado de vigilia”. Esto me ha llevado a pensar que siempre ha sido un entrevistado muy fácil de citar. ¿Piensa mucho en qué y cómo lo expresará en público?
En mi carrera aquí en Cataluña, en España, desde los tiempos de Franco, me he pasado la vida explicándome. Me he tenido que explicar mucho y por eso he intentado sintetizar, encontrar el lenguaje más adecuado con palabras sencillas. No me gusta usar un lenguaje muy intelectual, siempre procuro condensar mis ideas, porque los medios de comunicación no tienen el tiempo ni el espacio.
Además, en nuestro país la danza como arte es muy desconocida...
El compositor Delfí Colomé decía que la danza es una de las pocas artes de las que cualquier persona considerada culta puede decir que no sabe nada sin complejos. Es decir, tienes que saber quién es Picasso, pero no es necesario saber quién es Merce Cunningham. Y este desconocimiento repercute en los problemas de salud. No habitamos bien el cuerpo.
Aparte del poco interés por el cuerpo, ¿quizá es desconocida porque es efímera?
Precisamente Lydia Azzopardi y yo hemos estado en el Museu de les Arts Escèniques (MAE) porque vamos a depositar en él todos nuestros fondos. Estamos en el proceso de clasificarlos. El MAE no tiene suficiente espacio para exponer sus colecciones, así que pocas veces podremos ver exposiciones de danza. Para mí la danza es experiencial, no se puede comprar ni vender. La auténtica danza es una experiencia, y eso no genera dinero. Aun así, creo que la cultura del movimiento se tiene que transmitir y en los museos el arte perdura.
El libro empieza explicando de forma muy básica cómo es el movimiento y cómo se transforma. No hay que ser ningún iniciado en danza para entenderlo. ¿Puede ser una lectura para personas que no se dedican a la danza?
“Analizo el cuerpo dentro del espíritu, el rol de la danza en la vida, y también me adentro en cómo hacer de la danza un arte.”
Para mí, es interesante que la gente lo utilice como libro de consulta. No hay que leerlo entero, sino que puedes leer el capítulo que quieras y lo entenderás. La gente no tiene tiempo. También me gustaría que sirviera para las escuelas. La primera parte es un análisis del movimiento, es decir, me fijo en cómo habitas tú el movimiento, cada instante de tu movimiento, la calidad que tú percibes y cómo la perciben los demás. Por ejemplo, si nos fijamos en los huesos, tenemos doscientos siete. Puedes estar andando y ser consciente de diez o puedes llegar a sentirlos todos. Es como una radiografía mucho más precisa. En esta primera parte analizo el cuerpo dentro del espíritu, es decir, me centro en el rol de la danza en la vida. En cambio, en la segunda parte, me adentro en cómo hacer de la danza un arte. Una cosa es el movimiento y la otra es cómo usarlo. La vertiente pedagógica, que me interesa mucho, está presente en ambas partes.
¿Qué repercusión tiene el movimiento en nuestras vidas? ¿Se conocen lo suficiente los beneficios de la danza?
Ahora la gente entiende que somos lo que comemos, pero también somos el resultado de los movimientos que hemos hecho en la vida. Si siempre estás rígida, ¿cómo te imaginas que serás cuando seas mayor, si ahora vives sin ninguna conciencia del cuerpo? Las virtudes que te puede ofrecer el cuerpo no te llegarán nunca. De hecho, estamos condenados a habitar el cuerpo con la emoción y la mente. No existe ningún momento de la vida en que esto no pase. Para mí, la danza no da sentido a la vida. El sentido a la vida lo dan tus creencias, ya seas laico, agnóstico o creyente, pero el movimiento habitado es sabio y es una herramienta que puede ayudar en muchas cosas en la vida. El cuerpo no dice mentiras. Por tanto, se trata de aprovecharlo y no caer en el extremo de la mente ni en el extremo del cuerpo.
¿Deberíamos crecer y madurar mientras cultivamos la mente y el cuerpo para encontrar el equilibrio?
Cuando acaban el bachillerato, ¿los jóvenes han aprendido a concentrarse? ¿Saben qué es el deseo? ¿Tienen un conocimiento sobre las emociones? Del cuerpo sabemos muy poco, pero tampoco sabemos nada sobre las emociones y menos aún, mucho menos, sobre la mente. Aprendemos muchas cosas que hacemos con la mente, pero no aprendemos qué es la mente ni cómo utilizarla. Las formas de conocimiento que integran cuerpo, emociones y mente para mí son muy útiles. Yo hablo de la danza, porque he vivido esta experiencia cultural. Pero también se puede enlazar con muchas otras técnicas o acciones como el yoga, el tai chi, andar, la música, las artes amatorias. Si no eres capaz de tratar tus deseos, ¿cómo puedes funcionar por la vida? Si no puedes concentrarte, ¿cómo saldrás adelante? Es una pena que no utilicemos esta dimensión. Me gustaría que las formas de cultura, que tienen esta característica de habitar el cuerpo con la emoción y la mente, estuviesen en el núcleo duro de la educación y la vida.
