El Dorado es más que un club
Falta media hora para que empiece el concierto y hay una aglomeración de escándalo a las puertas del auditorio del centro cívico Parc-Sandaru. La cola da una vuelta completa al pasillo que rodea las escaleras, desciende por ellas hasta la planta baja y sigue casi hasta la calle. En la fila, unas hablan en catalán y otros, en castellano. Hay jubilados con boina y veinteañeros con bolsas de tela. Hay payos y gitanos. Hay caballeros trajeados y engominados y currantes con camiseta del cantante de AC/DC Bon Scott. Hay madres, hijas y abuelas.
La culpable de todo este revuelo es María Terremoto, una joven cantaora gitana de Jerez de la Frontera, tan joven que solo tiene 18 años. Es hija y nieta de los cantaores Fernando Terremoto y Terremoto de Jerez. Pero tanto lío sería imposible de imaginar si no hubiese organizado su visita la Sociedad Flamenca Barcelonesa El Dorado. En una ciudad en la que parece que solo pueden funcionar medianamente bien los ciclos y los festivales, este equipo de amantes del género ha consolidado una programación estable de flamenco.
“¿Hay algún socio más?”, gritan desde la taquilla, que solo es una mesa en lo alto de la escalera. Los socios tienen prioridad y entran sin pagar porque su cuota de cien euros anuales ya les da acceso a la media docena de actos que organiza la sociedad cada trimestre. Tras una década, El Dorado ya tiene 160 socios. En el auditorio solo caben 170 personas, así que hay cierto nerviosismo entre los no afiliados que siguen haciendo cola. Alguno, por mucho que saque los doce euros que cuesta la entrada, se va a quedar en la calle.
Morir de éxito o de calor
Dentro del auditorio también hay nervios por la que está al caer. Ni una butaca libre. “Dicen que vamos a morir de éxito”, bromea Pedro Barragán, el presidente de la junta que dirige la sociedad. “¡O de calor!”, replica una mujer desde la grada. Aunque sea invierno, varias personas se abanican con lo que pueden. Al parecer, el aire acondicionado del centro cívico está centralizado y para ventilar el auditorio habría que matar de frío a los usuarios de las otras estancias. Los calores en El Dorado empiezan a ser tan famosos como su programación.
Barragán se dirige al público sin micrófono y no porque tenga un chorro de voz. Precisamente por ello, se hace un silencio sepulcral. “Si os habéis leído la nota, sabéis ya qué tenemos hoy”, apunta. Se refiere al texto que redactan para cada acto y del que las salas de conciertos barcelonesas podrían tomar ejemplo. Son artículos elaborados con cariño y conocimiento, con una intención divulgativa que va más allá del corta y pega promocional e impersonal.
El señor presidente aprovecha su bagaje como melómano y recomienda un disco del abuelo de María Terremoto. “¿Cuál has dicho?”, reclama alguien al fondo de la sala. Y repite el título: ‘Canta Jerez’, una recopilación de 1967 en la que el flamencólogo José Blas Vega reunió a varios cantaores de la época. “Si Terremoto es para muchos el Antiguo Testamento, su hijo Fernando resulta el Evangelio: comunicación, amor, universalidad”, escribió años atrás el crítico de arte, artista plástico y experto en flamenco Pedro G. Romero. Y aquí está Romero, con su barbaza, ubicado en una de las sillas supletorias que han colocado en el pasillo lateral y dispuesto a presenciar la tercera entrega de la sísmica saga.
“Lo que ha heredado, lo ha heredado, pero tiene que cantar ella”, suelta Barragán, antes de dar entrada, ay qué nervios ya, a María Fernández Benítez.
¡Apaga el móvil!
La jerezana no viene con su guitarrista, Nono Jero, porque se ha ido de gira por las Américas, pero tras pellizcar tres veces el nylon queda claro que Fernando de la Morena, no es un suplente cualquiera. Toca con vértigo y calidez. A su derecha, María templa la voz y se arranca con unos cantes a los que la platea responde con atención, pero sin ardor. El público de El Dorado no regala olés automáticos. Esto no es un tablao para guiris. De hecho, el primer quejío que emerge de las butacas es un furibundo “¡apaga el móvil que deslumbras!”. El silencio es tan importante como la oscuridad. Los espectadores defienden su derecho a recibir el frágil aguijonazo flamenco sin interferencias de ningún tipo.
Cuando María tira por las seguiriyas, la platea se calienta. Luego llegarán las alegrías y los tientos, los lamentos universales y la reivindicación de su gitanidad, los saltos de la silla y los jaleos al guitarrista. ‘Ay, los suspiros que tú das / Tus penas son como las mías / Como la oleá del mar”, canta la jerezana, como dijo Camarón. “Hablo con mi Dios y le digo / Que me parece mentira / Lo que tú haces conmigo’, suelta ahora, tomando prestados los versos del abuelo.
El Yiyo, bailaor badalonés de 18 años, otro milenial del arte flamenco al que muchos expertos auguran un futuro esplendoroso, ha cruzado el pasillo a toda velocidad dejando una perfumada estela. Sale a escena con su hermano menor para palmear y sacudir las bulerías finales. A las tres vueltas ya se les ha secado el pelo a los dos. Aunque pudiera parecer que hasta ahora la recepción del público ha sido tirando a tibia, los aplausos al final del concierto van a hacer temblar el auditorio. Tanto, que María Terremoto volverá a salir para marcarse unas coplas por bulerías, ya con las luces abiertas y con el público en pie.
Una grande en pequeño formato
A la salida, es fácil intuir en el brillo de los ojos de los espectadores ocasionales la emoción de haber visto a una cantaora de gran futuro en un espacio tan íntimo. Los socios están más habituados, pues desde que la sociedad empezó a programar en 2007, ya han pasado por aquí Israel Galván, Rafael Riqueni y Arcángel, entre otros. Cuentan que hace dos semanas se armó otra buena con la bailaora Fuensanta. Y en diciembre, con Rocío Molina. Y todo, en un centro cívico.
Las subvenciones de la Generalitat, del Ministerio de Cultura y, ante todo, la del ayuntamiento de Barcelona, pero, aún más, la fidelidad de sus socios, han permitido a El Dorado cumplir diez años en su mejor momento. Querían abordar el flamenco como una cultura y no como un espectáculo. Querían romper el tópico del flamenco como música marginal y de gueto e instalarse en el centro de la ciudad. No querían ser un club cerrado, sino incidir en la política cultural local desde el flamenco. Y querían trabajar con unos precios que no ahuyentasen a la juventud. “Seguimos vivos y nos reconocemos en el camino andado”, afirman en el prólogo del libro que documenta su primera década de actividad.
Sin prisa ni pausa. Desde la modestia y la certeza de que el aficionado al flamenco también lo es de muchas otras músicas. Así se llega a El Dorado.
(Publicat el 18 de febrer de 2018)