El planazo de la vecina
A cinco calles de la sala Apolo y diez del Liceu hay otro de esos viveros culturales que operan a la sombra de los grandes escenarios. Otro de esos que no sirve solo como escaparate de artistas sino que asume su condición de espacio de encuentro y agitación. Otro pulmón cultural cuya importancia en el barrio del Raval se calcula más por su constancia que por su aforo. Apenas caben ochenta personas, pero abre cuatro días por semana. Entre el 3 de enero y el 27 de diciembre del 2019, la asociación Freedonia ha acogido unos 230 grupos y otros tantos discjockeys programados por pequeños sellos y activistas del underground, además del mercadillo mensual de ropa de segunda mano. Y así, desde hace una década.
El sarao que nos ocupa lo organizó una vecina. Laura vive en la calle Carretes, a dos minutos a pie del Freedonia. Desde que es madre, lo tiene más difícil para trasnochar. No es promotora de conciertos ni nada que se le parezca, pero un día se animó a organizar allí unas veladas trimestrales hábilmente bautizadas como FreeDona y esa noche sale a disfrutar como la que más, ya que, como comisaria del evento, se encarga de coordinar toda la programación. Y, por si fuera poco, se reservará un rato para pinchar bajo su alias Oniria Sister.
Esta quinta edición de FreeDona busca, como las anteriores, una presencia destacada de mujeres en el escenario, pero además es una velada temática sobre África. Su amiga Geni, vecina del Poble-sec, ya está recibiendo al público en la sala de la entrada a ritmo de funk nigeriano. En la sala del fondo está Ishmael Sustraiavibez, vecino del barrio de Sant Antoni, pinchando sabrosos ritmos senegaleses y congoleños. Sí, Freedonia tiene dos espacios autónomos a los que cabe sumar una estancia intermedia con sofás viejos y un piano de pared que de vez en cuando concita apasionadas sesiones de karaoke rústico: el ‘Pianaoke’.
El ngoni resfriado
En el local está también la cantante burkinesa Masara Traoré, vecina de Gràcia. Lleva dos décadas en Barcelona y habla un catalán que enorgullece a su suegra. Hoy anda acatarrada y la lluvia le ha mojado el ngoni. No podrá tocarlo y le sabe mal porque su sonoridad es la que más la conecta con su cultura, pero aquí están sus compatriotas Drissa Diarra con la kora y Tahirou Drabo con la calabaza para trasladarnos musicalmente a Burkina Faso. El que no ha llegado es el percusionista senegalés Moussa Dene. Lo hará un solo minuto antes del inicio del concierto.
Así de precipitada arrancará la actuación, con la banda dando trompicones mientras Masara improvisa unos versos en castellano: “Yo no sabía que si no tienes papeles no tienes trabajo / No tienes casa / Yo no tengo comida / Yo no sabía”. La historia de siempre cantada de nuevo. El laberinto del racismo institucional. Poco a poco los músicos entrarán en órbita y caminarán al compás. Al primer trote, Masara se arrancará con un baile tan frenético que el collar y el pañuelo del pelo saltarán por los aires. Ahora sí: la fiesta ha empezado.
Las primeras filas han cedido al impulso ancestral que nos conecta con el ritmo. A los demás les falta poco. En esta oscura habitación del Raval se cultiva la diversidad de madrugada. Mientras Masara presenta una canción sobre encontrar al hombre de tu vida, dos hombres se besan a placer. Cuando Masara no canta en mandinga, escoge la lengua de su etnia senufo. Y cuando baja del escenario incita a bailar a blancos y negros. Uno de cada color subirá a tocar. Esta banda es como un guiso al que siempre puedes echar un ingrediente más.
Aunque algunas letras hablen sobre haber llegado a Europa y tener que mentir a tu familia africana diciéndole que estás bien y que un día regresarás, el ritmo ahuyenta toda tristeza. A Masara se le desmontar la falda en una sacudida de cadera. Y ahora es Moussa quien persigue y provoca a los espectadores más desenvueltos a golpe de djembé. “¿Una canción más?”, pregunta Masara ya feliz. Entre el público alguien exclama: “¡Muchas más!”. Y, como por arte de magia, un concierto que empezó estrepitosamente acabará por todo lo alto.
El prejuicio eurocéntrico
Pero lo mejor está por llegar. Es la tropa de discjockeys Jokkoo, vecinos del Raval y Gràcia, que hoy vienen en formato trío: los senegaleses Baba Sy y Maguette Dieng y el ghanés Opoku. Va siendo hora de agradecer públicamente lo que están regalando a la ciudad: una mirada que rompe con esa concepción eurocéntrica según la cual solo evoluciona la música occidental, mientras que la de continentes como África debe sonar eternamente cruda, pura y ancestral. En su sesión, trepidantes cortes del surafricano DJ Lag, el angoleño DJ Nigga Fox y el malí Kaba Blon conviven en la pista con otros del estadounidense Osunlade, el inglés Yak y un alucinante corte del culo inquieto Damian Lazarus sobre cánticos qawwali. Pocos culos quietos quedan en la sala ante tamaña orgía polirrítmica. Cuesta horrores salir del Freedonia.
A lo largo de la noche, y de la mano de los seis selectores distribuidos en los dos espacios, habrán sonado músicas de Cabo Verde y Togo, gqom y mbalax, Fela Kuti y Amadou et Mariam. Un infinito abanico de compases y voces. A los platos de la entrada está ahora Laura rematando la noche con vinilos de William Onyeabor y planeando ya la siguiente fiesta. Será en marzo del 2020, coincidiendo con el Día de la Mujer Trabajadora. Para entonces, el Freedonia habrá acogido ya a otros setenta grupos, 65 djs, quince fiestas, seis karaokes … y lo que surja.
(Publicat el 29 de desembre de 2019)