Con la obsesión por adquirir conocimientos teóricos abandonamos nuestros cuerpos. ¿Cree que una actitud menos sedentaria nos ayudaría?
Me gustaría que de vez en cuando nos apartásemos de los escritorios. ¿Cómo se puede estar todo el día sentado? ¡Es imposible! No aprenderás nunca idiomas si no participan tus emociones. Creo que ayudaría mucho que aprendiéramos matemáticas bailando. Yo he ido haciendo pruebas, pero no he tenido la capacidad de incidir de verdad en la sociedad. He colaborado con Amador Vega en un curso sobre Ramon Llull, en la Universidad Pompeu Fabra. ¿Cómo puedes estudiar a Ramon Llull solo con la cabeza? Es solo una parte de tu mente.
En la segunda parte del libro analiza la danza como arte.
El arte tiene que ser para quien lo hace, pero también para quien lo recibe. Es como si tú ahora no entendieras lo que digo. Solo podremos tener una buena conversación si tú entiendes lo que yo digo. Yo siempre digo que el arte es un sueño compartido en estado de vigilia. El arte nos brinda la oportunidad de soñar lo que queramos, pero despiertos. Si el ritual del arte va bien, es un acto de reiniciación. Si el arte está conectado con la sociedad, puede hacer una labor colectiva. Hablo de las familias de la danza, porque la danza como forma cultural somos todos, no solo los bailarines; desde tú, que me estás entrevistando, él [señala al fotógrafo], que me está fotografiando, los políticos, los medios de comunicación, el público... Es todo un entramado. Y si no funciona el engranaje, se pierden las conexiones.
¿Hay algún modo de que este engranaje funcione mejor?
“Una palabra es una coreografía hecha por un pueblo y funcionará mientras la gente la baile. Si la gente deja de bailar la coreografía, esta morirá.”
Yo trabajo para una diversidad informada. Mi carrera ha sido un gran esfuerzo por estar informado de lo que pasa en el mundo. He tenido la suerte de trabajar en países como Japón, Alemania o Bolivia, y ciudades como Nueva York, y me he podido informar de primera mano, pero, al mismo tiempo, siempre he ido volviendo a donde caí en el mundo. Intento mantener y enriquecer la diversidad que este lugar puede ofrecer. Barcelona no es el centro del mundo. Somos una ciudad mediana relativamente grande, pero no somos el centro del mundo; aun así, tenemos nuestra idiosincrasia. Intento crear cultura aquí y creo que la cultura es aquello que podemos compartir.
Ahora bien, el peligro es que acabes haciendo arte para tu grupo de WhatsApp. A menudo olvidamos que lo importante es la cultura, no yo, el artista. La cultura cuesta mucho de crear y es muy fácil de destruir, y más aún la cultura del movimiento, porque es efímera. Pero cuando realmente creamos arte para los demás, hacemos que podamos vibrar juntos. Y eso es muy bonito. Una palabra es una coreografía hecha por un pueblo y funcionará mientras la gente la baile. Si la gente deja de bailar la coreografía, esta morirá.
Cuando empezó a bailar en Barcelona justo se redescubría la danza moderna en el país; por tanto, faltaba mucha información. ¿Cómo descubrió la danza y en qué ambiente?
Empecé a bailar en 1969, cuando aún estaba cursando bachillerato. Mi formación física era de futbolista; por casualidad descubrí la danza en el estudio de Anna Maleras y para mí se abrió un mundo. Es difícil explicar qué pasaba en esas circunstancias. Haber vivido eso te sitúa de una manera muy diferente. En aquella época, Barcelona era un lugar cutre, podríamos decir, especialmente las Ramblas. Pero la ciudad tenía un encanto muy especial, porque empezabas a entrever un futuro. Había una ilusión enorme. Teníamos muy poca información y aún menos de primera mano, pero de todo hacíamos un castillo.
Y durante un tiempo también estudió arquitectura, ¿verdad?
Desde adolescente quería colaborar con el mundo a través de dos vertientes o territorios. Uno es lo que yo llamo “soñar despierto” —que va desde la literatura hasta la música— y el otro, lo que llamaría “segunda naturaleza” —la arquitectura, la escultura, la pintura o el urbanismo. De hecho, poco después de empezar a bailar decidí estudiar arquitectura. Me lancé con todas mis fuerzas e ilusiones por este doble camino. Pero hubo un momento en que tuve que escoger. Como arquitecto no quería hacer casas, quería hacer jardines. En ese momento, la danza aún era muy incipiente y decidí aventurarme. Siempre he tenido una vena metafísica… Yo, como bailarín, quería ser un chamán de los sueños de la tribu, pero eso hoy en día no puede pasar o es muy difícil. Pero siempre fue mi gran sueño.
