El minibar del infierno
El callejón del número 88 de la calle Pamplona conduce a las escaleras metálicas que suben a salas 2 y 3 de Razzmatazz. Pero al final, girando a la derecha, otra callejuela más estrecha te lleva al Ceferino. Desde hace 36 años, este bar ejerce de orgulloso refugio para los devotos del rock urbano, el punk, el heavy y los mil subgéneros metálicos.
Hoy hay velada metalera y el 90% de espectadores viste camiseta negra. Aquel es Narcís, el cantante de Dentellada. “Empezamos en minuto y medio”, informa a sus compañeros, que charlan en el exterior. No tienen mucho que andar. Desde la puerta del bar hasta el escenario, en el extremo opuesto, solo hay siete pasos. El Cefe es un prodigio del microinteriorismo, un minibar de 42 metros cuadrados con la barra en la esquina izquierda y el lavabo, en la derecha. El técnico de sonido está tras la barra. Esto es un izakaya musical, el equivalente rockero a los diminutos restaurantes japoneses. El aforo del local es de treinta personas y la música que se cocina dentro es toda para ti. En cuanto entras, el volumen te atrapa. Por mucho que lo intentes, no tienes donde esconderte.
Tiernos sonetos grindcore
“¡Peña, empieza Dentellada!”, avisa alguien. Y la cincuentena de personas del callejón entra en el bar. Llenazo instantáneo. En la tarima hay dos baterías, de modo que el cantante y el guitarra actúan entre el público. Narcís se transforma en monstruo del averno. Se retuerce sobre el micro, vomita berridos guturales y, al acabar, sonríe y da las gracias como si hubiese recitado un tierno soneto grindcore. El público aún está frío. Apenas son las 20.30, pero pronto empezará la danza de codazos y empujones. El local es tan pequeño que si colisionan cinco, el efecto ola sacude a todos los presentes. Los únicos que permanecen impertérritos son Yosi (cantante de Los Suaves), El Drogas, Loquillo, Kutxi (de Marea) y Robe (de Extremoduro), cuyos retratos presiden el mural del fondo.
El Ceferino es tan pequeño que aquí los grupos tocan como en el local de ensayo. La batería suena a pelo y la guitarra eléctrica, directamente desde el amplificador. Lo único que se conecta a la mesa de sonido es la voz. Y ahora mismo, Narcís gime y aúlla como un jabalí cosido a mordiscos por una jauría de hienas. Imposible entender qué canta, pero en su disco hay títulos como ‘Infern’, ‘Tenebra’ y ‘Maleït’. El Cefe es el local de ensayo del infierno. En el techo siguen enganchadas viejas portadas de vinilos de El Último de la Fila, Rosendo, Tequila y Toreros Muertos. Llevarán décadas ahí arriba.
Ya asoma la luna en el callejón. Y ya asoman en el escenario Primal Necromancy, los segundos de la velada. El jovencísimo grupo catalán de beatdown, colisión acelerada y aplastante de thrash metal y hardcore-punk con continuos cortes de ritmo, desata pronto un nuevo pogo. Hoy no habrá ni una mujer en el escenario, pero seis u ocho espectadoras capitanean la brutal danza. “¡Písame la cara, por favor!”, grita una. Es broma, pero cruzar hacia el lavabo a media canción es un suicidio. El guitarra y bajista tocan de espaldas al público. No es timidez; es para no recibir algún zurriagazo. “Esta canción es nueva”, anuncia el cantante. “¡Uuuuuuuuuoh!”. Y a su lado Max Cavalera parece Ed Sheeran con paperas.
Abierto desde 1983
El Ceferino abrió en 1983, época de escasas restricciones cívicas. Entonces ocupaba todo el callejón y la juventud se ponía tibia a sangría y cerveza hasta las cinco de la madrugada. Edu García era uno de aquellos jóvenes hasta que, con 21 años, se quedó el negocio. Desde 2012 programa cien conciertos al año. Sí, hay una notable demanda de locales para miniconciertos extremos. Octopuss Produccions, la promotora que organiza el de hoy, nació en enero y ya ha programado 40. Quiere impulsar el plantel underground catalán de bandas que mueven unas 50 personas. Por lo oído hoy, hay nivel y futuro.
El puesto de venta de camisetas y cedés está en el callejón; no, eso ya no cabe en el bar. Custodiándola están los portugueses Undersave con aspecto cansado. En una semana han tocado en Segovia, Salamanca, Marsella y Vitoria. Empiezan su faena death metal, pero sólo entra a verlos el público más adulto. Los amigos de Dentellada y Primal Necromancy se quedan charlando al aire libre. Los lisboetas son más estáticos y técnicos. Arquean las piernas y se enfrascan en digitaciones complejas que alargan en piezas de ocho minutos. Tampoco se entiende al cantante, pero sus letras hablan de enfermedades mentales y de la arrogancia humana. “¡Obrigado!”, agradece un fan.
“¡Cinco temas más!”, reclama alguien. Es prácticamente todo lo que han tocado. Harán un bis para los 15 que aguantan en el bar antes de recoger los bártulos y poner rumbo a Albacete. A las once han terminado. Da vergüenza remarcarlo, pero, una vez más, no habrá problemas de evacuación ni alboroto alguno. En la calle, la parroquia metalera se mezclará con el público que sale de Razzmatazz 2 y 3 de ver al grupo de folk celta Gwendal y al venezolano Alex Ferreira. Y todos, tan felices.
(Publicat el 16 de juny de 2019)