Atar es liberar
Organizar un concierto puede ser un acto de lo más rutinario. Contactas con la sala de referencia de la ciudad, pides una fecha libre, alquilas y anuncias. Pero también puede ser una expresión artística en sí misma que pase por rastrear la ciudad en busca de un espacio acorde con tu propuesta para transformar esa cita con tus seguidores en una velada especial e inolvidable. Es un modo de estrechar lazos con tu comunidad, de ofrecerles algo más que tu producto.
Esta segunda opción es la que siempre tuvo en mente Marc O’Callaghan, alias Coàgul, para el concierto de presentación de ‘Megabomb’, una casete que reúne a cuatro grupos de la escena posindustrial europea. Su encuentro con los italianos Teatro Satánico, el francés Niedowierzanie y el catalán Escama Serrada era una buena ocasión para citarse en un escenario inusual y acorde con la velada. Y decidió que sería en el Rosas 5, un discreto local sadomaso (o BDSM para los amigos) ubicado en el distrito de Sant Gervasi.
Un rosario blanco
Medianoche tranquila en la calle Atenes. Ni un alma frente a la puerta del local, donde tampoco hay información alguna sobre lo que se estila dentro o lo que va a ocurrir hoy. Llamas al timbre, abren, entras y cierran. Al no ser socio del local, la entrada cuesta diez euros. A cambio recibes un rosario de plástico blanco.
El local es pequeño. Los clientes habituales se mantienen hoy en un discreto segundo plano. Hay demasiada gente esta noche y atravesar la barra del bar es un suplicio. En el mostrador, entre botellas de whisky, ginebra y ron, hay látigos, esposas y máscaras de cuero. Un lema impreso en un cartel: “Atar es liberar”. Otro: “Sin tattoos no hay paraíso”. Otro más grande informa de lo único que no se acepta bajo ningún concepto en el Rosas 5: las tarjetas de crédito.
Las actuaciones se celebran en la mazmorra, una habitación de cuatro metros de ancho por unos doce de largo en la que nos hacinaremos más de treinta personas. El escenario está presidido por una rueda gigante de cuero de la que cuelgan correas y muñequeras para atar a la clientela. En la otra punta hay una vidriera tras la cual seintuye otra sala desde la que se puede observar todo lo que ocurra en la mazmorra. En la biblioteca, DVDs y cintas VHS de cine erótico oriental y algo de literatura: ‘Eyaculación femenina y punto G’, ‘Amores distintos’…
O’Callaghan pide al camarero que quite la música ambiente porque va a empezar el concierto. A los dos les sabe fatal porque estaba sonando el ‘Small-town boy’ de Bronsky Beat. Escama Serrada, proyecto de ruido posindustrial de Sergio Méndez, ha atraído a un montón de amigos y la mazmorra se llena hasta rebosar. Hay que arrimarse a la pared para encontrar un hueco pero, uy, ¿qué es este objeto metálico que se me está clavando en el recto? Vaya, es una manivela para subir y bajar la guía de la que cuelgan argollas y poleas. Falsa alarma. Un tipo rapado tiene unas extrañas marcas blancas en el cráneo.
Antes de terminar su pase, Méndez dedica una canción a Coàgul. Es un bonito modo de agradecer que nos haya convocado en tan insólito lugar. Marc se suma al apocalipsis sónico berreando y agitando una campana. El público grita: “¡Otra! ¡Otra!”. Así de familiar es el clima. La gente sale de la mazmorra para respirar. Algunos van al lavabo, que tiene una ancha rendija para espiar lo que cada usuario haga o deje de hacer ahí dentro. En la barra del bar hay tarjetas de entrenadores sexuales que ofertan sus servicios de sexo consciente.
Yo os devolveré la juventud
Coàgul será el segundo en actuar y para que el público vuelva a la mazmorra sale al bar con un megáfono declamando: ‘Jo regnaré pels segles dels segles / Jo us retornaré la joventut’. El tipo con las marcas blancas en el cráneo informa a su amigo de que a él también le han salido unas marcas blancas en el rostro. Está contagiado. Coàgul lleva una camiseta desgastada con la imagen de Cobi.
El sonido es sorprendentemente bueno en la mazmorra; nítido y potente. Un acople trepanador nos pone firmes. O’Callaghan dispara histéricos ritmos y declama versos sugerentes. ‘Què diries i què calles / Què sabries i què saps / Què voldries i què vols / Què faries i què fas’. Y enlaza con el grito de una de sus piezas más celebradas: “Tot encaixa”. El público grita al unísono: “¡Tot encaixa! ¡Tot encaixa!”. Como si se tratase del lema de una manifestación. Es una escena llena de ardor y esperanza. Es un momento inolvidable.
El francés Leo, de Niedowierzanie, ya está generando pasajes sonoros cercanos a la new age con su mandolina y su trompeta. De repente, una mujer se arranca a bailar flamenco. No forma parte del espectáculo, pero sus caracoleos encajan extrañamente con el magma sonoro. Mientras Leo acentúa la rugosidad de la música, la mujer, algo puesta, rompe la liturgia en la mazmorra exclamando: “¡Donde esté una buena paja que se quite todo!”. Este cronista descubre en sus manos esas exgrañas manchas blancas.
Comunión claustrofóbica
Llega el turno de Teatro Satánico. Los italianos son los únicos que han tenido que viajar en avión. Toda la recaudación será para ellos. Devis Granziera lidera el grupo desde 1993 y para probar el micrófono pronuncia las palabras Ulrike Meinhof. Su propuesta, entre lo industrial y la electronic body music, recuerda a los suizos Young Gods. Coàgul y Escama Serrada bailan y se abrazan. El francés Leo también anda cerca. En apenas cinco metros cuadrados están los cuatro jinetes del casete. Granziera avanza entre el público. ‘Tot encaixa!’, grita, y entrega el micrófono a quien quiera gritar. Claustrofóbica comunión.
El calor es asfixiante, pero el público está feliz. Es una noche memorable para los amantes de los sonidos extremos que buscan desafíos a la percepción auditiva y que en el club Rosas 5 encuentran otro escenario donde también se juega con los desafíos sensoriales. Todo encaja. Para quitar hierro a la situación y celebrar el encuentro, los italianos Teatro Satánico escogen como clímax de su concierto una versión industrial y ensordecedora del ‘Aserejé’ de Las Ketchup. Carcajadas de asombro y alguna mueca de desaprobación entre los puristas.
El secreto de los estigmas
Ah, ¡el secreto de las marcas blancas! Resulta que los rosarios de plástico estaban recubiertos con un pigmento que los hacía fosforescentes. Al contacto con las manos, el pigmento las manchaba y, al tocarte la cabeza o la cara, el pigmento iba contagiando su rastro fosforescente. Un rastro que solo se podía ver con claridad bajo la iluminación de la mazmorra. En la calle, las misteriosas manchas blancas desaparecían por completo. Nadie podía saber que salías del Rosas 5 ni que acababas de asistir a un aquelarre de sonidos posindustriales.
(Publicat el 26 de novembre de 2017).
Fotografies: Martí Fradera i Nando Cruz