En Barcelona estudió con diferentes maestros, viajó a ciudades como Londres para hacer cursos y en 1978 se fue a Nueva York, donde vivió dos años. ¿Qué encontró allí y cómo se sintió?
Solo la conocía por fotografías. Pero en dos años llegué a conocer Nueva York como la palma de la mano; viví en once lugares en Manhattan, en muchos casos en lofts de amigos en espacios industriales de 400 metros cuadrados sin cocina ni calefacción. En directo no había visto nunca a los grandes nombres de la danza moderna y contemporánea como Martha Graham o Merce Cunningham. A los que estaban vivos por fin los podía ver, y a los que no, pues fui al Lincoln Centre, donde me pasé horas mirando películas de 35 mm. Me fascinó, pero allí estaban, en el giro posmoderno de tercera generación, y hablaban de post-Cunningham. Es decir, todo era muy racional y poco emocional. Para mí era muy difícil… Venía de Barcelona, con todo lo que eso comportaba en aquel momento. Allí me pregunté: ¿qué hago yo aquí? Pero hubo un momento en que, en vez de adaptarme y hacer lo que hacían ellos, mostré lo que hacía yo. Empecé a actuar en lugares como La MaMa o The Kitchen. Para mí, fue muy importante vivir allí, conocer a los artistas y, sobre todo, estar allí como un elemento más. Lo que quiero decir es que aterricé en Nueva York con mi color. Eso sí, allí aprendí lo que es producción y a espabilarme.
Cuando regresó de Nueva York en los años ochenta, la profesión de la danza contemporánea se empezaba a organizar en Barcelona.
Haber vivido la explosión artística que hubo después de la muerte de Franco es una experiencia que te marca de por vida. La de finales de los setenta y ochenta fue una época maravillosa. Al principio estaba todo muy desordenado, pero poco a poco se empezaron a abrir subvenciones. Era una época en que teníamos pocas cosas, pero mucha ilusión. Los primeros linóleos los compartíamos, la primera cámarade vídeo también la compartíamos entre cinco compañías. Para mí, esto ilustra lo que se vivía en esa época. La ciudad se estaba transformando y se encontraba en plena efervescencia, aunque la danza era muy incipiente y tenía muy pocas estructuras. Una casa de la danza como el Mercat de les Flors era entonces impensable.
En este ambiente efervescente empezó a trabajar y a convivir con Lydia Azzopardi, su mujer y cofundadora de la compañía Gelabert-Azzopardi.
Lydia es mi ojo, mi ciudad. Sí, yo estudié arquitectura y me he dedicado a la danza, pero ella es realmente polifacética: canta, actúa, baila, ha diseñado vestuario y tiene ojo para la fotografía. Vivir con una persona como ella me ha permitido hablar en tres idiomas en casa: catalán, español e inglés. Británica nacida en Estambul, Lydia es de origen armenio, griego y maltés. Vivir con ella me saca de mi localismo emocional, porque yo soy de Sarrià, me crié jugando por Collserola y soy muy del Barça —soy de esos socios que no cena cuando pierde. Pero también soy budista; por tanto, me gusta vivir en todos los niveles posibles.
Otro lugar significativo para usted es Berlín.
En 1984 visité la ciudad por primera vez. Los primeros años en que iba aún estaba cerrada, pero llena de equipamientos culturales. He tenido la oportunidad de conocer Berlín a fondo e incluso de vivirla en momentos cruciales, como cuando cayó el Muro. Allí he llevado a cabo proyectos muy interesantes: fuimos compañía residente en el Hebbel Theater, reinterpreté solos de Gerhard Bohner y también creé una coreografía para el centenario de la Bauhaus basada en un dibujo de Oskar Schlemmer, que, para mí, fue un regalo.
A lo largo de su carrera ha creado muchos espectáculos corales, pero también ha destacado mucho como solista. ¿Cuál pesa más, el Cesc coreógrafo o el bailarín?
“No hay ninguna idea coreográfica que valga hasta que un bailarín no le da vida. Y no es arte hasta que no tiene a alguien que lo vea.”
Antes que coreógrafo soy bailarín, creo que la coreografía empieza por el baile. La danza empieza con alguien bailando. Lo primero de todo es el movimiento del bailarín o la bailarina. No hay ninguna idea coreográfica que valga hasta que un bailarín no le da vida. Y no es arte hasta que no tiene a alguien que lo vea.
