El altillo del señor Pere
En el número 236 de la calle Roger de Flor están construyendo un edificio. En la acera de enfrente, varios locales han cambiado de negocio en los últimos años y nuevos vecinos han sustituido a los antiguos. Pero en el pequeño bar del número 238 no ha cambiado nada desde que abrió en julio de 1979. Es el Jazzman Jazz Club y este mes cumple cuarenta años ofreciendo el mismo servicio: la posibilidad de escuchar jazz en la intimidad.
Imposible calibrar lo pequeñísimo que es el Jazzman hasta que entras e intentas encontrar tu hueco. En la planta baja, la barra ocupa casi todo el espacio. Para acceder a la escalera que conduce a la segunda planta tendrás que escurrirte entre la pared y las personas que beben en los taburetes. La escalera también es estrechísima. Arriba, un banco recorre el perímetro de la sala y ofrece asiento a veinte personas bien avenidas. Solo caben seis mesitas, de modo que habrá que compartirlas con el resto de la clientela.
La culpa fue de Laurent Garnier
David Toribio llegó al jazz a través de la musica electrónica. Concretamente, la de Laurent Garnier. De ahí pasó a Miles Davis y un día cayó por el Jazzman. Ya tenía su oficio como tornero, pero cuando supo que el dueño se planteaba cerrar el local, lo cogió él. Eso fue en 2005. Desde hace 14 años, el Jazzman es su dúplex, pero en el traspaso iba incluido un inquilino. Es Pere Ferré, un pianista de 88 años que lleva dos décadas tocando cada lunes en el altillo del Jazzman. Sube sin prisa por la estrecha escalera, se sienta frente al Kawai de pared y toca como esos jubilados aficionados al maquetismo, minuciosos y juguetones, a los que se les van todos los achaques en cuanto huelen la madera y la cola.
El escenario, por llamarlo así, mide dos metros por dos. Aquí los músicos también tienen que llevarse muy bien para actuar tan apretados. Pere toca el piano de espalda a sus compañeros, el contrabajista Pep Rius y el trompetista inglés Paul Evans. El extintor de incendios está bajo el piano. La funda de la trompeta, bajo su taburete. Rius y Evans no tienen asiento. Si se cansan, apoyan el trasero en la baranda de la escalera. De vez en cuando, Paul da un sorbo a su cerveza y la deja en la mesita de los clientes más cercana.
“¿Cómo se llama ese blues que solemos tocar?”, pregunta Pere a Pep sin girarse. ¿’Spanky’? Y los tres se arrancan por Count Basie. “¿Qué quieres tocar?”, pregunta luego a Paul. La acústica es fabulosa y el ambiente, tan íntimo que sorprende la poca atención que presta el trío al público. Somos espectadores invisibles que nos hemos colado en el altillo de Pere. Ahora tocan una simpática versión de ‘Sunny’. “Pat Martino y John Scofield tienen una versión estupenda”, susurra un turista belga que ha descubierto el bar a través de Facebook. No debe haber muchos más bares en la ciudad que programen jazz en vivo los lunes. El precio del concierto también le ha atraído: gratis con consumición obligatoria. “Toda la recaudación es para el grupo”, explica David.
Mojitos y garabatos
Mientras la clientela refresca el gaznate, Evans garabatea con fraseos clásicos del jazz y más allá esas partituras que Pere Ferré memorizó hace décadas. Lo mismo cuela un villancico que hace chirriar la trompeta hasta que el público rompe a reír. Pero ya es hora de hacer un descanso. Los músicos salen a la calle a tomar el fresco. Los más asiduos saben que pueden dejar el cigarrillo en la repisa del cuadro de Dizzy Gillespie que decora la entrada y que nadie lo tocará. El tirador de cerveza tiene forma de saxofón. Al fondo de la barra, camino de los lavabos, está la colección de vinilos. Cuando no hay concierto, David pone copas y discos. Se resiste a usar listas de Spotify. “Rompería la magia del bar”, intuye.
El trío vuelve al altillo y David los espía desde la barra de abajo. Ahora estaba removiendo el hielo de dos mojitos, y, de repente, se ha detenido a escuchar una filigrana de Pere, ha sonreído con la empatía de quien acaba de descubrir a su compañero de piso haciendo travesuras y ha vuelto a su tarea. Desde abajo, la acústica es igual de buena. Al grupo apenas lo ves. Parece que la música llueva del cielo. ¡Quién diría que hoy es lunes!
La baranda multiusos
El calor ya aprieta en el altillo. Casi todo el público del primer pase se ha ido y ha llegado clientela nueva que se abanica con los posavasos. Pep y Paul lo sabían y por eso han venido en pantalón corto. Pep, con sandalias, y Paul, con náuticas. Pere, no. Él viste como un gentleman: pantalones de algodón y rejuvenecedora camisa estampada. Paul se seca el sudor de la frente con una toalla medio escondida en la baranda multiusos y se acaricia el cogote con la botella de cerveza. Hay que refrescar esto. Tocarán ‘Brasil’, decide Pere.
Es medianoche y arriba apenas queda una decena de espectadores. El pase de hoy entra en su recta final. ‘I ain’t got nobody’, de Louis Armstrong. Evans ha encontrado un taburete libre para sentarse, pero aún tiene resuello para decorar la despedida con un toque de corneta militar. “Fins la propera setmana!”, se despide Pere como quien se cruza con un vecino en el ascensor. Y los tres mosqueteros del jazz enfundan sus instrumentos.
Cuando Pere baja del altillo, suelta una broma a David sobre la camiseta del disco ‘Midnight blue’ que viste hoy: “Cuando quieras le dices a Kenny Burrell que venga y montamos algo”. El guitarrista de Detroit sufrió un accidente que lo ha postrado en cama y su mujer abrió una cuenta de donaciones para costear las facturas. Un turista californiano apura su Dry Martini y su lunes en la barra. Suena ‘My favourite things’ en versión de John Coltrane. El turista belga ya se ha marchado. Tal vez algún día Laurent Garnier se pase por el Jazzman.
(Publicat el 28 de juliol de 2019)