Silencio en la zona cero
Un escenario negro y vacío. Al fondo, un piano. Entra un tipo con aspecto de Andrés Calamaro sanote. Se sienta y empieza a tocar. Le llamaremos pianista porque toca el piano desde hace treinta años, no porque se dedique a ello profesionalmente. No es un concertista, sino un aficionado que nunca perdió las ganas de sentarse al piano y practicar. Toca muy despacio. Lo suficiente como para quedar descalificado en cualquier concurso. Toca relajado. Como si no estuviese actuando en público. Bienvenidos al no-concierto de Rubén Ramos en el Antic Teatre.
En la pared aparece proyectada una frase. Parece que pone “La música es como una droga dura”. Y luego, otra, también borrosa. Y otra. Desde las gradas no se leen nada bien, de modo que, en un gesto inviable en cualquier teatro convencional, la mitad del público se levanta, baja por las escaleras y se sienta en el suelo del escenario. Desde aquí se lee algo mejor. Y el piano está más cerca. De algún modo, el ceremonioso espacio teatral se ha transformado en una habitación al fondo de la cual un tipo toca de espaldas a nosotros. Sin más.
Ramos está concentrado en lo suyo: la partitura. Toca leeento. El público tirado por el escenario se va recostando hasta encontrar la postura más cómoda. Alguno se ha tumbado por completo, de modo que ya no ve el piano ni las frases en la pared. Ramos ha redactado esas frases. Componen un monólogo desordenado como esas conversaciones de bar en las que un amigo monopoliza la charla enlazando opiniones, fijaciones, datos y anécdotas. Que si Boris Vian, que si la subcultura francesa de los zazou, que si las traducciones de Gabriel Ferrater, que si los yonkis tienen un objetivo vital, que si él empezó a tocar el piano en Santa Coloma cuando tenía nueve años…
Las piezas interpretadas fueron compuestas por el inglés Orlando Gibbons a principios del siglo XVII. Es música antigua, plácida, una sutil invitación a escuchar y no hacer nada más. Los textos proyectados en la pared también se suceden con lentitud. Las pulsaciones corporales se van ralentizando y el ritmo cotidiano pierde autoridad hasta que, por fin, el tiempo se detiene por completo. Las frases en la pared te invitan a reflexionar mientras las composiciones de Gibbons te catapultan a otras épocas. Es una extraña alianza de música y letra que no suma canción. A veces, Ramos mete la gamba. Ocasionalmente, sus dedos rozan la órbita perfecta que imaginó el autor. De vez en cuando, la música deja de sonar porque Ramos tiene que pasar las hojas de la partitura. Nadie se queja. Tampoco le aplauden cuando termina una pieza. Se ha impuesto el silencio.
A setenta metros del Hotel Palau
Todo esto está ocurriendo en la zona cero de la especulación inmobiliaria barcelonesa, a solo setenta metros del edificio que debería haber acogido el Hotel Palau. El Palau de la Música, templo de la excelsa cultura oficial, acoge hoy un espectáculo de flamenco para turistas. El cartel no informa del nombre de los tocaores y bailaoras. Simplemente es ‘Arte Flamenco’. Entradas, de 30 a 48 euros. La mayoría de público es oriental. Mientras, el Antic Teatre resiste al acoso neoliberal con una performance a diez euros; puro bálsamo en la asfixiante Ciutat Vella.
Si días atrás hablábamos de un escenario cerrado por gentrificación, esta semana es el turno de otro amenazado por la especulación. El propietario del edificio exigía a los inquilinos del Antic Teatre correr con los gastos de la rehabilitación de la fachada. Por ahora, la justicia lo ha evitado, pero el contrato de alquiler vence en 2026. Esa sería, en el mejor de los casos, la fecha para la muerte de un espacio que en 2003 era una ratonera de suciedad y que el equipo liderado por Semolina Tomic convirtió en un oasis de pensamiento y relajación en pleno centro.
Una de las últimas frases proyectadas sobre la pared plantea un interesante asunto: “Me pregunto cuántas cosas que no estaban nada mal de la época de Gibbons se han perdido irremediablemente”. La misma pregunta que se hace Ramos, podrán plantearse los habitantes de Barcelona en 2067. Tal vez imaginen cómo debió ser entrar en el Antic Teatre, aquella sala que había donde hoy se alza el hotel boutique L’Antic Parador de la cadena Conqueror, y qué se debía sentir en aquel espacio silencioso y ajeno al bullicio exterior mientras un tipo con aspecto de Andrés Calamaro sanote tocaba el piano leeentamente para equivocarse lo mínimo posible.
Basta de alquilar
La desaparición del Antic Teatre implicaría, más allá la pérdida de un centro de creación crítica y radical, tirar a la basura los 700.000 euros que costó rehabilitar el local, la mitad de los cuales se obtuvieron mediante subvenciones. Dicho de otro modo, 350.000 euros del contribuyente despilfarrados por no proteger de la especulación inmobiliaria que está carcomiendo la ciudad este tipo de espacios en los que se considera estratégico invertir dinero público. Ya hay quien, ante la insaciable carcoma especulativa, está proponiendo una solución extrema para preservar los espacios de autogestión y uso comunitario. Se acabó lo de alquilar: hay que comprar.
Ya no hay más frases que proyectar sobre la pared, pero el pianista seguirá tocando unos minutos más. Un delicado gesto para depositarnos, suavemente, de vuelta en la ciudad. En el último momento, cometerá lo que en tenis se llama un error no forzado. Diríase que ha querido recordar que no es un concertista profesional, sino un pianista amateur. Ramos descubriendo a Gibbons no es Mendelssohn descubriendo a Bach. Esto no ha sido un recital en la corte. Esto no ha sido una magna exhibición en el Palau de la Música. Esto no ha sido un cóctel en el piano-bar del Hotel Palau. Esto no ha sido un concierto. Esto no ha sido una performance. Esto ha sido un regalo.
(Publicat el 2 de juliol de 2017)