¿Cree que ha marcado un estilo o sello coreográfico?
Yo no me defino por una forma, pruebo muchas, aunque eso no va bien, porque lo que más gusta es que tengas un sello muy claro, es decir, que se te pueda identificar por una forma o una temática. Cada proyecto lo he intentado conectar con un fenómeno cultural que me apasiona y en el que he podido profundizar a lo largo de la creación del espectáculo.
Entre el collage de rostros que el Mercat de les Flors muestra para “poner cara” a la campaña de este año, la suya está en medio de una generación bastante más joven. ¿Cómo ve a las nuevas hornadas en comparación con la suya?
Los bailarines de ahora tienen unos cuerpos con mucha preparación, pero viven otras problemáticas, porque tienen acceso a muchas opciones y encima tienen que espabilarse por sí solos. ¿Cómo pueden montárselo para encontrar un lugar para sí mismos? Cada joven se irá a estudiar aquí o allá, y hará según lo que haya aprendido, de aquí y de allá. A mí me gustaría que la gente de aquí pudiera bailar por todo el mundo, pero que también se los pudiera conocer aquí, y eso tiene que ver con la diversidad informada de la que hablaba antes: hay que estar informado, pero mantener la propia personalidad; no tenemos que ser la copia de otro lugar o de otro país. Yo he podido bailar las coreografías de Gerhard Bohner y lo he podido hacer de una manera personal. A la vez también creo que es importante encontrar un equilibrio entre las generaciones y no olvidar el pasado. Yo no me olvidaré nunca ni de Joan Magrinyà ni de Carmen Amaya, porque, si me olvido de ellos o del folklore del país, mal vamos.
¿La gente de Barcelona tiene suficiente oferta de danza?
Barcelona ha tenido siempre un presupuesto de cultura importante y, en concreto, con la danza, ha hecho cosas muy buenas y le ha dado visibilidad, incluso en fiestas populares como la Mercè o la Cabalgata de Reyes. No tiene nada que ver, pero ¡he hecho de Rey de Oriente en la Cabalgata!
¿De cuál?
De Gaspar. Me hizo mucha ilusión. Es el mejor espectáculo que he hecho. Nunca he tenido tanto público, ni tan entregado. Es un muy buen ejemplo de, sin hacer nada, ser cultura. Al acabar la cabalgata nos llevaron al hospital Sant Joan de Déu a visitar a niñas y niños; les llevábamos regalos y nos miraban con una ilusión… Fue extraordinario.
¿Y en los teatros?
Siempre he dicho que me gustaría que la danza estuviese presente en más teatros, como, por ejemplo, el Liceu, donde solo se programan tres espectáculos al año. Yo siempre luché para que la danza estuviese presente en el Lliure, pero ya no la programan, porque creen que, como ya está el Mercat de les Flors, no hace falta. Para mí esto es un error. Es cierto que yo vengo de un Lliure en que, como compañía, éramos residentes, y, por tanto, el imaginario que yo tengo del Lliure es diferente. Para mí era muy importante, porque atraía a otros públicos a la danza.
¿Y en las calles? ¿Barcelona es una ciudad que facilite el movimiento de las personas?
Para poder movernos bien, primero tenemos que respetarnos, hay que encontrar un equilibrio entre las libertades individuales y la convivencia con los otros, y este equilibrio en una ciudad tan densa como Barcelona es muy difícil de encontrar. Una vez, en Tokio, crucé Shibuya, el famoso cruce, con los ojos cerrados, y no choqué con nadie. ¡Intenta andar dos metros sin abrir los ojos aquí! Y más ahora, con la gente aferrada a los móviles. Yo quiero una ciudad en la que la gente camine y se mueva bien, pero que respete el movimiento de los demás. Aunque se ha hecho mucho por respetar a personas de movilidad reducida, se tiene que seguir trabajando para encontrar este equilibrio. En las auténticas coreografías, cuando tú bailas con alguien, el importante es el otro, no tú.
Pero Barcelona es una ciudad que invita mucho a caminar...
¡Absolutamente! Y te permite un movimiento útil, sano y sabio, aunque, cada vez que añades un elemento nuevo a la circulación, como los patinetes, estás colocando un nuevo elemento coreográfico, y si no has introducido bien este elemento coreográfico, puede ser muy disruptivo. Pero yo, lo que le pido a mi ciudad es que trabaje para encontrar este equilibrio, entre seguir trabajando por los derechos individuales y la convivencia. Soy consciente de que organizar todo esto es complejo, porque se tiene que coordinar desde muchos niveles del país, tanto estatales como europeos. Se han hecho muchos avances en Barcelona y no hay que perder la ilusión de seguir haciéndolos. Estoy seguro de que entonces veremos que la gente se mueve y baila mejor por las calles de Barcelona.
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